Cuentos para crecer: El autobús de Rosa

El autobús de Rosa

El autobús de Rosa

Se lo había prometido hacía mucho tiempo y hoy, por fin, lo ha llevado a Detroit, donde tiene que enseñarle una cosa.

—¿Qué es lo que vamos a ver, abuelo? —ha preguntado Ben durante el viaje unas mil veces.

—Espera y lo verás —le ha contentado el anciano—. No seas impaciente.

El autobús de Rosa

Ben lee silabeando las palabras: HEN-RY FORD MU-SE-UM.

¡El museo de Henry Ford! ¡Cielos! El abuelo es realmente increíble, han viajado un montón de horas en autocar para ver automóviles viejos. ¿El abuelo, un entusiasta de los coches? ¡Quién lo hubiera dicho! Pero si ni siquiera tiene permiso de conducir.

—Que no, que no es un museo de automóviles. Aquí está la historia de Estados Unidos. Pero nosotros hemos venido a ver una sola cosa. ¡Deja ya de protestar, tú sígueme y punto! Pero antes tengo que ir a hacer pis, que con las horas que llevo en ese autocar se me ha dormido la próstata.

El abuelo siempre tiene que hacer pis porque tiene mala la próstata, vete a saber tú lo que es eso, pero está claro que sufre y siempre se está quejando.

Sale del lavabo con cara de felicidad, como si hubiese estado en el paraíso.

Un señor alto y corpulento, vestido de uniforme, los guía por un largo pasillo, más allá de un jardín, y los acompaña hasta una sala donde hay un viejo autobús.

—Aquí está —dice, señalándolo—. Es ése de ahí. ¡Dense prisa o lo perderán! —añade en broma.

—¡Es el mismo! —exclama el abuelo—. ¡Cielos, es el mismo!

Por un instante, Ben teme de veras que el autobús esté a punto de partir. Mira y vuelve a mirar si, por casualidad, además del autobús hay algo más. En un rincón hay un retrato enorme de una señora con una medalla en el pecho. Decepcionado, Ben mira a su abuelo sin entender.

—¿Y? Es un autobús viejo.

El abuelo sonríe enseñando los pocos dientes que le quedan. «¡Lo que faltaba!», piensa Ben. «¡Qué despiste tiene! Será cosa de la próstata».

—Siéntate ahí, justo en ese asiento. Es el de Rosa —y antes de que Ben pueda preguntarle quién es la tal Rosa, el abuelo empieza a contárselo.

—En 1955 yo tenía veintiséis años y vivía en Montgomery, Alabama. No había estudiado mucho, pero sabía leer y escribir. En aquellos tiempos, en las clases no había niños de todas las razas, como en la tuya. Los negros tenían sus escuelas, sus locales, sus baños públicos, su vida. Nuestra vida transcurría separada de la de los blancos. Nos toleraban porque necesitaban nuestro trabajo, pero no querían tener nada que ver con nosotros.

»En la puerta de muchos locales colgaba un letrero en el que se leía:

WHITES ONLY

«Sólo para blancos, o sea, que los negros tenían prohibido entrar.

—¿Como ocurre ahora con los perros? —pregunta Ben, incrédulo.

—Peor. Hoy, si por error un perro entra en un bar, lo mandan salir. En aquellos tiempos, si un negro hubiese tratado de entrar, lo habrían linchado allí mismo y los asesinos habrían sido absueltos.

»Yo era mozo en la estación. Un trabajo duro. Algunos blancos eran amables, a lo mejor hasta te dejaban propina. Pero la mayoría nos trataba como esclavos, con desprecio. Yo era joven, y me daba mucha rabia, me hacía daño. La rabia se me calmaba con el miedo… y con Jeremy.

»Mejor dicho, con el ojo y la pierna de Jeremy.

—Jeremy era alto y fuerte como un roble, y también trabajaba de mozo. Tenía cincuenta años, un ojo de vidrio y una pierna tiesa como un palo de escoba. Todos sabíamos lo que le había pasado. Un día, cuando todavía era un muchacho, se le cayó una maleta en el andén siete. Se abrió y la ropa limpísima quedó desperdigada en las vías sucias de polvo y carbón.

»Entre las camisas y los chalecos había también una capucha blanca, con dos agujeros para los ojos.

»En un instante, el dueño de la maleta se puso a pegarle con un bastón que tenía empuñadura de plata.

