La Patrulla Internacional de Bares: El mejor bar de Tokio

Patrulla de Bares Especial para Cambio Político

Misión: Suitengu Dagashi Bar
Dónde: Tokio, Japón (ver mapa)

Suitengu Dagashi Bar

Érase una vez un noble y valiente caballero que pertenecía a la gloriosa “Orden del galeón universal”, selecta cofradía de intrépidos navegantes que están dispersos por todos los confines del orbe. Periódicamente, el Gran Maestre convoca a cónclaves que son ávidamente esperados por los condiscípulos, así que nuestro héroe dispuso viajar varios miles de leguas hasta la lejana Cipango para relatar sus hazañas y las de sus correligionarios, y de paso disfrutar de los festejos propios de tan magno acontecimiento.

Y como corresponde a toda hidalga Orden, la apertura se celebró con un espléndido banquete en donde corrían exóticos elíxires orientales e insólitas viandas servidas con demasía. Nuestro caballero no hizo sino bendecir su suerte y agradecer el premio a su largo y trabajoso periplo. Pero para su desgracia, existe una maldición que se llama protocolo, y en lo mejor de sus libaciones se llegó a una hora límite, en la que los criados que antes servían con abundancia y amabilidad, de manera presta retiraron todas los alimentos y peor aún, los licores. Aquello parecía justamente el Garro’s a las ocho y media de la noche.

Triste y compungido, nuestro caballero abordó su carruaje hacia su posada, pero con la fortuna de otros de sus camaradas gozaban de similares apetitos, así que decidieron emprender por su cuenta una incursión por la vida nocturna de la villa y encontrar la mejor taberna de esas latitudes para saciar sus hambres y sedes.

Pero como estamos en el siglo XXI no esperéis muchos sacrificios, de manera práctica los caballeros le preguntaron a su posadero japonés adónde había un buen bar cerca y éste de una vez dióles un mapa con 21 expendios de licor situados a cinco cuadras a la redonda. La hueste se dirigió presta a buscar el bar Hokkaido pero haciendo gala de una desorientación común fueron incapaces de dar con la taberna en cuestión. Pero no había porqué desesperar, si bien es cierto en Tokio no hay letreros con águilas amarillas, la costumbre local manda colocar unos faroles rojos llamados akakouchin que indican que en al acogedor interior se consume alcohol y por lo tanto, se suponía que no era difícil encontrar una alternativa.

Sin embargo la ávida y sedienta cuadrilla no encontraba un lugar de su predilección, había unos demasiado internacionales para su gusto y con horror hasta se desembocó hasta en un karaoke lo que para alivio de este Cronista fue rechazado por unanimidad, después de todo, no se había hecho el periplo para terminar en un bar igual al de al lado de casa. Finalmente, en una estrecha callejuela, nuestros protagonistas encontraron su premio, para decirlo en términos llanos, el bar más puratuza que se pudieron encontrar, todo viejo y pequeñito, con pinta de estarse cayendo, que por miserable ni tenía ni un alma, atendido únicamente por un tipo y su mamá que no hablaban ni papa de inglés. Afortunadamente, la pronunciación de las palabras biru y sake confirmó que se vendía guaro y raudos los caballeros navegantes se convirtieron en los únicos comensales del lugar.

El momento de hacer un paréntesis para decirles que el garito en cuestión se llama Suitengu Dagashi Bar y llegar allí es muy fácil. Sólo hay que remitirse a la crónica trasanterior (vide Wara Wara), son las mismas señas, sólo que cuando llegan salen de la TCAT en lugar de tomar la calle Minatobashi, toman la otra calle del cruce, la Suitengumae, en dirección oeste, el oeste se ubica fácil porque es la dirección contraria de donde viene la carretera elevada. Caminan cuatro cuadras y se encuentran otra calle ancha, la Shin Ohashi, allí doblan a mano izquierda, caminan una cuadra más, doblan a mano derecha y verán el famoso farolito, frente al local hay un enorme buzón rojo y un poste de luz torcido.

