Los micrófonos de Monseñor Romero

El Santo y la radio

Por Carlos A. Villalba

Romero

(…) mis venas no terminan en mí,
sino en la sangre unánime
de los que luchan por la vida,
el amor,
las cosas,
el paisaje y el pan,
la poesía de todos.

Roque Dalton, poeta salvadoreño,
(14 de mayo 1935 – ejecutado el 10 de mayo de 1975)

Aquel sábado, Cruz Meléndez se levantó antes que el sol. Tenía que preparar el desayuno para 28 jóvenes de entre 12 y 20 años, para dos religiosas, una enfermera, un jardinero y para el padre Octavio Ortiz, encargado del retiro espiritual de ese fin de semana en la casa de oración El Despertar, en el pueblo salvadoreño de San Antonio. Y para ella misma, la costurera que ese día haría de cocinera.

Eran las 6 de la mañana del 20 de enero de 1979 y “la doña” tenía el trabajo avanzado: frijolitos, arroz, huevos a la mano, para “patearlos” en un instante, la natilla sobre la mesada… Decidió iniciar el trabajo de limpieza de las mesas del salón principal. No sería extraño que sus oraciones silenciosas la aislasen hasta del canto de los pájaros que, en ese lugar, anidan a 2500 metros de altura.

Sin embargo, un estallido como de volcán la hizo trastabillar. Tembló, alcanzó a ver que el portón de entrada se astillaba, destruido por una tanqueta de la Guardia Nacional. Se horrorizó con el grupo de soldados que lo ocupó todo, el espacio, la vida entera, para instalar la muerte en medio del griterío de la muchachada que todavía bostezaba.

Octavio, de 34 años —ordenado sacerdote por Monseñor Oscar Arnulfo Romero el 9 de marzo de 1974—, salió corriendo de su cuarto, sólo alcanzó a preguntar “¿qué pasa?” cuando un balazo le reventó el pecho y el blindado le pasó por “encima de la cara y lo desfiguraron”, como contaría la costurera que pensaba alimentarlo, a él y a los otros cuatro asesinados, dos de 16 y dos de 22 años que, en lugar de las “armas” imaginadas por el escuadrón de la muerte, empuñaban guitarras y cancioneros católicos.

Al enterarse de la masacre, sus detalles, de las edades, de las paredes encharcadas de rojo, del cuerpo de su discípulo “en el suelo, encima de la sangre que salía de su cabeza”, el arzobispo de San Salvador quedó conmocionado.

Dos años antes, el 12 de marzo de 1977, los escuadrones habían emboscado y ametrallado al padre Rutilio Grande y a sus acompañantes, Manuel Solórzano de 72 años y Nelson Rutilio Lemus de 16. Iban a celebrar la misa vespertina de la novena de San José en el municipio de El Paisnal. Fue el arranque de la campaña “Haga patria, mate un cura” que le costaría la vida a medio de millar de religiosas y religiosos y de mártires anónimos asesinados por predicar la fe católica.

Grande fue uno de los jesuitas responsables de la organización de las Comunidades Eclesiales de Base y de la formación de sus líderes campesinos, actividades despreciadas y perseguidas por las “14 familias” dueñas del “Pulgarcito de América”, aquella oligarquía cafetalera, hoy transmutada en transnacionales basadas en el capital financiero inglés, estadounidense, colombiano o canadiense. Fue amigo, confidente y muy influyente en la forma de concebir a la iglesia que desarrollaría Oscar Arnulfo Romero que, hasta el día mismo del crimen de su mentor había estado “ciego y del lado de los ricos”. “Me había olvidado que el evangelio nos pide estar al lado de los pobres, y no viviendo en el palacio”, decía quien también recorrería el camino del martirio, después de considerarse un “converso” gracias a Rutilio, a quien colocaba en el altar de sus propios santos.