»Le pegó con todas sus fuerzas, pero Jeremy agarró el bastón y se lo quitó. No le hizo nada al hombre, ni siquiera lo rozó. Cogió el bastón, lo dobló sobre la rodilla, lo partió en dos y lo tiró a las vías, junto con la ropa.

»Lo despidieron de inmediato.

»Después se hizo de noche.

El autobús de Rosa

Lo apalearon con garrotes y babones a que lo dieron por muerto y se marcharon.

»Pero él salió del trance, y cuando se curó de las heridas, recuperó incluso el trabajo.

»Su ojo de vidrio y la pierna tiesa debían servirnos a todos nosotros de advertencia.

Es la historia más horrible que Ben ha oído jamás.

Todavía no entiende por qué su abuelo se la cuenta precisamente allí, en un viejo autobús de museo.

—En fin, que el primero de diciembre de 1955, al atardecer, como de costumbre, para regresar a mi casa tomé el autobús, este mismo donde estás tú sentado ahora. Los asientos de delante estaban reservados para los blancos, en los otros nos podíamos sentar nosotros también, siempre y cuando no hubiese ningún blanco de pie.

»Aquel día hacía frío y yo estaba cansado. Por suerte, cuando subí, todavía quedaban asientos libres y me pude sentar.

»Al cabo de varias paradas subió ella, Rosa.

—Tenía cuarenta y dos años, un porte digno y llevaba gafas. Era una mujer de color como tantas, que volvía de su trabajo de modista en unos grandes almacenes.

»Se sentó a mi lado. Había otros negros de pie, pero todos los blancos estaban sentados. En la siguiente parada subieron cuatro personas de piel blanca como la harina. Enseguida el conductor nos gritó que nos levantáramos y cediéramos el asiento a los blancos. Yo obedecí, igual que otras dos mujeres negras. Un pasajero blanco seguía de pie, pero Rosa no se movió.

»El conductor se dio cuenta y volvió a gritar desde el volante:

“Todos los negros tienen que levantarse y dejar su asiento a los blancos. ¡Tú, levántate y cédele asiento al señor!”

—Fue en ese momento cuando ocurrió algo increíble, un hecho extraordinario que iba a cambiarlo todo y a hacer que las cosas ya nunca más volvieran a ser como antes.

»Rosa no se movió, se quedó allí sentada.

»El conductor se acercó a la acera y paró el autobús. Abandonó el volante soltando maldiciones y se acercó a Rosa. “¿Qué pasa? ¿Además de ser negra estás sorda? ¿No ves que este señor está de pie?”

»Preocupado, miré a aquella mujer que no conocía y le dije: “Señora, levántese, o se meterá en un lío”.

»Ella me miró. Su mirada llegó al fondo del pozo negro de mis ojos y vio mi terror. Yo no dije nada más. Ella tampoco.

»Aquella mujer grácil y decidida, con su sola mirada hizo que me sintiera menos que nada.

Al abuelo se le han puesto los ojos brillantes, tristes.

Toma al niño de la mano, se la aprieta con fuerza y continúa su relato.

—No dijo una palabra. Sólo me dirigió aquella mirada llena de compasión. El conductor, con su uniforme, la cara bien afeitada, las dos axilas manchadas de sudor, plantó delante de ella su corpachón y le ordenó: “¡Levántate! ¡Cédele el asiento a este señor!”.

“NO” contestó la mujer con calma y, sin alterarse, lo miró fijamente a los ojos. “¡Negra, te he dicho que te levantes y que le cedas el asiento a este señor!”. Rosa no movió un solo músculo, y mirándolo fijamente a los ojos, como me había mirado antes a mí, repitió con firmeza: “¡No!”.

»El hombre se puso hecho una furia y se bajó del autobús gesticulando y gritando: “Con que esas tenemos, ¿eh? ¡Ya verás cómo te quito los pájaros que tienes en la cabeza!”.

—Aunque era diciembre, en el autobús empezó a hacer calor, un calor insoportable Algunos de los blancos meneaban la cabeza. “¡Adonde iremos a parar!”, dijo una señora mirándonos con resentimiento. Un anciano de color, que estaba de pie a mi lado, se acercó a Rosa y, casi en tono de súplica, le dijo: “¡Señora, todavía está a tiempo, levántese!”. Ella no se movió, lo miró, le sonrió y negó con la cabeza.

El autobús de Rosa

»Entonces el conductor volvió acompañado de dos agentes de policía, que la agarraron a la fuerza y la levantaron en peso del asiento. Ella siguió inmóvil y se dejó llevar hasta el coche como una reina en su baldaquín. La esposaron como a una delincuente y yo no hice nada, nada de nada.

