De la memoria familiar

…algunos retazos de los años de infancia y adolescencia, del San José y país que se ha ido…

Vladimir de la Cruz
vladimirdelacruz@hotmail.com

Vladimir de la Cruz

Mi familia, como la de todos los costarricenses, se constituye por todo el conjunto de ascendientes y descendientes, como por las personas que de distinta manera tenemos o compartimos el vínculo de sangre, por esa escala, o por razones legales que permiten constituir núcleos familiares.

Mi familia inmediata está constituida por mi esposa, hijos e hija, nueras, nietos y nietas. Incluyo en esta inmediatez a mis tíos de parte de padre y madre, a los que ya no están y a los que aún viven, sus hijos, mis primos, y sus hijos. Ya no están conmigo mi padre y mi madre, ni mis abuelos, pero los tengo siempre presentes.

Mi familia paralela, mis hermanos de padre, sus parejas, todos muy distantes, en distintos países, sus hijos y nietos. Los hermanos y hermanas de mi esposa, sus esposas o esposos, sus hijos y sus nietos.

Hoy hay sistemas altamente desarrollados para investigar esos vínculos hacia arriba, los ascendientes, y hacia abajo, los descendientes. En ello ha contribuido el desarrollo de la ciencia, de la genética especialmente, que con precisión puede determinar la certeza de esa relación, así como la porcentualidad de vínculos genéticos con ancestros y personas, hasta de otros continentes. Hoy estos estudios incluyen vínculos raciales.

En la práctica, el conocimiento de la Familia se da por la relación estrecha de sus miembros, por compartir entre ellos, la historia de la familia, que es la tradición familiar; por los vínculos con los ancestros más inmediatos que se recuerdan, padres, abuelos y bisabuelos, con quienes se convivió o se convive. También, con aquellos ancestros, que no se conocieron físicamente, pero que permanecen en la memoria de la familia, de sus descendientes. Por ejemplo, mi bisabuelo materno Rafael Rodríguez Salas, y su esposa, Patricia Rodríguez Rodríguez, primos ambos, permanecen en la “memoria” de todos los descendientes de ese matrimonio, con una “presencia vital” enorme, como si todavía siguieran existiendo, cuando fallecieron antes de 1930. Igual me sucede con la rama paterna, cuando mi bisabuelo Gilberto Martínez, su esposa Matilde Iglesias, que la conocí y falleció cuando yo tenía unos 15 años; o mi abuelo Manuel de la Cruz, que soy el único de sus nietos que él conoció, del cual heredo su nombre, Manuel Vladimir, lo que era usual, y sigue siéndolo de repetir nombres de los ancestros en los hijos y a veces en los nietos, que eran personajes cotidianos en la mesa de mi abuelita Carmen, donde igualmente mantenían una “presencia vital”.

En el núcleo familiar materno, la raíz se extiende al padre de mi bisabuelo, el gran imaginero, escultor y pintor, ramonense del siglo XIX, Lico Rodríguez, Manuel Rodríguez Cruz. La familia Rodríguez descendiente de Lico se reconoce por todo lado. Hay una gran y fuerte relación emocional familiar, que no se han roto ni debilitado. Igual sucede con los descendientes de Ramón Rodríguez Solórzano, el papá de mi bisabuela materna, Patricia, donde se mantiene una comunicación constante entre sus descendientes por varias generaciones, hasta hoy.

En ambas ramas familiares, cuando se hablaba o se habla de ellos, se les recuerda con enorme cariño, se les rememora en anécdotas que se vivieron con ellos, o que se les conocen, en la mesa de comida, que reunía a la familia, alrededor de las conversaciones de mesa y de familia, donde solo faltaba que se pusiera un plato para ellos.

Era importante en mi generación la mesa de la comida, al almuerzo o en la tarde con el café. En mi casa no se acostumbraba a cenar. Pero el momento de la comida era de reunión familiar, de conversación de los miembros de la familia que se hacía presente. Mi abuela paterna había establecido una práctica de reunir los domingos a todos los que quisieran llegar a tomar café, lo que se convertía en una tertulia muy sabrosa, de intercambio de experiencias, de conocimientos de los retoños que ampliaban la familia y de fortalecimiento de lazos familiares. A la muerte de mi abuela Carmen, mi tía Matilde quiso mantener la tradición, pero ya no fue lo mismo. Algo hizo mi tío Enrique, con la celebración del Thanksgiving, casado con mi tía Donna, de origen norteamericano, que reunía a la familia y a sus principales amigos.