Además de conmocionarlo, aquella matanza fue la gota que colmó el vaso de su paciencia hacia los poderosos, a quien había llegado a representar en el sillón más elevado de la jerarquía religiosa salvadoreña, con la confianza del Vaticano, educado en sus costumbres y sus vicios burocráticos, imaginado por las jerarquías como alguien que podría constituir un freno a la actividad de compromiso con los más pobres que desarrollaba la Arquidiócesis. El sector renovador de la iglesia, por el contrario, esperaba el nombramiento de Monseñor Arturo Rivera y Damas, a quien veían como un sacerdote más comprometido con los pobres y opuesto a los gobiernos de los poderosos.

La “Masacre de El Despertar” aceleró la ruptura de Romero. Los guerrilleros, por ejemplo, en los años en que el cronista recorría aquellas rutas, asociaban la postura frontal adoptada por el arzobispo con aquel hecho criminal registrado en una casa de retiros espirituales donde chicas y chicos reflexionaban sobre el cristianismo. Iniciaban un camino que, seguramente, los conduciría a denunciar las injusticias terrenales.

Es que, aquella mañana de enero, “los monstruos verdes” habían “invadido el paraíso”, como lo ilustró con su pincel de reportero Abelardo “el Negro” Plá —desaparecido después de semejante descripción—, impactado por aquellas imágenes, con “algunos de los cadáveres colocados en el techo para asegurar que desde ese lugar atacaron a los militares”.

A las 11 de la noche del propio día de la masacre, los muertos de El Despertar reposaban en la Catedral. Monseñor Romero pronunció un responso en su honor ante un templo tan repleto como indignado. Ordenó que todos los sacerdotes suspendieran sus horarios del día siguiente para asistir a la misa de las 8 de la mañana en la que denunció los sucesos en su homilía, multiplicada por miles de parlantes radiofónicos gracias a las ondas de la emisora del arzobispado, la YSAX.

La voz de los que no tienen voz

La indignación del arzobispo recorrió el país gracias a la transmisión. Frente a más de 100 clérigos, decenas de monjas y laicos y centenares de personas que obligaron a celebrar el oficio en la calle, estremeció las conciencias de una plaza repleta al remarcar que “El pobre Octavio murió con la cara ´apachada´. ¿Qué le pasó encima? No lo sabemos, pero el médico dice que ‘murió de un aplastamiento’. Para arreglarlo en la funeraria Auxiliadora tuvieron que hacer grandes esfuerzos, no pudieron dejarlo como era. Octavio ya se transformó, porque dio su cara por Cristo.”. Usó la palabra “patzoa”, derivada del náhuatl, para describir aquel rostro aplastado por la tanqueta.

Durante las décadas de 1970 y 1980, la emisora transmitió la misa dominical en directo desde la iglesia principal de El Salvador; se convirtió en el parlante de la voz de Romero a partir de su asunción como Arzobispo de San Salvador el 22 de febrero de 1977 y hasta la última de sus homilías, el 23 de marzo de 1980, aquella en la que expresó su compromiso máximo e inició el conteo final del disparo que lo asesinaría al día siguiente. Esa mañana rogó y exigió “En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”

Tierra de volcanes

El horizonte se hizo de fuego en el atardecer salvadoreño del 22 de enero de 1932 cuando el volcán Izalco, Faro del Pacífico, iluminó todo al compás del retumbar del estallido de sus entrañas; así lo afirman esos recuerdos que captan lo que no siempre atesora la maquinaria tecnológica. Fue la señal… indígenas, campesinos, los marginados de todo tipo… explotaron. Atacaron cuarteles, guarniciones, oficinas gubernamentales, casas de terratenientes y comerciantes, de capataces. Fueron contra todo lo que no los dejaba vivir, contra lo que mataba a sus hijos, de hambre, de enfermedades, de esclavitud, violadores y esclavistas.

