El hombre de la barba azul marino

Novísimas aventuras de Sherlock Holmes

Enrique Jardiel Poncela

EL TIMBRE DE ALARMA

Yo había pasado el día en el campo: en Slough.

¿En Slough? Sí; en Slough. En Slough…

Yo había pasado el día en el campo (en Slough) y regresaba a Londres, a bordo de uno de los trenes de la tarde, cuando al llegar a la estación de Charing Cross oí gritar desaforadamente a varios viajeros de los que, por viajar sin billete, iban sentados en el techo de los vagones.

Al principio no hice caso. Supuse que el interventor les habría sorprendido y que los viajeros sin billetes estarían asesinándole, como siempre ocurre. Pero al cabo de unos instantes no fueron sólo los viajeros del techo los que gritaron, sino que se pusieron a gritar todos cuantos se hallaban situados junto a las ventanillas y que, por tal causa, viajaban contemplando el paisaje y tragando hollín.

—¡Algo muy grave ocurre!—pensé, lanzándome al timbre de alarma y tirando hacia abajo de la empuñadura.

El aparato funcionó al instante; pero en lugar de parar el tren, como yo esperaba, salió por cierta ranura una tarjeta perfumada con gasolina y que decía así:

«Si está usted en peligro de muerte, récele a San Jorge, caballero.—LA COMPAÑÍA».

Era ésta la última modificación que se ha introducido en los timbres de alarma de los ferrocarriles británicos y que tiene por objeto evitar las detenciones por accidentes y fortalecer el ánimo de la raza inglesa en los momentos de peligro.

UN HALLAZGO MACABRO Y PEDESTRE

Entonces me abalancé a una de las ventanillas y supe a qué obedecía el griterío de los viajeros.

En sentido inverso al nuestro avanzaba rápidamente otro tren, y agarrado ai tope del último furgón, y en volandas, iba un hombre.

Lo reconocí al punto por un lunar que tenía en la nariz.

Aquel hombre era Sherlock Holmes.

Novísimas aventuras de Sherlock Holmes

Sería ocioso como un vagabundo advertir que me tiré en marcha de nuestro convoy y que seguí al otro tren a buen paso.

¿A dónde se dirigía Sher-lock Holmes? ¿Qué nuevo y tenebroso asunto le impulsaba? Estas preguntas, y algunas más, tales como «¿lloverá en Bom-bay?», «¿cuál fué el primer hijo de Abraham?», etc., me hacía yo mientras andaba, y nadie —ni siquiera la brisa de la tarde— me contestó un sílaba.

Habríamos recorrido el tren y yo unos cuarenta y cinco kilómetros, cuando Sherlock, que viajaba sentado en el tope, me dijo:
—Sube, Harry. En el otro tope tienes sitio.

Y sólo entonces me decidí a subir, pues ya es conocido el respeto que yo le tenía al maestro, respeto nacido de la superioridad y de un ingeniero agrónomo.

De tope a tope, la conversación no tardó en ligarse.

—Celebro haberte encontrado—me dijo Holmes—, pues creo que vas a ver cosas interesantísimas.

—Afortunadamente, la casualidad ha hecho que…

—Sí—me replicó poniéndose en un dedo una inyección de morfina, lo que era frecuentísimo en él, como se sabe.

—Y a dónde vamos, maestro?—me atreví a preguntarle.

—Lo ignoro—contestó.

Estuve a punto de caerme a la vía a causa de la sorpresa que aquellas palabras rae produjeron, pero no lo hice por no molestar a Sherlock.

—No sé—siguió él—el punto fijo a dónde vamos; sin embargo, te advierlo que debes estar prevenido, pues quizá no tardemos mucho en tener que tirarnos del tren en marcha.

—¿En marcha?

—¡¡Pronto!! ¡¡Al sur lo!!—gritó.

Y le vi lanzarse al espacio con una habilidad que procuré imitar lo mejor posible.

El, después de caer, se levantó del suelo tan tranquilo. Yo, al caer, me rompí una pierna.

