La ética, la renuncia y “la teta”

Ágora*

Guido Mora
guidomoracr@gmail.com

Guido Mora

La columna de esta semana no pretende ser irreverente con su título. Sencillamente hago alusión a la expresión que usa el pueblo para muchos de los involucrados en la política nacional, que están, desde hace tiempo, “pegados a la teta del Estado” y no quieren soltarla.

Al respecto, hay tres temas sobre los que quiero reflexionar este día: la ética, la renuncia y “la teta”.

La ética

Es parte del concepto griego “ethos”, que se traduce como costumbre o moral. Aristóteles lo definía como carácter, temperamento, hábito o modo de ser, construido con una acción de vida, esto quiere decir que se crea, se desarrolla y se fortalece con el accionar cotidiano.

Desde esta perspectiva, la moral expresa un modo de comportarse del “ser humano”, por medio del cual conoce, juzga y actúa justa o injustamente.

Para Adela Cortina (1997), la ética como filosofía moral, lleva a cabo tres tareas esenciales: dilucidar en qué consiste lo moral, intentar fundamentar lo moral e intentar una aplicación de los principios fundamentados a los diferentes ámbitos de la vida social.

Cuando este concepto se aplica al servicio público o a la política, se denomina Ética Pública.

La ética pública “incluye principios y valores deseables para ser aplicados en la conducta del hombre que se desempeña en la función pública”. Un gobierno justo, a nivel macro, supone estar integrado por funcionarios íntegros, que actúen con responsabilidad y eficiencia, orientando sus acciones hacia el bien común.

Quienes se desempeñen en cargos públicos, ya sea por contratación, designación o elección popular, deben ser personas que tengan la convicción y el compromiso de cumplir con sus obligaciones, en el absoluto respeto a las normas y leyes que regulan sus actividades.

A diferencia de lo que ocurría hace algunos años, en que los servidores públicos eran seleccionados, contratados y elegidos entre los mejores profesionales; en la actualidad y ante la crisis de valores que sufre la sociedad contemporánea, prevalece el interés de muchos ciudadanos de ocupar un cargo público, sin contar con la formación profesional y ética para desempeñarlo.

Esta situación ha impactado negativamente la labor de los funcionarios públicos, quienes, por culpa de pequeños grupos -que sólo velan por sus intereses particulares- y de los malos profesionales, han visto deteriorarse su imagen, por la ineptitud o la ausencia de ética de quienes, o hacen mal su trabajo, o procuran enriquecerse en el desempeño de las labores, que realizan dentro del aparato estatal.

En definitiva, la conducta de quienes pretenden sobresalir o enriquecerse, sin asumir la importancia y la responsabilidad que conlleva el ejercicio de la función pública, perjudica los resultados y la imagen del funcionario y de la cosa pública, atentando contra la institucionalidad y el óptimo el uso de los recursos públicos.

En la Costa Rica actual, lamentablemente esta crisis de valores se ha reflejado en el comportamiento y accionar, dudoso, anti ético y muchas veces hasta delictivo, de gobernantes, legisladores, magistrados, jueces, directores y funcionarios.

Es indispensable fortalecer la ética pública, de manera que podamos detener esta práctica negativa, que sólo perjudica a la administración y a nuestra institucionalidad.

De igual forma, resulta impostergable, manifestarnos activamente, contra la reelección de magistrados y jueces cuestionados, fiscales ausentes, funcionarios corruptos, directores permisivos o políticos de dudoso comportamiento.

La acción del funcionario público, de todas las categorías, debe ser transparente e incuestionable.

La ética del funcionario público debe ser sólo una, no puede tener una ética en su vida pública y otra en su vida privada.

Como el Lobo Estepario de Hermann Hesse, las dos no pueden sobrevivir simultáneamente. Una se termina devorando a la otra, la domina. Por la naturaleza humana, generalmente la más agresiva y perversa prevalece.

La renuncia

Decía Max Weber que el político debía tener “amor apasionado por su causa, ética de su responsabilidad y mesura en sus actuaciones”. Características ausentes en muchos políticos de la Costa Rica actual: indolentes, poco éticos, irresponsables y para nada comedidos en sus acciones.

Hace unos días Antonio Álvarez solicitó a los candidatos a diputado del Partido Liberación Nacional, firmar un documento en que se comprometían a renunciar, si se veían involucrados en actos de corrupción.

Sin ánimo de deslucir o menoscabar esta iniciativa, es imprescindible señalar que, ya los costarricenses hemos visto acciones similares en funcionarios de muchas calidades. En todos los casos ha prevalecido el interés personal, la inacción de las autoridades competentes, el desinterés de los partidos políticos por castigar o expulsar a los supuestos infractores y finalmente, la impunidad. Ex diputados, ex defensora de los habitantes, ex ministros y otros personajes, son ejemplo vivo de esta situación.

