La Varita Mágica

Conversaciones con mis nietos

Arsenio Rodríguez

Arsenio Rodríguez

Las varitas mágicas son de azabache con punta plateada. Perfectamente cilíndricas y suaves, con textura de marfil pulido. No son muy largas, y son muy livianas, casi como palitos de comer chinos. Siempre se activan con palabras, también mágicas, que se pronuncian al tocar los objetos que se van a transformar, o cuando se apuntan hacia el lugar donde ocurrirá el encantamiento.

Ayer iba caminando por un sendero de bosque junto a la playa. Miraba hacia el suelo pensativo. Tenía miedos de los miedos, me sentía inseguro de los tiempos, y había tantas palabras y preocupaciones sobre los vientos, el Covid, la economía, las quejas de los otros y las mías. Cavilaba, mientras miraba el camino con sus polvos, piedras y hierbas de siempre, y las criaturillas abundantes que corrían o volaban con propósitos ignotos, cada uno en lo suyo.

En eso la vi, y a pesar de estar polvorienta, resaltaba, mediría quizás unos veinte centímetros, y tenía la punta plateada. ¡Era una varita mágica!

La tomé para apreciarla y se sintió rara. La limpié contra mis ropas y el azabache brillaba. De momento, los pensamientos que me agobiaban quedaron en suspenso, mientras admiraba aquella hermosa varita mágica. Era la única que había tenido en mis manos en mi vida. Sí, las había imaginado en los cuentos, y visto en fotografías y videos, pero nunca había palpado una varita mágica.

Embelesado la movía en el aire, pretendiendo hacer magias, la agitaba con ánimo de ilusionista en teatro. Se sentía tan flotante en mis manos y tan palpable a la vez. Imaginaba conjuros, y los pronunciaba mientras apuntaba mi varita mágica en todas direcciones, cambiando el mundo por donde me movía por otro que aún no sabía.

«Abracadabra, aleofra, shazam, elohim, maktub, dageram»

Y me reía de mi locura momentánea y me olvidé de mis supuestas angustias por un momento.

Pero me di cuenta, al cabo de un rato, que no surgían mundos nuevos de entre las piedras apuntadas, ni los coleópteros se volvían helicópteros, ni los gusanos carruajes. En fin, me dije, «es como todo, tengo el instrumento, pero no sé la música», me faltaban las palabras del programa operativo de la varita mágica.

Y después de un rato, la dejé en el suelo para que otro caminante la encontrara, y tratara de ver si le surgían los sortilegios adecuados para usarla. Y empecé a caminar de nuevo por el camino del bosque a la orilla de la playa.

De momento me percaté que estaba rodeado de gigantes verdes que observaban silencio. Como torres se elevaban al cielo y extendían sus enormes brazos alabando al sol. Y sentí el fuego del sol en mi cara. En mi piel. ¡Y tan lejos que estaba! Su luz deslumbraba todo.

Mis piernas se movían acompasadas. Mi mente pensaba y mi corazón latía y sentía, se emocionaba. Los pájaros cantaban trinos de todas clases y hacían nido en los jardines de mi cerebro. Entraban por los oídos como sonido y se multiplicaban en eco. La brisa acariciaba mi piel, igual que el sol amarillo, y suavemente me llevaba de la mano como a un niño. Los colores se asomaban a mis ojos como arcoíris, y se derramaban en ríos por aquellas ventanas selectivas que determinaban los rojos de los verdes y los matices sin fin de la luz.

Las esencias de las florescencias silvestres, acarreadas por la brisa, se filtraban por mi nariz y embriagaban mis pensamientos con aromas sutiles de rosa y jazmín, de bosque y madera. Era un concierto de luz y molécula. Mariposas y libélulas, como duendes alados, hacían rondas a mi paso, y el viento sonoro y suave le daba voz al silencio de los árboles, como ronroneo continuo de murmullos de mar.

Todo lo que me rodeaba era magia y poesía. Mi inquietud, por las irreconciliables quejas de los otros -y las mías- se tornó en gratitud por los instantes eternos. Y mis sueños se hicieron sueños de verdad. Se me olvidaron los vivos y los muertos, porque todos estaban presentes en aquel concierto.

Sin darme cuenta, llegué a mi casa de nuevo, abrí la puerta, y entré a mi vida. Allí estaban sentados, adentro y afuera, esperándome, los momentos y las circunstancias de mi vida, todos.

Ansiosos, porque por un rato los había abandonado; mis limitaciones, mis complejos, las diferencias de opinión, los anticipos de futuro, los aquejes del pasado, los recovecos esos de los armarios repletos. Y corrieron desenfrenados hacia mí y me invadieron. Y quedé saturado de mí mismo, y de los otros -separado- ahora tenía verjas alrededor y puertas para entrar y salir, y todo era proceso y secuencia.

Pero adentro, a todos saludé con una leve sonrisa, basado en el recuerdo de la brisa, aquella que me llevó de la mano por lo eterno.

Y pensé, mientras se encendían en mi mente todos los canales secuenciales de lo objetivo e inmediato, «parece que sí funcionó la varita mágica».

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