De mi abuelo materno, Jacobo, de su segundo matrimonio, viví experiencias parecidas cuando con mi madre lo iba a visitar a Heredia los domingos, generalmente a la hora de almuerzo. Su esposa, Rosario, de origen muy campesino, tenía igualmente una cuchara riquísima, conversadora de voz ronqueta, agradable, cariñosa, amorosa, con dichos campesino a doquier. Su mesa era un centro de conversación familiar, de enriquecimiento de datos familiares.

De la cocina de mi abuelita Ofelia recuerdo siempre como lavaba los berros, lechugas y repollos…y, otras cosas, en una olla con agua mezclada con unas gotas de permanganato, con precisión milimétrica de tiempo en el uso de esa agua morada, que luego la limpiaba en el tubo ordinario.

La cocina de mi abuelita Ofelia era espectacular. Su mano deliciosa. Su olla de carne con la cantidad de ingredientes que le ponía era de un sabor exquisito. La puesta en la mesa era curiosa. La servía de tal manera que daba la sensación de muchos platos por la forma de distribuir los alimentos. En platitos pequeños individualizaba lo que se iba a comer. Así, un platito para cada cosa, el arroz, los frijoles, los plátanos, el tomate, la zanahoria, la remolacha, la lechuga o el repollo, las papas, el chayote, el pedacillo de carne que se podía, de pollo, res, cerdo o pescado, muchas veces bacalao, no sé, ni recuerdo si era o no más barato. Igual con el desayuno, todo separado. No faltaba en la mesa de mi abuelita, especialmente en las tardes, un platito con aceite de oliva, con un poquito de sal, y el pan para mojarlo. De vez en cuando lo sigo practicando. El aceite de oliva también lo usaba para limpiarse la cara. Murió, a los 86 años, con un cutis que cualquier mujer se desearía.

En mi caso particular, tuve una especial relación con mis dos abuelitas, la paterna, Carmen, y la materna, Ofelia. Más con la materna, a quien cariñosamente le decía Ita. Mis dos abuelitas fueron pintoras. Ita fue discípula de Tomás Povedano. Su pobreza no le permitió desarrollarse en ese campo.

Con ellas conocí los ancestros, sus cualidades, su honradez, su honestidad, su condición de buenos trabajadores, sus sentimientos familiares, sus responsabilidades laborales, y cívicas, y ciudadanas como las de mi bisabuelo Rafael, masón, varias veces diputado, constituyente y Secretario de la Asamblea Nacional Constituyente de 1917, combatiente al lado de Julio Acosta, su gran amigo, contra la dictadura de Federico Tinoco. O, de mis bisabuelos y abuelos paternos trabajando en las Juntas de los Abangares, contribuyendo de manera importante a la declaratoria de cantón de esa región.

En ambos lados, el paterno y el materno, habían raíces extranjeras, de migrantes. Mis bisabuelos y abuelo paternos venían de Colombia. Mi bisabuelo Gilberto Martínez, luchador liberal, en la Guerra de los Mil Días, a finales del siglo XIX; preso tres años por esos combates pudo salir hacia Panamá, cuando aún pertenecía a Colombia, y desde allí hasta afincarse en Los Abangares. El fue quien se trajo a su amigo Manuel de la Cruz, que terminó casándose con una de sus hijas, mi abuela Carmen, llevándole 30 años. Por el lado de mi madre, el bisabuelo Adolfo de Lemos, originario de República Dominicana, el primer dominicano que llegó al país, afincado en la región de Orotina, fue determinante también para la gestación de ese cantón. Era liberal, luchador de la causa libertaria de José Martí, miembro de una de las secciones, del Partido Revolucionario Cubano que existía en Costa Rica.

