Luis Alberto

Política entre bastidores

Manuel Carballo Quintana

Manuel Carballo

Tuve la suerte de ser colaborador de don Luis Alberto Monge en el Centro de Estudios Democráticos de América Latina (CEDAL), su compañero de diputación en la Asamblea Legislativa, Viceministro de la Presidencia en su Administración y sobre todo su amigo por más de 55 años. Dicha cercanía me da el atrevimiento de dejar testimonio de algunas particularidades de su fascinante personalidad. Quiero hablar del Luis Alberto Monge humano, de carne y hueso. Otros se habrán referido a su gestión administrativa, a su liderazgo y a su condición de estadista. En cambio, estos apuntes simplemente describen vivencias, pequeños hechos que moldeaban su atractiva singularidad.

Destaca su profundo respeto y admiración por las mujeres, el cual era correspondido con cautivante interés en su conversación. Cuando en alguna reunión una dama tenía que abandonarla antes de concluir por motivo de obligaciones familiares, era muy frecuente escucharle decir: “dígale a sus papás que no se preocupen, que estaba reunida con un monje”, y a continuación soltaba una agradable carcajada, riéndose de sí mismo.

En uno de los tantos seminarios de la Juventud Liberacionista, al caminar por la acera una bella mujer, me preguntó don Luis si esa dama era miembro de la Juventud, claro que sí, fue mi respuesta. A lo que don Luis Alberto acotó: “Ah bueno, menos mal, porque si no, significaría que la Juventud está muy mal organizada”.

Hasta donde uno conoce, nunca tuvo actitudes físicas, de gestos o de palabra que maltrataran a nadie. Siempre se mostró amistoso, comprensivo y hasta tolerante con sus subalternos. Recuerdo una oportunidad en que un chofer sustrajo algunos bienes de su residencia en Pozos de Santa Ana. Y muy a disgusto de quienes conocimos el hecho, no hubo siquiera un regaño, sino que simplemente lo despidió hasta con cesantía y prestaciones legales.

En sus reuniones privadas, audiencias y discusiones sobre problemas apremiantes, don Luis Alberto nunca le negó a nadie una sonrisa o unas palabras amables. Su modo suave, ameno y sin arrogancia, indudablemente se convertía en un estímulo en la consecución de soluciones. Siempre irradiaba optimismo.

Don Luis Alberto era muy dado a llamar a algunas personas con el diminutivo de su nombre. Pero no con ello trataba de menospreciar o menguar la integridad de esas personas. Ese trato no lo tenía con cualquiera. Lo hacía con quienes sentía verdadero cariño, verdadera proximidad, fuere hombre o mujer.

En el trayecto entre la Presidencia de la República y su residencia, o bien en cualquier gira de trabajo, gustaba detenerse a comprar frutas y aguacates. Desde su vehículo conversaba con el vendedor y compraba no sólo para él, sino para quienes en ese momento le acompañaban, incluyendo su chofer personal. Realmente disfrutaba de su generosidad. Además, era muy puntual en su hora de almuerzo y quien se encontrara con él a la hora establecida, don Luis lo invitaba a compartir la mesa. No acostumbraba almorzar solo. Y siempre compartía la mesa con su personal de apoyo, en amenas conversaciones.

Como padre de familia Luis Alberto fue incomparable y cariñoso. Hay pasajes de su vida familiar que incluirlas en este relato parecen nimiedades, o intimidades. Sin embargo, los señalamos porque dibujan más claramente su personalidad. Esta vez me refiero a La Catalina (CEDAL). Los actos de clausura de los seminarios y cursos internacionales, los festejábamos siempre con un convivio social y presencia de los profesores. Al final de la actividad social, don Luis, en una servilleta o plato de cartón recogía algunos bocadillos, y le decía a quien tuviera a su lado: “Para Rebequita”. Me disculpan si esto no tiene importancia; para mí sí la tiene: era un reflejo de su amor paternal, en el presente caso hacia su hija menor.

Ocurrió un día que a don Luis Alberto lo afectaba un fuerte resfrío y así estuvo despachando durante la mañana en Casa Presidencial. Dos médicos de su gabinete coincidentemente estaban en la presidencia. Le recetaron varios medicamentos y le pidieron que reposara en su casa en Pozos. Esa misma tarde se requería de la firma de don Luis en un decreto. Le llevé personalmente el documento, me hizo pasar a su habitación. Pasé a su recámara, que estaba impregnada de un fuerte olor a zepol. Para mi extrañeza, en su mesa de noche tenía la bolsa de medicamentos sin abrir. Le pregunté: don Luis, qué pasó con sus medicinas? “Ah no, prefiero no tomarlas; de todas maneras ya me froté bien con zepol y estoy tomando limonada con miel de abeja y jengibre, que me ha hecho muy bien”. Y tenía don Luis una toalla arrollada en su cuello. Qué saque el lector sus propias conclusiones sobre la esencia de la personalidad de don Luis Alberto Monge, que dibujaba la idiosincrasia campesina que tenemos en la mayoría de nuestras familias.

Preguntarle a don Luis cómo estaba era a veces acongojante. Independientemente de cómo uno se siente, cuando a uno le preguntan, la respuesta invariable es: ah… bien o muy bien, aunque no esté tan bien. Pero preguntarle a don Luis Alberto era para que contara transparentemente, sin ocultar detalle, hasta su última molestia de salud, cómo se sentía, los medicamentos que tomaba.

Concluía un Consejo de Gobierno en Zapote. Los Ministros y otros asistentes al Consejo formaban pequeños grupos comentando informalmente los pormenores de los distintos acuerdos tomados ese día. Y para sorpresa de los altos jerarcas, un vendedor de lotería estaba en la sala de sesiones del Consejo en Casa Presidencial. Eso no tendría nada de raro si no fuera porque ofrecía a viva voz chances y lotería. Todos se preguntaban cómo había ingresado, burlando la vigilancia de la guardia presidencial. Lo extraordinario es que se acercó al Presidente de la República diciéndole: señor presidente, un numerito. Y más sorprendente todavía es que don Luis le dijo que sí, y le compró cinco numeritos del 33. ¡En qué país del mundo puede suceder esto! ¡Y no es que fueren amigos!

Con estos apuntes sobre pequeños hechos, llanos y limpios, estamos describiendo a un auténtico dueño de la idiosincrasia rural, que nunca fue capaz de ofender a un solo ser humano. Brillante, creativo, humano, sencillo, fraterno, generoso, representante nato del ser costarricense. A la vez, un estadista, majestuoso y señorial en su relación personal con reyes, presidentes y dignatarios de los países amigos de Costa Rica.

Sus palabras de educador han de quedar inscritas en la historia costarricense: “…Nunca luchen por odio, rencor o envidia. Luchen siempre por amor. Por amor al prójimo. Por amor a Dios. Por amor a la libertad. Por amor a la justicia. Por amor a la paz…

Estos apuntes no tienen ninguna pretensión literaria; son la narración de simples hechos reales poco conocidos que al cabo del tiempo se convierten en históricos.

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