—Me quedé allí de pie, atemorizado, y pensé que aquella mujer debía de estar loca y que habría pagado cara aquella obstinación.

»En casa no conté nada, pero me pasé toda la noche viendo los ojos de aquella mujer y no logré cerrar los míos.

»Días después, en el trabajo, me dijeron que para volver a mi casa no debía tomar el autobús. Me lo dijo Jeremy, mirándome con su ojo sano.

»“¿Y por qué no? ¿Tú sabes lo lejos que está mi casa?”

»“Detuvieron a una mujer de las nuestras, en un autobús, porque no quiso ceder su asiento. Y nosotros, en señal de protesta, no tomaremos el autobús. ¿Entendido?

»Me avergoncé. No tuve valor de contarle que yo también viajaba en aquel autobús. Me limité a decirle que estaba de acuerdo y esa noche yo regresé andando a mi casa. Tardé dos horas.

—Después me enteré de que a la mujer la habían soltado casi enseguida, gracias a un abogado y a un joven pastor de la Iglesia, aunque la condenaron a pagar una multa de diez dólares.

»El pastor era Martin Luther King y bendijo el boicoteo. A pie, en bicicleta, en carrito, en furgonetas, incluso a lomos de burro, cada cual se arregló como pudo, pero nadie volvió a tomar el autobús. Seguimos así un año entero, la empresa de transportes estaba al borde de la quiebra y muchos conductores perdieron su empleo.

»Rosa también perdió el suyo, y recibió tantas amenazas que tuvo que mudarse. Pero no se rindió, y en 1956, un año después de su NO, el Tribunal Supremo proclamó la ilegalidad de la segregación racial en los sistemas de transporte público de los Estados Unidos de América.

—El asiento en el que estás tú ahora es el que ocupaba Rosa ese día. Y este donde estoy yo, era el mío. El que cedí por miedo, por no saber decir No. Mira sus fotos. Aprende cuánto le debemos. La foto de tu abuelo no sale porque tuvo miedo, miedo también por ella. Aquel día, la historia pasó a mi lado, y era un autobús, me rozó apenas y yo no supe cogerlo. Es más, vi que Rosa sí se subía y traté de disuadirla.

»Pensábamos que estaba loca, y fíjate tú que los locos éramos nosotros, acostumbrados a agachar la cabeza y a decir que sí a todo.

»Por eso te he traído hoy aquí, para recordarte que siempre hay un autobús que pasa en la vida de cada uno de nosotros.

»Yo lo perdí hace muchos años. Tú mantén los ojos abiertos, no vayas a perder el tuyo. En fin —farfulla el viejo—, quería pedirte perdón.

—¿Perdón por qué?

—Por no haber tenido el valor de Rosa, por no estar en ese retrato.

autobus05

Ben se levanta y abraza a su abuelo. Lo estrecha, mira la foto de Rosa y siente un nudo en la garganta. Es una simple mujer, indefensa, como podría ser su propia madre. De manera que no hace falta tener músculos, ni fuerza. Basta con tener esos ojos grandes y esa sonrisa tranquila. Basta con vencer el miedo y saber que se tiene razón. Mientras Ben piensa en todo esto, el abuelo se suelta del abrazo, se sorbe los mocos y se tranquiliza.

—¿Te apetece un helado?

—Si —contesta el niño.

Y se van para la heladería, hacia el presente. Son cuatro pasos, algo menos de sesenta años, y los recorren deprisa. Entran decididos, piden un helado y luego se sientan a la mesa más bonita para tomárselo. El viejo coge un periódico de una de las mesas y lo abre.

En la primen página aparece la foto de un hombre.

La piel es oscura como la del niño y los ojos también son los mismos. La piel y los ojos idénticos a los de Rosa.

Fabrizio Silei
El autobus de Rosa
Granada: Barbara Fiore, D. L. 2011

El Proyecto CUENTOS PARA CRECER consiste en la publicación de relatos destinados en especial a niños y adolescentes, así como a todos los que encuentran placer en la lectura.

Debido al tipo de historias ofrecidas, este proyecto permite reflexionar sobre una serie de valores considerados esenciales para el desarrollo del carácter, como la tolerancia, la solidaridad, el espíritu de diálogo y la honradez, proporcionando además un valioso instrumento de aprendizaje.

cuentosn@cuentosparacrecer.com

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