Esta condición migratoria de parte de mis ascendientes, bisabuelos o abuelos, me educó en la familia, en el respeto hacia los migrantes o inmigrantes, unos forzados, mi bisabuelo paterno, el otro por voluntad y búsqueda de mejores opciones para su vida, el materno. Fueron migrantes por la traslación que hicieron, e inmigrantes por la intención que materializaron de establecerse en Costa Rica. De esta forma se me educó en el respeto a los migrantes y emigrantes, en la solidaridad y apoyo que había que darles, cuando se solicitaba.

Cuando se trataba de la historia de la familia lo importante que se destacaba era el valor de cada uno de los “viejos” ancentros. Sus valores se educaban en el respeto que había que tener por las “otras” familias, sus ascendientes y descendientes. Si mi familia valía, la del vecino también. Y, así con el conjunto de las familias. La esencia de la enseñanza recibida y formada, de esa manera, era que todas las familias costarricenses valían. Si las familias costarricenses valían, lo mejor de Costa Rica éramos los costarricenses, sus ciudadanos, con sus familias. Así fui educado en este aspecto, que sigo afirmando y defendiendo.

La solidaridad familiar con otras familias la viví de escolar y colegial, en casa de mi abuelita Ofelia. Tenía una casita modesta, regalada por su querida hermana Angela, al frente de la que alquilaban, por separado, mi madre y mi tía Enid. Por el trabajo y estudio, de mi madre, en las décadas de 1950 y 1960, yo pasaba el mayor tiempo del día con mi abuelita. Al fondo de su casa, al final de la calle 21, cuando todavía no existía la Clínica Carlos Durán, había un pequeño patio, donde tenía una pequeña huerta, con productos básicos para todos los días. A la par de su casa, la otra familia tenía igual, un pequeño patio también con otra huerta. Con frecuencia había intercambio o “préstamos” de productos del patio, que se pagaban con otros productos.

Usual era en esos años un lechero que pasaba con sus tarros ofreciendo la leche fresca. Un panadero al que se le ponía una bolsa para que dejara el pan, colgado al pie de la puerta, incluso con el dinero de su costo, y si había que dejar “vuelto”, “vuelto” se dejaba. De vez en cuando, pasaba un vendedor de huevos de tortuga que siempre le llevaba a mi abuelita su pedido. Y no faltaba tampoco el vendedor de chances y lotería. De ocasión pasaba algún “polaco” ofreciendo sus mercancías, siempre bien educados, con ventas al crédito si fuera del caso. En el barrio también estaba el pulpero, con su libreta de venta fiada, en la cual el pulpero apuntaba, y no se discutía ni analizaba lo que se pactaba en venta y se anotaba. Si se iba a comprar al contado, pagando con una moneda de 5 o 10 céntimos, se podían comprar algunas cosas y de paso el pulpero nos daba de “feria” un puñito de confites minúsculos, que se convertía en el gancho para ir a hacer esos mandados.

La calle del barrio, en ese final del Barrio Luján, junto con los potreros que se extendían sobre lo que hoy es Barrio Córdoba y parte de Quesada Durán, eran el sitio de juegos natural y seguro. Todos los juegos de calle imaginables, trompos, puros, futbol, rayuela, escondido, aprovechando solares vacíos o las tucas del aserradero, que quedaba casi colindante con la casa de mi abuelita, o el cerrito que se levantaba detrás de nuestras casas, aprovechado para irlo a bajar sentados en cartones o en tablas. Al pie del cerrito un riachuelo, con aguas claras, que además de olominas, de todos los colores que uno podía imaginar, tenía guapotes, bobos y otros peces que se podían pescar.

En ese barrio, esa calle, y la alterna, al otro lado de la casa de mi abuelita, había cierta concentración de calderonistas, calderocomunistas, comunistas y excombatientes del 48, reunidos allí desde los años 40s. También había figueristas. Nunca, que yo recuerde hubo distanciamiento de las familias y de los hijos de las familias que jugábamos sin distingos políticos. Vivíamos con conocimiento de quién era quién, pero sin prejuicios ni temores. Eso nos enseñó a ser tolerantes y respetuosos. También cuidadosos de lo que podíamos decir. Había todavía cierta represión política y social. Por ejemplo, mi madre cuando iba a pie a su trabajo, a veces se encontraba con familiar político, casado con una prima de mi padre, que era liberacionista, y él siempre la saludaba “adiós comisaria”. Harta mi madre de ese saludo, de acera a acera, un día le respondió “adiós Camarada”…y hasta llegó el saludo del primo…