Magistrados, jueces, ministros, diputados, directores y funcionarios de menor rango, han obviado el clamor popular, que exige su renuncia o el abandono de un puesto público, ante cuestionamientos bien fundamentados por grupos sociales, políticos o económicos. En algunos casos, la inmunidad, pensada por el constituyente para otros propósitos, ha terminado convirtiéndose en un escudo defensor para sinvergüenzas que, escondidos tras su investidura permiten, en complicidad con el Ministerio Público -instancia en donde no existe ninguna iniciativa, salvo para lo obvio-, que algunos delitos no sean investigados, que las causas prescriban o que algunas otras sencillamente se desestimen.

No se trata de desatar una cacería de brujas.

Pero en los países serios, en donde los funcionarios tienen una formación ética y el sistema judicial si castiga la corrupción y la ineptitud, un escándalo o un error que cometa la administración causa, indefectiblemente, la renuncia o la destitución del o los funcionarios responsables.

Esto lo vemos en Estados Unidos o en Europa. Lamentablemente es una actitud ausente en América Latina, en donde pesa más el dinero y las amistades, que la moral.

Nuestra sociedad es permisiva y, hemos sido testigos de cómo, las organizaciones políticas protegen y premian al vivillo, que se ha enriquecido con los recursos públicos. Tal como lo expresan algunas personas, preferimos que el Estado lo administre tal o cual partido, después de todo “aunque también roban, al menos esos sí hacen algo”.

Así que olvidémonos de la renuncia. Puede más la ambición y el deseo de perpetuarse en la función pública, que la ética y la vergüenza.

Es penoso, pero cierto.

“La teta”

Hace algunos años, dos avezados y “versátiles” políticos de Liberación Nacional, quienes han ocupado importantes cargos públicos por designación y elección popular me decían: “Lo importante, en cualquier caso, es tener en la mano la P-21 sellada -este es el código con que se conoce la acción de personal que emite el Estado, cuando se ha sido nombrado en algún puesto público“.

Esta forma de pensar no es exclusiva de los representantes de esta agrupación, sino que es propia de muchos empleados públicos, ubicados en diversos poderes de la República. Al final de cuentas, esa es una forma de vida.

Lo grave del caso es que esta forma de vida se asume, sin importar si se tiene o no la ética y la formación profesional o preparación técnica para ocupar un cargo público.

Muchos sólo aspiran a ser funcionarios públicos y estar en la planilla del Estado o en los Poderes de la República, porque en la función pública “se gana bien y se la lleva suave”.

Algunos de estos funcionarios, pasan de una posición a otra, aunque no tengan idea de las actividades que se deben realizar. Como dicen, “pasan pegados de la teta”.

Para el caso que nos ocupa, esta expresión, más que el amamantamiento de un niño por parte de su madre, que es un proceso simbiótico temporal, en el cual la madre beneficia al niño alimentándolo y el niño refuerza sus vínculos con quien le dio la vida; simula más bien la adherencia de una garrapata o algún otro tipo de parásito, que extrae sus nutrientes de otro ser vivo y que termina poniendo en riesgo su vida.

Esta es la condición de éstos funcionarios públicos. La de los vividores, los perversos, los inútiles y corruptos, quienes, al igual que un parásito, enferma el organismo del que depende para vivir. El tipo de funcionario que constituye una amenaza para la sociedad, para la institucionalidad y para el país.

El que es señalado e incluido en una lista de personajes cuestionados o involucrados en actos que, sin ser ilegales, son a todas luces inmorales. El posible protagonista de tráfico de influencias, que también puede ser parte de alguna planilla de pago por los favores prestados.

El que no renuncia, aun cuando su puesto es solicitado por quien le nombró -como vemos que ocurre tristemente con los miembros de la Junta Directiva de un Banco de Costa Rica-, o que sencillamente se mantienen en sus cargos, perjudicando la gobernanza y atentando contra la imagen de la institución que juraron servir.

Nuestro país está enfermo. Muchas instituciones se encuentran en manos de parásitos, de vividores, de inútiles e irresponsables que no cumplen a cabalidad su trabajo.

No se trata de un tema de legalidad, sino del comportamiento ético que debe regir la acción de los funcionarios públicos.

Para comenzar a “arreglarlo todo”, es imprescindible que las acciones de los ciudadanos y de los funcionarios públicos se realicen de manera correcta, regidos por los principios, los valores y la transparencia que debe revestir el accionar de quien sirve en la Administración Pública.

Ojalá que esto lo entiendan los candidatos de los partidos políticos que tienen posibilidad de ganar las próximas elecciones. Esperemos que una nueva Administración a partir del 2018 sea el inicio de la transformación que Costa Rica necesita y no el impulso final para generar el caos y caer en un abismo populista o totalitario.

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* El Ágora era el centro de la actividad política, administrativa, comercial y social de la antigua Atenas.

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