Y Sherlock Holmes, con su buen sentido característico, exclamó al darse cuenta de ello:

—Bueno, según parece, tienes otra pierna ¿verdad?

—Sí, maestro.

—Puen andando. Bien dice el reirán que hombre prevenido vale por dos.

***

Caminamos unos minutos en silencio por un paraje dulce, arropados en la chilaba de! anochecer, y al cabo Holmes se detuvo ante un pequeño montículo, exclamando:

—Aquí está. Cava, Harry.

Por espacio de un cuarto de hora cavé y retiré la tierra removida. De pronto, cierto objeto apareció en la superficie. Retrocedí aterrado:

—¡Un pie humano!

—Sí, Harry. Un pie humano. El que faltará en el cajón. Pero ya sabemos bastante… Entiérralo otra vez y volvamos a Londres. Te convido a un vermovth con beefsteak.

IMPORTANTES DECLARACIONES EN SCOTTLAND-YARD

Al día siguiente, ya en Londres, recibimos un aviso telefónico de Scottland-Yard. Como por medio del teléfono no podíamos entender una palabra de lo que nos decían, nos trasladamos personalmente al célebre Centro Policíaco.

Allí el mayor Sckaboory nos hizo pasar a una habitación decorada con cráneos de avispa, y dijo:

—Vea usted, snñor Holmes, lo que acabamos de encontrar en el furgón de equipajes de un tren llegado ayer por la línea del Sur.

Y nos mostró un gran cajón abierto, dentro del cual se distinguían, como alumnos aplicados, varios restos humanos.

—¡¡Es bonito!¡—exclamó Sherlock echando un vistazo al interior del cajón.

El mayor Sckaboory le miró, admirándose del valor y la resistencia nerviosa del genial detective. ¡Pensar que a éste no le producía ni frío ni calor contemplar aquellos despojos que ha-Man provocado dieciséis síncopes a los empleados que primero abrieron el cajón!

Pero todavía se admiró más cuando oyó que Holmes añadía :

—Son los restos de un hombre afeitado después de muerto.

Al cadáver le sobra un pie. Porque fíjate, Harry, que hay tres pies en el cajón…

—Pero, querido Sherlock—no pudo por menos de saltar el mayor Sckaboory—, ¿cómo de una sola ojeada es usted capaz de decir que en el cajón hay tres pies y que, por lo tanto, al cadáver le sobra uno?

Sherlock Holmes sonrió sin contestar, y encendiendo su vieja pipa, que tiraba peor que un caballo con glosopeda, se encaminó a la puerta, y desde allí declaró :

—El criminal es un peluquero que, desde anteayer, lleva barba postiza, una barba de color azul marino.

—¿De color azul marino?

—Y en cuanto al muerto, se trata de un marinero llegado hace poco a Londres y que hacía muchos años que no vivía en Inglaterra.

Trató el mayor de obligar a Sherlock a ser más explícito, pero Holmes se negó tan en redondo como una plaza de toros.

—Mañana, a la hora del té —dijo únicamente— le traeró a usled al hombre que ha matado al marino y que encerró el cadaver en un cajón enviándolo por correo. Esto es todo lo que puedo decirle por el momento, Sckaboory…

Y sin añadir una palabra más, salió del Scottland-Yard.

¡Qué hombre! ¡Era admirable!

LA TIENDA DE SOMBREROS DE OXFORD-STREET

En las primeras horas del mediodía, el maestro que estaba de un humor que parecía herpético, me dio algunas órdenes.

—Coge un buen par de esposas y prepárate a detener a uno de los criminales más peligrosos de todo el Reino Unido.

Obedecí temblando como la hoja en el árbol y el boxeador en el ring, y, uniéndome a Holmes, salí a la calle.

Veinte minutos más tarde llegábamos a Oxford-Street; Sherlock me enseñó una tienda de sombreros para señoras establecida en el número 13, y cuyo nombre era «El caos en cascos». Dentro, una dependienta de ojos hermosos, aunque bizcos, trajinaba entre alas y copas.