Yo vivía “encima”, en un segundo piso, de una Familia, los Zavaleta Estrada, que era como otra familia para mí. Familia culta, una maestra Azhiyadé, y un periodista, Antonio. Sus hijos mis grandes amigos. Jorge, uno de sus hijos, fue mi gran par en lecturas, competíamos leyendo a Zane Gray, Salgari o Verne. Sus hermanas, mayores que nosotros, eran estudiantes del Colegio Señoritas. Su padre amante de la música clásica y de las óperas, asiduo escucha de Radio Universidad los sábados, nos metió en ese gusto. El hijo de su trabajadora doméstica, adolescente también, Rafael, era parte de ese grupo especial de amigos del barrio, situación que nos enseñaba a respetar a las trabajadoras domésticas y a sus hijos, y con ella a todo trabajador.

Hoy nos cuesta pintar este ambiente que nos tocó vivir a muchas personas, que hoy seguramente superan los 60 años. Yo me acerco a los 80. Lo revivo y cuando puedo se los recuerdo a mis nietos. Sigo pensando que la reunión familiar alrededor de la mesa sigue siendo una gran oportunidad para este encuentro con la Familia, con sus raíces, sus tradiciones e historias.

Hay otras familias a las que pertenecemos, la del barrio, con los vecinos, cuando eso se desarrolla. Ahora más difícil. En algunos complejos condominales, cuando hay niños pequeños, en edad especialmente preescolar se puede vivir experiencias familiares fuertes de convivencia alrededor de los pequeños.

Con las escuelas y colegios se desarrollan las familias de los padres con sus hijos en lo que les es común. Del colegio a veces desarrollamos vínculos que se mantienen mientras vivamos. Algunos de esos vínculos son a muerte. Lo he visto con los amigos de mis hijos. Son relaciones muy consolidadas. Tienen relaciones de amistad como si fueran hermandades.

Estas familias, estos grupos sociales, que son como hermandades, también se dan en el campo de las actividades artísticas y culturales, donde igualmente se producen grupos con mucha cohesión social.

Hay una familia muy particular, la de los Masones, en la cual sus miembros se reconocen como Queridos Hermanos, y de ello se proyecta el trato correspondiente hacia sus esposas e hijos.

Con las distintas profesiones se desarrollan grupos que actúan como familias de miembros de esas profesiones, médicos, abogados, odontólogos, ingenieros.

Están las familias de trabajadores en las oficinas donde laboran y desarrollan prácticas sociales de esta naturaleza.

Está la familia religiosa, la que se construye compartiendo intereses comunes, alrededor de una práctica o identificación religiosa.

Están la familia social que se construye con las personas que comparten intereses sociales comunes, prácticas de gimnasios, prácticas deportivas comunes en general.

He visto grupos, en que he participado, que como familias se reúnen a compartir inquietudes intelectuales, culturales y de lectura.

Están las familias deportivas, que alrededor de sus amores deportivos y sus fanatismos desarrollan lazos muy fuertes, alrededor del deporte o de sus equipos de sus preferencias.

Están, que no pueden faltar, las familias que se agrupan por afinidades políticas. Son más complejas. Pueden ser sólidas como frágiles.

En las familias deportivas y en las políticas las relaciones emocionales pueden ser más tensas, fuetes, dramáticas.

En todas las familias hay distancias y cercanías. La amistad, el cariño, el afecto, la confianza, el respeto y la tolerancia, frente a sus miembros igualmente se da en la distancia como en las cercanías, si se han dado los lazos sólidos de esa relación familiar.

Incluso se dan, como parte de estas experiencias familiares, las relaciones más íntimas, por su cercanía y confianza, con amigos o amigas, que son como los “hermanos del alma” de las personas, de absoluta confianza y fidelidad, como los mismos hermanos de carne y sangre, para decirlo de esa manera.

De estas experiencias señaladas me ocuparé en otra ocasión.

El cultivo de la memoria familiar, su rescate, nos permite entender mejor el conjunto social que vivimos, donde cada uno de nosotros aporta al conjunto social; nos prepara para comprender la complejidad del mundo que vivimos y nos puede preparar para construir un mundo mejor.

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