“La gente con que hablé me dijo que aproximadamente el 90 por ciento de la riqueza del país la posee el 0.5 por ciento de la población; entre 30 o 40 familias son propietarias de casi todo el país. Viven con esplendor de reyes, rodeados de servidumbre, envían a sus hijos a educarse a Europa o Estados Unidos y despilfarran el dinero en antojos. El resto de la población prácticamente no tiene nada.”. La descripción no es del cronista del presente ni es la de un analista perspicaz y consciente del pasado, es la contundencia de un apunte del agregado militar de los Estados Unidos en El Salvador en 1931, el mayor A.R. Harris. Al arribar al país centroamericano quedó impactado porque “una de las primeras cosas que se observa cuando uno llega, es la abundancia de automóviles de lujo que circulan por las calles. No parece que exista nada entre estos carísimos vehículos y la carreta de bueyes guiado por el boyero descalzo”.

Traducido a términos estadísticos, los dueños de aquella riqueza constituían un mínimo 0,2% de la población, eran propietarios de la mayor parte de los 22.000 km cuadrados de extensión del país, dedicado básicamente a la producción de café, y cubría más del 80% de sus exportaciones a Alemania y Estados Unidos. Para el 95% restante del millón y medio de habitantes no quedaba nada. Vivían en la miseria absoluta, unos pocos conchabados como obreros en las ciudades y más del 80% aguantando, viviendo en el campo: jornaleros, campesinos, indígenas. Fueron los que estallaron al ritmo de la desesperación… y del Izalco.

Apenas un mes y medio antes había caído un gobierno encumbrado gracias a la promesa de reparto de tierras entre esos desheredados, que jamás cumplió. El golpe entronizó a “El Brujo” Maximiliano Hernández Martínez, un general de brigada esotérico para quien era “bueno que los niños anden descalzos. Así reciben mejor los efluvios benéficos del planeta, las vibraciones de la tierra. Las plantas y los animales no usan zapatos”, como lo cuenta en una de sus “Historias prohibidas del Pulgarcito” Roque Dalton, máximo poeta de su país, una de las mejores plumas continentales y fundador de las Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional salvadoreña (RN).

Los golpistas convocaron a elecciones y fueron sorprendidos por algunas victorias municipales del comunismo; ocultaron su fracaso tras denuncias de fraude y empujaron las llamas de una pradera seca, hambreada, ya decidida a levantarse en armas contra la injusticia y la muerte.

Tierra de pelea

En 1980 El Salvador era otro país. La misma desigualdad, las mismas familias del poder, iguales padecimientos, semejante represión, crimen, tortura. Sin embargo, medio siglo después, con distinta organización popular, barrial, campesina, estudiantil, eclesial de base y, tremenda diferencia, grupos político militares de enfrentamiento directo con el ejército y la guardia civil, dos estructuras apoyadas por los Estados Unidos de Reagan y sus dictaduras sudamericanas encabezadas por la Argentina de José Alfredo Martínez de Hoz y Jorge Rafael Videla.

El 19 de diciembre de 1979 se formó la Coordinadora Político Militar, integrada por las Fuerzas Populares de Liberación Farabundo Martí (FPL), la Resistencia Nacional y el Partido Comunista Salvadoreño (PCS); meses después se sumaría el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). El 10 de octubre de 1980, nacería de modo formal el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Pero esta crónica no llega hasta ahí, la interrumpen, siempre a balazos, otros acontecimientos.

Tras el primer paso unitario de las estructuras político militares, el 11 de enero de 1980 se crea la Coordinadora Revolucionaria de Masas (CRM), integrada por el Bloque Popular Revolucionario (BPR), relacionado con las FPL; el Frente de Acción Popular Unificado (FAPU), también creación de Roque Dalton; las Ligas Populares 28 de Febrero (LP-28), articuladas con el ERP; la Unión Democrática Nacionalista (UDN), relacionada con el PCS, y otros espacios sociales, políticos, estudiantiles, campesinos y de “señoras de los mercados”.