 
Volvamos al relato. Una vez servidos lo tapis nuestros caballeros recordaron que tenían hambre, y diéronse cuenta que no había nada escrito en cristiano, ni siquiera unas fotos con comida. Y si el maje de la barra no entendía ni papa de lenguas romances, su mamá en la cocina menos. Así que antes de arriesgarse a comer algo extraño y repulsivo, optaron por reprimir estoicamente su hambre. Pero como las jarras y las copas rebosantes iban y venían, el tabernero mostróles a la tropa una especie de mostrador en donde había cientos, sino miles de chucherías para comer, así que nuestros héroes procedieron a atacar y se hartaron de lo que parecía comestible, cosas como el uma-bo que son barras de harina crujientes con distintos tipos de sabor;el suwakame algas secas con vinagre (¡puaj!); el ramune que son caramelos de sabores; el yoguro, pastas saborizadas con yogurt; saidaa ball, que son pastas con sabor a soda y todo tipo de galletas, confites y chocolates. De veras, que hay algo peor para la salud que un bar de fritangas, y es un lugar como este, un Dagashi, la palabra japonesa que significa dulces baratos.

Y mientras se daban su banquete, los caballeros veían un extraño programa de televisión cómico, en un televisor que parecía de los años 50, pero que en realidad transmitía un DVD. El humor japonés puede ser un poco grotesco para el gusto occidental, sobre todo cuando salió una especie de robot barato que se parecía al hombre de lata del “Mago de Oz” y que de repente comienza a tirar un chorro de agua con el que aparenta estar meando a todo el mundo.

Eso sí, el lugar no salió nada barato, si bien es cierto la comida era gratis, las bebidas, a un promedio de 6 dólares, compensaban el gasto. Pero igual nuestros caballeros salieron muy contentos convencidos que habían encontrado un pedazo del pasado escondido que aún se conservaba en la ciudad más grande del mundo.

Por eso no fue casualidad que dos días después, y finalizado el cónclave caballeresco, la tropa en lugar de compartir con sus anfitriones y se escabulló para regresar rauda al mismo lugar y esta vez procedió con confianza a atacar las viandas gratuitas. Este Cronista fue un poco más precavido y logró descifrar que en el lugar vendía pollo, así que se dirigió a la mamá del cantinero sólo para descubrir que no era ninguna señora, sino que era otro carajo pero con un peinado extraño. Haciendo gala de su poliglotía, pronunció tori (pollo en japonés), y al rato le trajeron orgullosamente un furaidochikin (pollo frito en inglés pero pronunciado a la japonesa, haberlo sabido). La pieza de pollo era minúscula (costó 2 dólares) y de verdad que este Cronista en todos sus años de visitar chinchorros no había visto un pollo tan grasoso, de verdad que el lugar era una amenaza a la salud pública, el pollo con justicia lo traen sobre una rejilla de metal para que escurra, pero el hambre no dejó que eso sucediera. Pero afortunadamente ese día había otros comensales y sólo había que volar ojo a lo que pedían, así que cuando salió un tazón de ramen (sopa de fideos de trigo condimentada con salsa de soya y sazonada de con carne, salía baratico, a 5 dólares) todo el mundo se antojó y por fin se pudo calmar el hambre con comida de verdad y que nos supo a gloria.

Y mientras tanto, otra vez pasaba en la tele vieja de mentirillas el mismo programa de humor con el robot mión, no sabemos si pasan lo mismo todas las noches o es que lo hicieron para complacer nuestro gusto. En fin, la improvisada patrulla internacional la pasó a sus anchas con la seguridad que en todo Tokio no se encuentra un lugar tan auténtico y en donde se la pueda pasar tan bien.

Sólo que este Cronista, de vuelta en su casa solariega, se puso a investigar la tarjeta de presentación del bar, y descubrió que no sólo tiene su página web sino que de viejo y natural no tiene nada. Se trata de una cadena que ya cuenta con siete franquicias, y todas tienen el viejo buzón y el poste torcido en la entrada, los falsos televisores viejos en el interior y las toneladas de comida basura. O sea, que este Cronista terminó como el chiquito al que le cuentan que el niñito Dios es su papá, al carajo la ilusión.

Pero que vacilamos, de verdad que vacilamos.

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