—Atención, Harry—me advirtió Holmes—. El asesino va a venir a esta tienda. No pierdas de vista ningún extremo de la acera. Lo reconocerás fácilmente porque lleva la larga barba postiza de color azul marino. —Sí, maestro.

Y ambos nos pusimos a espiar la calle. Pronto noté mi sangre congelada al oír a Sherlock decir:

—¡Ahí está!

Y al ver a un hombre hercúleo y de poblada barba azul marino avanzar hacia la sombrería:

—Ahora entra…—musitó Holmes. Pero en seguida gruñó:

—¡Diablo! Se arrepiente… No entra… ¡Se va! Sin duda recela algo… ¡Vivo, Harry! ¡Vamonos detrás de él! Si le perdemos de vista, estamos perdidos como el «Titanic»…

Comenzó la persecución, que al punto se convirtió en carrera. Contra su costumbre, Sherlock iba echando juramentos. Yo iba echando el bofe.

En Finsbury Circus, el barbudo azul marino se coló de rondón en una casa y Holmes y yo quedamos en la acera igual de absortos e inmóviles que dos vendedores de plátanos sin clientes.

—¿Qué hacer?

—¿Qué hacer? ¿Y tú lo preguntas? ¡¡Hay que subir!!—rugió rabiosamente Sherlock Holmes.

Le obedecí de nuevo, hecho polvo insecticida, y él me siguió. Avanzamos como dos fieras; subimos dos pisos (a piso por fiera) y entramos en una estancia donde, al lado de una caja de caudales sin cerradura, se hallaba el hombre de la barba.

—¡Date preso!—gritó Holmes.

—¡¡Atrás!! —clamó el hombre con voz maldita mientras nos apuntaba a los ojos con un revólver.

Y antes de que nos diéramos cuenta, desapareció por una puerta que se abría en la pared y que servía para entrar y salir.

Le seguimos de nuevo; sonó un tiro, y al hollar la habitación inmediata, que aparecía en un desorden soviético, y donde, sin duda, se había cometido el crimen, ya sólo pudimos asistir a la agonía del criminal. Antes de arrearse el tiro, se había quitado la barba, que yacía sobre la mesa.

LAS EXPLICACIONES FINALES

Dos días después, fumando ambos ante la chimenea de Baker Street, Holmes me explicó todos sus trabajos en el misterioso asunto.

—La clave de todo—dijo—me la dio la tienda de sombreros, donde, como tú verías seguramente, había un letrero diciendo: Especialidad en sombreros de pelo azul marino. Calculé en seguida que lo que el asesino buscaba en su víctima era la barba azul marino que lucía el ídem asesinado y que el criminal pensaría vender en la tienda con destino a la fabricación de sombreros. Asesinado el marino, el criminal le afeitó; arregló la barba (y por eso pude asegurar que era un peluquero) y se la puso, para disimular, hasta que llegara el momento de venderla. Luego hizo desaparecer el cadáver, cortándolo en trocitos y metiéndolos en el cajón. Lo que me quedaba a mí que hacer era fácil; espiar el momento en que el asesino fuese a la tienda a vender la barba, y detenerlo.

—¿Y cómo pudo usted asegurar que la víctima faltaba de Londres hacía años?

—Porque, de haber vivido en Londres, habría estado enterado de que podía vender su extraña barba en la tienda de Oxford-Street, y habría ido él mismo a hacer el negocio.

Yo, como siempre, y como era mi obligación de ayudante, estaba maravillado. Aun así le dirigí a Holmes la última pregunta:
—¿Y de quién son los otros dos pies que hemos visto, el tercero del cajón, y el enterrado en el campo?

Holmes no me contestó.

Quedó mirando con fijeza la lumbre de la chimenea y respiró nostálgico.

—¡Qué ganas tengo de que llegue el verano para ir a pescar bacalao a Escocia!

Y en aquella actitud permaneció hasta la salida del último tren de la tarde.

Fuente: El Libro del Convaleciente (inyecciones de alegría para hospitales y sanatorios)

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