Su presentación pública fue la marcha más multitudinaria jamás vista en El Salvador, once días después de su creación y en conmemoración de las matanzas de 1932. El conteo conservador habló de 250 mil personas sobre un total nacional de 4,5 millones de habitantes, otras observaciones duplican la cifra. La presencia de unos 10 mil manifestantes armados, a los costados, protegiendo a las columnas con fusiles apenas disimulados bajo envolturas de cartón, mostraron el nivel organizativo del pueblo en aquel momento y el apoyo popular hacia sus organizaciones.

Cuando la marea atravesó el frente de la Catedral, comenzó la lluvia de balas disparadas desde las azoteas del Palacio Nacional y de los edificios cercanos. Los francotiradores tiraban a destajo, los silbidos de la muerte que buscaban cuerpos zumbaban en los oídos del cronista que caminaba con su grabador junto a la cabeza de la manifestación integrada por militantes del FAPU, la organización a la que, después de largas discusiones le cupo “el honor” de hacer punta en una marcha que, era sabido, terminaría en masacre. Los silbidos se escuchaban cercanos, rozaban las cabezas; no lograba detectar el origen, solo el punto de llegada donde reventaba el polvo de ladrillo cuando los proyectiles pegaban contra alguna pared, sobre la calle o en el desplome de un cuerpo ensangrentado y del siguiente…

—Monseñor, esos disparos no son de soldados—le aseguraron a Romero desde la Presidencia. Nos han garantizado que se cumplió nuestra orden de que no hubiera ningún agente de seguridad ni ningún soldado en el camino.

— Pero hay gente en catedral que los está viendo disparar desde el Palacio Nacional…

— No puede ser, Monseñor.

Sin embargo, pudo ser. Y lo registró en su diario: “A la altura del Palacio Nacional se inició un tiroteo que desbandó esta preciosa manifestación, que era una fiesta del pueblo”. Por radio informó que los “reporteros que estaban presentes en los hechos y muchos testigos, señalaban que los guardias que estaban en el balcón del Palacio Nacional habían tiroteado la muchedumbre”. Nunca se supo la cifra de muertes, se habla de 50, se dice que 70, que muchos más…

Cuando logró zafar, sobre todo de las redadas que capturaban sin límite a quienes encontraban en las calles, el cronista regresó a la Catedral. El portal era un charco de sangre, parecía baldeado con pintura roja. Adentro, seis, siete cadáveres, “los muertos más muertos que vi en mi vida”, contaría después de observar aquellos rostros estallados a causa de las balas perforadas, calibre 7.62 mm, de los fusiles G3 alemanes que usaba la Guardia.

Ahí lo conoció. Habría unos 15 familiares alrededor de un hombre no muy alto con los hábitos arzobispales. Se acercó bajo el impacto que le causaban los cadáveres, la sangre… Sin embargo, la impresión que provocaba tanto cuerpo hecho trizas, tanto pueblo masacrado, se le fue escurriendo; el ambiente no era de gritos, de desencaje, de velorio de masacre… Más bien se respiraba paz, una paz —si fuese posible atreverse a expresarlo en momentos como ese— casi optimista en medio de tanta muerte. Monseñor Romero les hablaba de la importancia de morir por algo, de entregarse por los demás, por cambiar las cosas. El periodista no atinó a grabar; apenas sacó un par de fotos, pésimas, un saludo en sordina, como pidiendo perdón, un intercambio de datos para encontrarse después, mascullando una dirección.

La situación era grave en San Salvador, miles de manifestantes buscaron cobijo en el campus de la Universidad. El Ejército, desplegado en los alrededores no dejaba salir a nadie y amenazaba con ingresar, con el pretexto de que escondían armas; hubo efectivos que llegaron hasta el cafetín de la Asociación General de Estudiantes Universitarios Salvadoreños (AGEUS) y tiraron rafagazos contra los refugiados.

La masacre podía llegar a niveles de genocidio, antes… llegó Romero, aquel que trasformaba en práctica cada prédica bíblica. Puso el pecho, defendió a los desprotegidos, encaró a los uniformados y fue tan sencillo como rotundo: “Toda la gente va a salir”, dictaminó. Y salió.

