La corrupción tiene un solo antídoto

Óscar Arias Sánchez

Óscar Arias Sánchez

Ninguna tarea es más urgente en Costa Rica que la de lograr que el pueblo recupere su fe en las instituciones democráticas, en los partidos políticos y en sus dirigentes. Erosionada por muchos años, esa confianza ha sufrido fuertes golpes derivados de escándalos de corrupción de una gravedad insospechada. La corrupción ofende a los ciudadanos, empobrece a los pueblos y subvierte a la democracia.

La corrupción no consiste únicamente en utilizar el poder político para el enriquecimiento personal ilegítimo. Es mucho más que la colusión entre servidores públicos y empresarios, o entre servidores públicos y delincuentes para sacar ventajas ilegales o moralmente cuestionables.

La corrupción no se limita a esa cara de la sociedad que es el sector público. La corrupción no es un sello repujado en una sola cara de la moneda. En una sociedad moderna, y por lo tanto compleja, el comportamiento humano constituye una urdimbre en la cual no hay distinciones entre los ámbitos público y privado. Los incentivos degradantes que inclinan a la corrupción surgen en el conjunto de la sociedad entre los individuos que no saben resistirse a su instinto depredador.

Hay otras vertientes de la corrupción que no están expuestas a la sanción legal y no siempre, ni en todos los lugares, se someten al escrutinio de la opinión pública. Desde mi punto de vista, hay otro tipo de corrupción que es abominable, y es la renuncia de los gobernantes y dirigentes políticos a ejercer la función educativa que les corresponde en una democracia.

El doble lenguaje, el decir a los gobernados solo lo que estos quieren oír, el no llamar, por mero cálculo electoral, las cosas por su nombre son prácticas que corrompen y degradan a los individuos, a las sociedades y al sistema democrático.

Hay corrupción en el político o el gobernante que confunde sus intereses personales con los del Estado y los de la sociedad. La sed de privilegios y el afán por obtener más riquezas, en detrimento de la confianza y el bien colectivos, se manifiestan igualmente en el ámbito privado. Si la corrupción del sector público es más visible, es porque la actividad pública está sujeta a controles y normativas más estrictos.

Con alguna frecuencia, los actos de corrupción en el sector público nacen de una incitación provocada por individuos, grupos o empresas que no se detienen ante nada con tal de obtener ventajas económicas.

Para que la corrupción se convierta en una enfermedad social, hace falta mucho más que políticos corruptos; es preciso que existan actores privados dispuestos a corromper. Ya en el siglo XVII, sor Juana Inés de la Cruz, una de las más grandes poetisas latinoamericanas, nos regalaba una gema que resumía el carácter bilateral de la corrupción: ¿A cuál es más de culpar aunque cualquiera mal haga: el que peca por la paga o el que paga por pecar?

En efecto, la corrupción requiere del corrupto y del corruptor. Ambos, al actuar, no lo hacen desprovistos de valores. Todo lo contrario: hacen una escogencia ética que privilegia los valores del utilitarismo individual por sobre los valores cívicos. Si hemos de luchar contra la corrupción, es necesario que eduquemos a nuestros niños en una ética que les haga valorar algo más que el interés individual, algo más que el beneficio material y algo más que la gratificación inmediata.

La corrupción tiene un solo antídoto: la ética. Y la ética la aprendemos por emulación de nuestras figuras de autoridad en el ámbito de las familias. La escuela nos instruye, nos da instrumentos para saber vivir, pero es en la familia donde se nos educa, se nos forma. Es en el seno familiar donde se nos esculpe moral y espiritualmente.

Un ser humano no será más ético por haber leído la «Ética nicomáquea» de Aristóteles, la «Ética» de Spinoza, la metafísica de la moral de Kant o la ética de Lévinas. Pero sí lo será si ve todos los días de su vida actuar a su padre y madre de manera correcta, límpida, recta.

Los valores que sustentan nuestra ética se aprenden en la casa, muy temprano en nuestras vidas. Es a la familia a la que le corresponde enseñarnos la honestidad, honrar siempre la verdad, no transgredir códigos de convivencia sólidamente establecidos. Es con ella que aprenderemos a ser solidarios, generosos, serviciales, leales, compasivos y toda esa constelación de valores positivos que definen a un ser humano. De esa escuela saldremos moralmente esculpidos para luego enfrentar las peripecias de la sociedad con una plataforma ética.

¿Qué puede depararnos más íntima alegría que hacer lo correcto en una situación éticamente compleja? La bondad, la paciencia, la gentileza, la honestidad, la generosidad, la misericordia, la empatía, la compasión, el perdón… todas esas virtudes se aprenden. La corrupción política que vivimos desnuda una pésima formación temprana de los ciudadanos en el ejercicio de todas esas virtudes que son como el aceite que permite a la máquina social funcionar adecuadamente, sin emitir chirridos que hielan la sangre.

La vida social, de la que hablaba santo Tomás, es absolutamente inconcebible sin el sólido respaldo de los valores. Y por tales no aludo a actos épicos y monumentales. En el simple hecho de saludar al vecino por la mañana estamos movilizando dos valores: la cortesía y la gentileza. La vida sin ellos sería insufrible. Hace más por Costa Rica una maestra escolar enseñando a sus alumnos de primer grado por qué es importante compartir, y no ser egoísta, que todos los comités de ética que pululan hoy en nuestros países. Esos valores configuran la arquitectura moral de una nación.

Pero todos estos valores no se imponen por decreto, no son órdenes, no son mandamientos. Esta constelación de valores no es un rígido código de conducta, supervisado por un cuerpo policial. Estos valores hunden sus raíces en el mismo humus y se alimentan de la misma tierra. Esa tierra es la familia. Es en el seno familiar donde aprenderemos el valor supremo: el amor y saber expresarlo. Es en el amor donde germinan y florecen los grandes valores del ser humano.

La ética no es una férrea normativa moral. En su sentido más profundo, es tan solo un nombre alternativo para el amor. Es el amor el que les confiere a los valores solidez, importancia y eterna resonancia en nuestras conciencias y en nuestros corazones.

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