Oh, Parvardigar

Epifanía en Roma

Conversaciones con mis nietos

Arsenio Rodríguez

La inmensa bóveda pretendía imitar la cúpula que forma la curvatura del planeta. El artista,o los artistas, con gran delicadeza labraron en ascendente, en figuras de ángeles y madonas, los marcos del altar en el centro de aquel espacio reverencial. El coro cantaba himnos en latín, en voces que hacían eco en las paredes y en la historia, reverberando memorias de aquel amor que pasó tan silenciosamente entre nosotros. En pompa e himno, los colores rojos de las casacas de los celebrantes se movían en ceremonias de recuerdo, símbolos, codificaciones de eventos, que sólo tenían significado por el Silencio y las palabras de aquel amor, de aquellos momentos sagrados de convivencia.

Los ojos vivos del cardenal al centro de la ceremonia, su cara redonda, su piel de ébano, su momento, su propia historia humana de logros y ascensos, reflejada en su sonrisa sincera, eran más certeros en evocar la primavera del paso entre nosotros, de aquella luz verdadera, que todos los cánticos de piedra, voz y ritual, manifestados en aquella mañana particular, en la catedral que se alzaba en aquel punto del planeta, dentro del templo del universo.

Adentro, viajé hacia otro espacio. Donde un hermano en ropas casuales se sentaba en el suelo, en un rústico aposento, a recordar el último paso del Silencio. Recordaba las flores ofrecidas en colores diversos, las miradas encendidas como candiles de luz interior, los abrazos, ecos de sus abrazos, la sencillez de la forma, el canto de los pájaros como himnos, en aquella transparencia que evocaba amor, más que reverencia, que evocaba cariño, más que adoración.

¿Por qué el silencio nuevo se nos escapa y el silencio antiguo es recordado mediante ruidos de pompa y separación?

Caminé por las calles de esa Roma moderna, casada con una antigua, donde verdaderos milagros con pies y ojos recorrían en bandadas cada esquina, asombrados ante un pasado en piedra, mientras se olvidaban de sus 300 trillones de milagrosas células, de su amor, de este universo que canta cada segundo, de esta infinita procesión de vida hermosa viviendo en tantos.

Allí, de pie bajo la cúpula mayor de la Basílica de San Pedro, nombrada en honor de aquel hermano antiguo, que como el nuevo se entregó por completo a servir al Amor en su paso encarnado entre nosotros, allí entre casacas rojas, cantos en latín, y oraciones repetidas en voz alta, pompa y forma, allí estabas tú detrás de cada piedra y escultura, escondido, travieso y siempre vivo en cada uno, cantándote a ti mismo en cada himno, rezándote en cada rezo, buscándote y escondiéndote en todos y en ninguno.

Allí en la cúpula de aquella catedral, entre cardenales y obispos oficiantes, entre ceremonia y suntuosidad me acordé de tu último pasar. Y musité entre dientes, tus muchos nombres de siempre, los que te damos al sentirte de vez en cuando por aquí. Y se me escapó de los labios una antigua oración:

«Oh, Parvardigar, protector y preservador de todo, tú no tienes principio ni final estas más allá de la dualidad, eres incomparable y nadie puede medirte, no tienes color, ni expresión, ni forma ni atributos..».

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