Así terminó la jornada. Los reporteros fueron hasta sus hoteles, escondieron los rollos de fotos en los gabinetes de los aires acondicionados, hicieron sus despachos de prensa, durmieron, al día siguiente sacaron el material, valioso para que el mundo viese con ojos propios lo que allí pasaba, y abandonaron el país.

El micrófono que les ganó a las bombas

Pocas semanas después, el Arzobispo ya no pudo transmitirle el mismo consuelo a su pueblo, fue cuando un esbirro del entonces capitán Roberto D’Aubuisson lo asesinó; eran las 5 de la tarde del 24 de marzo de 1980. Antes de concretar el magnicidio, el 18 de febrero, el creador de los escuadrones de la muerte y su Unión Guerrera Blanca (UGB) dinamitaron aquella emisora que el sacerdote usó como nadie y convirtió en guía y canal informativo de los que no tenían voz. También fue un lunes. El día anterior, como cada domingo, Romero pronunció su homilía, esta vez desde la basílica del Sagrado Corazón que por esos días reemplazaba a la Catedral, ocupada por “gente pobre que viene huyendo de aquellos cantones donde no pueden regresar porque los persiguen y quienes no pueden refugiarse en un templo tienen que andar huyendo por los montes”.

Aquella mañana explicó que “Hay pobres…, gente con hambre, que llora, porque hay ricos y la pobreza es contraria a la voluntad del Señor y las más de las veces (aparece) como fruto de la injusticia y del pecado de los hombres”. Señaló a quienes “amontonan violencia y despojo en sus palacios, los que aplastan a los pobres, los que hacen que se acerque un reino de violencia acostados en camas de marfil, los que juntan casa con casa y anexionan campo a campo para ocupar todo el sitio y quedarse solos en el país“. Con el evangelio en la mano apuntó hacia “vosotros los ricos, los que estáis saciados, porque tendréis hambre ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!”

Al aterrizar el compromiso de su “opción preferencial por los pobres” en los “hechos de esta semana”, como lo hacía semana a semana, afirmó que “el actual Gobierno carece de sustentación popular, sólo está basado en las Fuerzas Armadas y en el apoyo de algunas potencias extranjeras”. No se privó de criticar “la noticia de que el Gobierno de Estados Unidos esté estudiando la manera de favorecer la carrera armamentista de El Salvador, enviando equipos militares y asesores para ´entrenar a tres batallones salvadoreños en logística, comunicaciones e inteligencia´”. Sin intermediarios, le habló al presidente Jimmy Carter para enrostrarle su apoyo a la junta militar democristiana gobernante, porque “agudiza sin duda la injusticia y la represión en contra del pueblo organizado, que muchas veces ha estado luchando porque se respeten sus derechos humanos más fundamentales”. Le pidió, “como salvadoreño y Arzobispo de la Arquidiócesis de San Salvador”, que se “prohíba esta ayuda militar al Gobierno salvadoreño” y “garantice que su gobierno no intervenga directa o indirectamente con presiones militares, económicas, diplomáticas, etc.”.

***

— ¿Y ahora qué podemos hacer?

— Hay que hacer algo, ¡ y pronto!

— ¿Por qué no funciona?

La ansiedad de Monseñor Romero iba en aumento ante los reportes que le llegaban sobre los daños irreparables del transmisor de “su” radio, viejo y con problemas aún antes de yacer bajo los escombros del terrorismo paraestatal, que ya no toleraba un relato tan descarnado de la situación salvadoreña.

Era consciente de la importancia de su mensaje; sus colaboradores cuentan su impaciencia al tener la emisora fuera del aire, dicen que “se sentía ´renco´, manco, mudo”, ante las semanas por delante que debían transcurrir hasta que se pudiese volver poner en marcha ese canal de doctrina e información.

