Carlos Revilla Maroto
Llamar a Chaves el “Mini-Me” de Trump no es solo una metáfora graciosa, es una descripción política. La referencia no es gratuita, el apodo de “Mini-Me” proviene de la saga cómica de Austin Powers, una parodia del cine de espías creada por el comediante Mike Myers en los años noventa. En ella, el villano Dr. Evil tiene un clon idéntico en todo… excepto por el tamaño y el ridículo. “Mini-Me” es su versión miniatura, grotesca y exagerada. Un eco sin sustancia. Algo así —y sin el más mínimo humor— es Rodrigo Chaves respecto a Donald Trump.
Es así como entonces vemos, que como el personaje de las películas de Austin Powers, Chaves copia gestos, frases y actitudes de su “modelo”, pero lo hace de forma exagerada, ridícula y casi caricaturesca. Donde Trump tiene un aparato, un show mediático y una maquinaria ideológica (por defectuosa que sea), Chaves improvisa, vocifera y se victimiza. Es el imitador que no entiende del todo qué está imitando.
A continuación algunas comparaciones:
Trump se presenta como el empresario anti-establishment que viene a “drenar el pantano” de Washington. Rodrigo Chaves, por su parte, se vende como el tecnócrata ajeno a la “partidocracia”, decidido a romper con los vicios del sistema. En ambos casos, el mensaje es el mismo: yo soy el único salvador frente a una clase política corrupta. Pero ese discurso no se traduce en políticas que fortalezcan la democracia, que va, sino en estilos personalistas, confrontativos y una progresiva concentración de poder.
Uno llamó “animales” a inmigrantes, el otro “basura” a periodistas. Trump normalizó el lenguaje sexista, xenófobo y agresivo. Chaves hace lo propio, a escala local, con insultos constantes, burlas y desdén por las normas del debate democrático. Esta forma de hablar, lejos de ser espontánea, es parte de una estrategia, cual es mostrarse “auténtico” frente a la “hipocresía” de lo políticamente correcto. Pero detrás de esa pose de franqueza hay un desprecio real por la convivencia y el respeto.
Ambos líderes tienen una obsesión con la prensa crítica. Trump habla de los medios como “enemigos del pueblo” y promueve la idea de las “fake news” (noticias falsas) como una amenaza existencial. Chaves sigue ese mismo libreto al descalificar medios como La Nación, Monumental y otros, acusándolos de tener agendas ocultas o estar al servicio de intereses oscuros; incluso acuño el termino de “prensa canalla” para referirse a los medios que lo critican. Pero, mientras Trump cuenta con un aparato mediático paralelo como Fox News o Newsmax, Chaves se contenta con una burbuja de redes sociales y conferencias donde él impone las reglas.
Trump intenta forzar instituciones para perpetuarse en el poder. Chaves aún no ha llegado a esos extremos, pero ha mostrado un patrón preocupante debilitando organismos fiscalizadores, atacando al Tribunal Supremo de Elecciones, ignorando la transparencia, y gobernando por decreto cuando puede. No necesita abolir la democracia, basta con erosionarla poco a poco, mientras dice que actúa en nombre del pueblo.
Al igual que Trump, Chaves ha construido una figura personalista que busca reemplazar a las instituciones. Su narrativa no promueve una visión de país articulada, sino una fe ciega en su persona: “yo tengo la razón”, “yo tengo el plan”, “yo soy el pueblo”. Sus seguidores no discuten políticas, repiten eslóganes. Y como en todo culto a la personalidad, la crítica no se tolera; se castiga con insultos, burlas o descalificaciones. Esta lógica paternalista —más propia de caudillos del siglo XIX— erosiona el pluralismo democrático y convierte la política en un espectáculo de lealtades.
Puede que muchos vean a Chaves como una figura excéntrica, incluso ridícula por momentos. Esa percepción —que también jugó un papel en subestimar a Trump— es peligrosa. El hecho de que provoque memes, burlas o incredulidad no lo hace inofensivo. Al contrario, en tiempos de desafección política y crisis de representación, ese tipo de figuras encuentra terreno fértil. Y mientras nos reímos de sus exabruptos, avanza en su proyecto de desinstitucionalización, debilitando contrapesos y normalizando el abuso de poder.
Chaves no es una nueva especie política, sino un reflejo deformado de una ola populista que recorre el mundo. Al igual que otros líderes de este corte, basa su poder en el resentimiento, el espectáculo y la erosión institucional. Pero su tragedia —y la nuestra— es que ni siquiera lo hace bien. Porque si Trump ya era un problema para el mundo, su versión costarricense es una mala parodia: un “Mini-Me” tropical que nos debería preocupar, no por su originalidad, sino por su capacidad de dañar la democracia fingiendo salvarla.