Una cartera llena de relojes

Una cartera llena de relojes

Una cartera llena de relojes

El joven Miguel trabajaba en una relojería. Aunque era un simple aprendiz, su jefe le tenía tanta confianza que lo envió a la capital a recoger una importante remesa de relojes de oro. En el viaje de vuelta, Miguel cabalgaba a todo galope. Tenía miedo, pues sabía que los caminos no eran seguros. Temía que le robasen la cartera llena de relojes de oro que llevaba colgada de la silla de montar, aunque lo que más le asustaba era perder la vida a manos de un bandido. A su alrededor, los árboles proyectaban sombras fantasmagóricas, y ya no quedaba más luz en el cielo que un puntito de sol sobre el horizonte.

De pronto, en el camino se cruzó un hombre a caballo. Miguel sintió que las piernas le temblaban. Comprendió que no tenía más remedio que detenerse, así que tiró de las riendas. Inconscientemente, miró de reojo la cartera donde iban los relojes.

—¡Baja del caballo o disparo! —ordenó el desconocido.

—¡Tranquilo! —dijo Miguel—. ¡Ahora mismo bajo!

Cuando Miguel saltó del caballo, el bandido le gritó:

—¡Dame tu reloj!

Miguel obedeció sin rechistar. Sacó su reloj del bolsillo y se lo tendió al bandolero.

—¡Ahora dame todo el dinero que lleves encima!

Miguel vació sus bolsillos, y le entregó al salteador todo el dinero que llevaba. «Ojalá se vaya de una vez», pensó. Miguel sólo tenía una idea en la cabeza; que el bandolero no le pidiera la cartera donde iban los relojes de oro. Pero la suerte no lo acompañó. De pronto, el ladrón reparó en la cartera y se puso a gritar:

—¡Ahora quiero esa cartera que llevas colgada de la silla! ¡Y no hagas movimientos bruscos, o disparo!

Miguel sintió un escalofrío en la espalda. A regañadientes, desató la cartera y se la entregó al salteador. El ladrón la abrió con el único propósito de meter en ella el reloj y las monedas que acababa de robarle a Miguel, pero, cuando vio lo que había dentro de la cartera, sonrió de oreja a oreja. Entonces, Miguel se dirigió al ladrón con el mayor respeto y le dijo:

—Señor, esos relojes de oro no son míos: he ido a la ciudad a recogerlos por encargo de mi jefe. No dejo de pensar que, cuando vuelva a la relojería donde trabajo, mi jefe pensará que he sido yo quien se ha quedado con los relojes, y me molerá a palos. Es probable incluso que me denuncie ante la policía y me ahorquen por ladrón. ¡Será toda una vergüenza para mis padres!

—¡Y qué quieres que haga yo!

—Tiene que quedar claro que me han robado. ¡Ayúdeme, por favor!

—¿Qué te ayude? —preguntó el salteador, algo desconcertado—. ¿Y qué quieres que haga?

—Que dispare a mi ropa, para que mi jefe vea que no tuve más remedio que entregar los relojes. Tiene que parecer que me he resistido hasta el final. Por favor, dispare unas balas contra mi sombrero. Así parecerá que me he escapado por los pelos…

—Si eso es lo que quieres —sonrió el ladrón—, lo haré con mucho gusto.

Entonces, Miguel se quitó el sombrero y lo dejó colgando de su mano, lo más separado posible del cuerpo. El salteador, al que le divertía mucho aquella situación, disparó alegremente contra el sombrero. Luego, Miguel volvió a ponérselo y dijo:

—¡Dispáreme también en el abrigo, y así mi jefe no podrá dudar de que me he enfrentado a todo un ladrón!

Dicho y hecho. Miguel se quitó el abrigo y lo sostuvo con una mano, a cierta distancia de su cuerpo, y el salteador volvió a disparar unas cuantas balas. Cuando acabó, Miguel señaló una parte del abrigo y dijo:

—Un disparo más aquí, en el bolsillo.

Entonces, el salteador apretó el gatillo de la pistola, pero todo lo que se oyó fue un pequeño «clic». Había disparado tantas veces que ya no quedaba ni una sola bala en el cargador. Sin perder un segundo, Miguel tiró el abrigo contra la cara del ladrón, le arrancó la cartera de las manos, montó en su caballo y se alejó a todo galope.

Cuando Miguel llegó a la ciudad y contó lo ocurrido, su jefe rió de buena gana y dijo:

—Está claro que la astucia puede más que la maldad.

Luego, el relojero le entregó a Miguel una buena recompensa, además de un abrigo y un sombrero nuevos. Y, desde aquel día, los dos tuvieron una buena historia que contar a todo el que quisiera escucharla.

Peninnah Schram
El rey de los mendigos y otros cuentos hebreos
Barcelona, Editorial VICENS VIVES, 2012

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El Proyecto CUENTOS PARA CRECER consiste en la publicación de relatos destinados en especial a niños y adolescentes, así como a todos los que encuentran placer en la lectura.

Debido al tipo de historias ofrecidas, este proyecto permite reflexionar sobre una serie de valores considerados esenciales para el desarrollo del carácter, como la tolerancia, la solidaridad, el espíritu de diálogo y la honradez, proporcionando además un valioso instrumento de aprendizaje.

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