El 24 de febrero, primer domingo de Cuaresma de 1980, Monseñor Romero no pudo multiplicar su mensaje a través de la radio dinamitada. No se calló y aprovechó “para protestar enérgicamente por este nuevo acto represivo que no es sólo contra la Iglesia, sino que va directamente contra el pueblo… ya que los autores de este atentado lo que quieren evitar es que el pueblo conozca la verdad, que tenga criterio para juzgar lo que está sucediendo en el país y llegue a unirse para decir en definitiva: ¡Basta ya!, que ponga fin a la explotación y dominación de la oligarquía salvadoreña…”

Se sorprendió ante las decenas de grabadores pegados a las bocinas de la basílica que amplificaban su palabra; serían los casetes que se usaban por ese entonces los que la trasladarían a los barrios y los pueblos del interior del país, donde la radio convertía a los patios o los ranchos más humildes en verdaderas capillas donde familias enteras seguían la misa con unción de presencia y veneración ante la voz de su “profeta”.

Pocos meses antes, en el interior del país, una imagen se había estampado para siempre en las retinas del corazón del cronista. Contra la pared del fondo estaba la radio, la onda va y viene; es la hora, la misa comienza, el rancho se convierte en templo y la charla en concentración total cuando el pastor arranca su homilía y lee el parte de situación, con centenares de mujeres y hombres del pueblo masacrados cada semana y un par de decenas de militares caídos en combate. Termina el recuento y Monseñor explica, habla de injusticia, habla de derechos, orienta, encamina.

Antes, la dueña de casa había corrido el trapo/puerta/cortina para invitar a la única pieza. Los colchones ya arrastrados contra las paredes y a disposición la pila de las pupusas más ricas del mundo, con sus rellenos de frijolitos, quesillo, algún chicharrón.

Los pájaros revoloteaban sobre los árboles que rodeaban el rancho. El visitante no los sabía identificar, apenas había memorizado que el cenzontle anuncia la hora de dejar las camas y arrancar la jornada y, también, se encarga de pedir lluvias en medio de la sequía.

Radio Noticias del Continente (RNC)

Una semana después, el 2 de marzo, los feligreses se sorprendieron al ver que un monaguillo sostenía el auricular de un teléfono junto al rostro del arzobispo, como siguiendo los movimientos de su boca y arrastrando un cable de 50 metros que los técnicos de la emisora destruida habían preparado ante la urgencia de su mentor.

Desde el altar, Romero explicó: “Quiero expresar también un agradecimiento muy grande a la solidaridad que en forma tan abundante sigue llegando con motivo del atentado contra nuestra emisora YSAX. Ya he expresado mi gratitud para esta emisora que está transmitiendo hoy, Radio Noticias del Continente (RNC), de Costa Rica… También, sobre todo, me agrada la forma espontánea con que su representante aquí en El Salvador acudió a prestar un auxilio, mientras que muchas de nuestras emisoras de El Salvador se han dejado vencer del miedo… Yo comprendo, y no los culpo, el riesgo de servir a la verdad en un mundo donde se paga mejor la mentira…”

A los pocos minutos de producido el atentado, el corresponsal de la radioemisora de onda corta costarricense con la que Montoneros rompió el cerco informativo tendido por Estados Unidos y sus dictaduras sobre Latinoamérica y el Caribe, informó del suceso a los responsables periodísticos en San José quienes le pidieron que expresara su solidaridad al arzobispo y, sin demasiada expectativa, le indicaron que ofreciese el servicio de sus ondas para transmitir en directo las homilías dominicales.

Antes de una hora el teléfono volvió a sonar en las oficinas de RNC, sus directores sintieron el impacto de saber que Romero no solo agradecía el gesto sino que pedía arrancar “lo antes posible”. Sería el primer domingo de marzo, cuando su palabra se escuchase en todo El Salvador “y de ahí a Centroamérica y llegaba hasta Colombia y Venezuela. Nos internacionalizamos, pues”, como explican, con orgullo, los técnicos que hicieron el “enlace muy artesanal”. Bromean al recordar que el “monaguillo tenía que sostener el auricular tanto rato que se le dormía la mano, con aquellas homilías que hacía, que eran de hule…”, se estiraban como la goma.

