El anarquista incomprensible de Piccadelly Circus

Novísimas aventuras de Sherlock Holmes

Enrique Jardiel Poncela

PRELIMINARES

Todo Londres se estremeció como un flan el día en que, por sexta vez, una bomba de dinamita estalló en Piccadilly Circus (ya saben ustedes dónde digo: junto a la tienda de afilalápices que hay en el número 6).

Para que todo Londres se estremeciera como un flan ante el estallido de la sexta bomba de Piccadilly Circus, algo verdaderamente trascendental entrañaba tal explosión.

Sherlock Holmes

Y así era, en efecto. ¿Qué trascendencia, qué gravedad entrañaba, pues, la sexta ex¬plosión de Piccadilly Circus?

Sencillamente, señores: que antes que estallase aquella sexta bomba, habían estallado ya cinco. Por eso hemos dicho que era la sexta.

LO INCOMPRENSIBLE DE LOS ATENTADOS

Contra su costumbre, Sherlock Holmes, que acababa de celebrar con fuegos de artificio y danzas del país de Gales la muerte de su tía Elisabeth, no quiso mezclarse en aquel asunto.

Estaba enterado de él, naturalmente, como todo habitante de Londres, pero se inhibía de la cuestión, quizá porque se hallaba fatigado de trabajos anteriores, quizá porque a la sazón dedicaba semanas enteras a aprender a tocar en el violín el «God save the King».

Sin embargo, yo, que deseaba conocer su opinión personal, pinché como si fuera una salchicha:

—¿Qué opina usted de las explosiones misteriosas de Piccadelly Circus, maestro?—le dije una noche al salir el sol.

—Que hacen bastante ruido—me contestó con su laconismo habitual.

Y me quedé tan despachurrado por el enigma explosivo como antes lo estaba.

Sherlock Holmes

En realidad, el affaire era apasionante. Desde el mes anterior (Julio, como César), un anarquista incomprensible consumía sus actividades en colocar bombas en Piccadilly Circus. ¿Ustedes no conocen Piccadilly Circus? ¡Vaya, por Dios! ¡Qué difícil es hacer literatura en esas condiciones! Pues Piccadilly Circus es plaza como la Concordia o como una auxiliaría de Hacienda; una plaza con edificios, faroles, pavimento y todo el restante atrezzo común a las plazas del conocidas lector. Los transeúntes pasan por Piccadilly Circus bajo la denominación de peatones, y la verdad es que nada ofrecería la plaza de particular si no fuera a causa de las explosiones que se sucedían entonces y que no describo por ser demasiado violentas. Ahora bien: ¿a qué venía aquello? ¿Cuál era el propósito del anarquista?

Ni yo, ni nadie en el Reino Unido, incluidos la India y el Afganistán, nos lo explicábamos. Allí no había Bancos que asaltar, por ni allí deambulaban personajes políticos cuya muerte pudiera desear un petardista, ni allí —finalmente—s e reunían esas ancianas damas que en los balnearios suelen agruparse para hacer Crochet y debajo de cuyas sillas todos, alguna vez, hubiéramos deseado poner una bomba.

Por eso, la voz del pueblo había dado a aquel anarquista desconocido el remoquete de «el anarquista incomprensible».

Y entretanto, el suelo de Piccadilly Circus se iba aguejereando progresivamente y ya, para pasar de una acera a otra, se alquilaban globitos.

En esta situación nos hallábamos el 3 de agosto de 1929.

EL LORD MAYOR PIDE AUXILIO

Y fué en aquel mismo día, cuando Sherlock Holmes acudió a su palacio llamado por el Lord Mayor, sir Cachemiro Somerset, quien le rogó que tomara cartas en el asunto.

El diálogo entre ambos hombres tuvo una brevedad y un contundismo genuinamente ingleses. Los dos eran tan inteligentes que adivinaban lo que iban a decirse, y tanto por parte del Lord como por parte del detective, ninguno se vio en la necesidad de acabar las frases que sucesivamente iban comenzando.

Copio la charla a continuación, por creerla en extremo curiosa:

EL LORD.—Mi admirado Holmes: esto no puede se…

SHERLOCK.—Verdaderamente. Y supongo que he sido llamado pa…

EL LORD.—Eso es. Preciso que en el plazo de cin…

SHERLOCK.—Antes de esa fecha habré lo…

EL LORD.—Lo celebraré en nombre de todo Lon…

SHERLOCK.—Sí. La ciudad está ate…

EL LORD.—Con razón, porque esto es im…

SHERLOCK.—De acuerdo. Desde ahora mis….

EL LORD.— ¡Gra…

SHERLOCK.—De nada.

Y Sherlock Holmes abandonó el palacio del Lord Mayor.

LOS TRES DÍAS DE MEDITACIÓN DE SHERLOCK HOLMES

Entonces sucedió lo que yo estaba harto de saber que sucedía siempre cuando Sherlock se hacía cargo de algún misterio sobra el que tenía que derramar la luz de acetileno de la verdad con el carburo de su talento y el agua de su perspicacia. (¡Ahí va!)