Otro protagonista de esta historia es, precisamente, aquel corresponsal, Demetrio Olacilegui, quien también representaba a la agencia estadounidense UPI; de origen panameño, llegó a tener una relación fluida con Romero y en aquellas jornadas tensas, de guerrilla, represión y cableados “desde el único teléfono de la Basílica hasta el púlpito para llevar la homilía a gran parte de América Latina”, fue secuestrado por agentes de seguridad del Estado el 13 de marzo de 1980. Finalmente apareció en Honduras con vida y bajo amenaza de muerte si reincidía en su trabajo. La Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) presionó ante la junta gobernante y regresó. El 23 de marzo, Romero mostró su entusiasmo durante su misa porque “Está con nosotros el periodista Demetrio Olaciregui, quien por la providencia divina ha regresado a El Salvador”.

Fueron cuatro las homilías transmitidas en directo por Radio Noticias “Desde San José, Costa Rica, y para todos los pueblos de Latinoamérica y el mundo” —como recitaban las voces argentinas de sus locutores—, lo suficiente para que cobrase renombre global. Emisoras de distintos continentes tomaban el audio del pastor salvadoreño, las agencias informativas internacionales lo transcribían. Los mediodías de esos domingos, distintos corresponsales se sentaban junto a los periodistas encargados de las retransmisiones y tomaban apuntes para ganar minutos valiosos al teclear esas informaciones vía teletipo.

Lo mismo sucedió el 23 de marzo de 1980. Aquel cura que había arrancado su prédica en una capillita, le habló “a las bases” de las fuerzas armadas y de seguridad, les explicó que “son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y, ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la ley de Dios que dice: ‘No matar’”. Les recordó que ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado.

Preciso, sin rodeos, subversivo, estremeció a todos con la expresión que lo hizo inmortal: “En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!”.

Los periodistas se miraron con una mezcla de entusiasmo y pavura, por las consecuencias que podían desencadenar esas palabras hacia quien las pronunció. Olacilegui cuenta que, en San Salvador, “los centenares de feligreses que colmaban como cada domingo la Basílica reaccionaron por un instante con estupor y luego reventaron en prolongados aplausos y gritos reconociendo en la voz de Romero, su propia voz”.

El hijo de Santos, el telegrafista, y de Guadalupe de Jesús, ama de casa del pueblo de Ciudad Barrios, formado por los misioneros claretianos y los jesuitas, Oscar Arnulfo, acababa de leer su propia sentencia de muerte. Veinticuatro horas después volvió a sonar el teléfono en San José de Costa Rica; el cronista por entonces oficiaba de locutor y estaba listo para grabar el informativo central de la emisora montonera. Desde el otro lado de la comunicación apenas se escucharon balbuceos: “lo mataron, mataron a monseñor”. Estaba en el lugar, era la capilla del pequeño hospital que atendía a enfermos de cáncer, “donde Romero vivió en la más absoluta austeridad durante los tres años de su arzobispado”. La bala del francotirador, suboficial de la Guardia Nacional, disparada desde un fusil con mira telescópica, dio en el pecho del pastor en el instante que decía: “Unámonos pues, íntimamente en fe y esperanza a este momento de oración”.

Retumbó el balazo, estalló la confusión. Desesperación, gritos, algún alarido, el cuerpo del arzobispo desangrándose en el piso… Por algún reflejo inexplicable, Demetrio atinó a recoger los lentes del obispo, tirados en el piso, de marco grueso, de plástico, con una rotura soldada al fuego por el propio lector de esas homilías que marcarían el camino de una iglesia continental comprometida hasta la sangre con los que nada tienen.

Romero ya lo había decidido; “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”, adelantó cuando el aire se enrarecía y todos intuían que el arma de sus asesinos ya estaba cargada.