Sherlock Holmes se encerró en su despacho de Baker Street y, allí dentro, se pasó tres días con sus noches meditando.

Sucedía que en tales momentos resultaba peligroso interrumpirle, pues aunque su genio era por todos conceptos buenísimo, me creo en la obligación de confesar que tenía muy mal genio, y en dos ocasiones en que le había cortado su meditación, salí malparado del trance. La primera me tiró a la cabeza un grupo escultórico de cinco metros de largo por tres de alto que adornaba su mesa de labor y que representaba la Huida de quince jóvenes campesinos que se resisten a vacunarse. El golpe con esta hermosa obra de arte, original de Rodin, me dejó el cráneo como un Longines, y en adelante sentí muy escasas ganas de volver a interrumpir las meditaciones de Sherlock.

No obstante, la segunda vez que me vi forzado a incurrir en este riesgo, Holmes hizo conmigo algo mucho peor que la primera, y fué que, bajo amenazas de muerte, obligóme a copiar a mano trece veces la Historia de Carlomagno y sus amigos, de Michelet.

¿Extrañará a nadie que en aquella ocasión de las explosiones de Piccadilly Circus yo no perturbase el período meditativo de Sherlock? No; creo que no le extrañará a nadie.

SHERLOCK Y YO EN ACCIÓN

Al cuarto día, a la hora del afeitado, Sherlock Holmes salió de su despacho envuelto en el humo de la pipa, y sin más ni más, me trasladó su primer descubrimiento:

—Harry—me dijo en el pasillo—. He pasado estos tres días ahí dentro disfrazado de anciano profesor de Ciencias Químicas.

—¿Y para qué, maestro?—indagué con el asombro cromolitografiado en el semblante.

—¿Para qué iba a ser? Para averiguar qué explosivo es el usado en las bombas de Piccadilly Circus.

—¿Y qué explosivo es ese, maestro?—volví a preguntar castañeteando los dientes de emoción.

—Dinamita—contestó Sherlock Holmes.

Muy habituado estaba a sus éxitos, pero confieso que aquello no se parecía a nada de lo que yo había visto a su lado. Por la tarde me propuso: —Harry: vamos a dar un paseo.

Salimos de casa y paseamos por Hyde Park hablando de la guerra anglo-boer. Supe de labios del maestro que la guerra se había desarrollado en Africa, que unos contendientes eran boers y otros ingleses, muchos detalles así de interesantes.

Andando, andando, llegamos a Piccadilly Circus.

Sherlock Holmes

Allí Holmes se detuvo al lado de uno de los fosos abiertos por las bombas y dio un largo silbido metiéndose los dedos en la boca. Pronto se acercó un policeman.

—A la orden, señor Holmes.

—Tráete el objeto señalado en mi carta.

El policeman se fué y volvió en seguida con un violoncello.

Holmes se arrodilló, colocó el violoncello en posición de uso y rompió a tocar Las Leandros.

Apenas habían pasado siete minutos cuando en una ventana de la casa más próxima apareció el rostro de un hombre con barba. Sherlock, como si no aguardase más que esta aparición, se levantó de un salto, tiró el violoncello y le gritó a aquel hombre encañonándole con la pistola: — ¡Canalla! ¡Date preso!

SHERLOCK EXPLICA EL MISTERIO Y SUS TRABAJOS

El hombre de la barba era el anarquista. Al otro día, y delante del Lord Mayor, Sherlock se explicó así:

—Mi trabajo, señores, ha sido sencillo. Un detalle me dio la clave de lo que venía sucediendo en Piccadilly Circus; un detalle en el que nadie había caído, a saber: que en la esquina donde solían estallar las bombas acostumbraba a ponerse un mendigo ciego y músico, que interpretaba melodías callejeras en su instrumento. No había una razón que justificase las bombas… Pero ¿acaso, para un vecino, amante de la música, no es una razón que puede obligarle a tirar bombas el hecho de tener que oír a diario melodías callejeras? Comprendiendo que el misterio estaba allí, encargué que me llevaran a Piccadilly Circus un violoncello, me puse a tocar Las Leandros y—como era de esperar—el anarquista apareció en la ventana rugiendo de coraje. Unos minutos más, y sobre Piccadilly Circus hubiera caído la séptima bomba. Pero yo lo evité deteniendo al anarquista…

Las felicitaciones que recibió Sherlock fueron imponentes.

CONCLUSIÓN

El anarquista, que resultó llamarse Phyleas Chups, dio idéntica versión que Sherlock de sus delitos cuando se halló cara a cara con los severos jueces de las blancas pelucas y el acento gangoso.

Y al final de la última sesión del proceso, del que Phyleas salió absueltísimo, todo el público se puso de su parte.

Y el anarquista fue sacado en hombros.

Fuente: El Libro del Convaleciente (inyeciones de alegría para hospitales y sanatorios)

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