San Romero de América

Sin apetencias personales, sin riquezas, lejos de los honores e incómodo con la pompa y los cargos rutilantes, sin embargo, se convirtió en santo en el momento exacto en que abrió su corazón y entregó su sangre. Aquel 24 de marzo terminó con su presencia en aquellos altares con radios y pájaros de maravilla. Lo entronizó el pueblo que, antes, lo había reconocido como pastor y brújula en medio de la noche salvadoreña cargada de masacres, con más de 70 mil muertos, cerca de 10 mil desaparecidos y 12 mil lisiados entre 1979 y 1992, civiles en su más que inmensa mayoría.

La Roma del báculo de oro no lo había querido y no quería ahora reconocer su martirio. Se abrió el proceso de canonización en 1997 y los cancerberos del Vaticano le opusieron mil trabas. Un grupo poderoso de cardenales temía que el reconocimiento de Romero constituyese un espaldarazo para la “Teología de la Liberación”, la corriente de la iglesia latinoamericana integrada por vertientes católicas y protestantes, que considera que el Evangelio exige una “opción preferencial por los pobres”; abrazada rápidamente en la región gracias a su compromiso con las necesidades de las poblaciones más desprotegidas, vulnerables y empobrecidas, nacida y desarrollada a partir de los años 60 gracias a teólogos como el peruano Gustavo Gutiérrez, los brasileños Hélder Câmara, Leonardo Boff y Rubem Alves, el colombiano Camilo Torres, el argentino Eduardo Pironio y muchos más.

Juan Pablo II —el estigmatizador de Ernesto Cardenal, el poeta trapense de Solentiname, nicaragüense y sandinista- y Benedicto XVI, dejaron que el trámite se enmoheciera. Por fin, el 25 de mayo de 2015, monseñor Romero fue consagrado beato, gracias a un decreto firmado por Francisco, un papa latinoamericano y latinoamericanista. El 14 octubre de 2018, el pontífice argentino hizo que su iglesia se pusiera a tono con la decisión del pueblo salvadoreño al proclamar santo a quien había derramado la sangre que manchaba el cordón con que esa jornada ciñó su atuendo blanco de Obispo de Roma. En la misma ciudad en que Oscar se convirtió en sacerdote, le abrió las puertas del santoral y, al reconocer su martirio, avanzó en la reparación histórica de la memoria de las luchas populares en El Salvador —y en el continente— y del sacrificio de miles de mujeres y de hombres que también pagaron con el precio de sus vidas el reclamo de justicia, igualdad y dignidad.

***

Radio Noticas del Continente, después de sufrir cinco atentados, incluso desde un avión, uno de ellos financiado y pertrechado por la junta desde la que dispararon contra Oscar Arnulfo Romero, otros armados por la dictadura cívico militar argentina instaurada en el país también un 24 de marzo, aunque de 1976, fue clausurada.

Mientras Francisco ponía las cosas en orden en el cielo de los justos, una multitud tan extraordinaria como las que ocupaban la ciudad detrás de las organizaciones de masas respaldadas por las guerrillas que se unirían en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, rodeó la catedral de la capital salvadoreña donde se encuentran los restos de “San Romero de América” y aplaudió a rabiar a su mártir, a sus ideas y a su práctica. Un río de gente tan caudaloso como el que el 30 de marzo de 1980 acompañó los restos de Monseñor Romero, bajo el fuego de otra masacre, otras decenas de muertas y muertos. Pero esa es otra crónica.

Aquellos anteojos tirados en el suelo de la capilla hospitalaria de la Divina Providencia, a los que un periodista se aferró como náufrago a una tabla, pocos días después quedaron en manos de monseñor Arturo Rivera y Damas, el sucesor que debía ser antecesor.

El autor fue locutor y periodista de Radio Noticias del Continente, emisora de onda corta creada por la organización Montoneros de Argentina, que transmitió entre 1979 y 1981 desde San José, Costa Rica.

Fuente: https://avionnegro.com.ar/latinoamerica/los-microfonos-de-monsenor-romero/

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