Guadi Calvo
Desde que, en 2011, se logró expulsar al grupo al-Shabab de Mogadishu. mil y una veces se anunció su derrota definitiva. Y a pesar de eso, una y otra vez, volvió a repetirse como la condena de Sísifo.
Hasta hace unas pocas semanas, la khatiba más emblemática de al-Qaeda, en África, parecía nuevamente a punto de ser derrotada. Los Estados Unidos han intensificado sus ataques aéreos, más allá de la promesa electoral de Donald Trump de terminar con las “guerras eternas”, por considerarlas una inversión improductiva. No obstante, desde su llegada al poder el veinte de enero pasado, ha dado armas, apoyo táctico y político al genocidio sionista en Gaza, y sus operaciones en Líbano, Siria e Irán. Además de atacar las posiciones Houthies en Yemen, que con sus ataques están bloqueando el paso del tránsito comercial en el mar Rojo.
En este contexto, Trump ha emprendido una vez más acciones militares en el Cuerno de África, con epicentro en Somalia, duplicando, según lo informado por el Comando de África de Estados Unidos (AFRICOM), sus operaciones respecto al año pasado.
El primero de febrero último, a diez días de asumir su segundo mandato, Trump informó que los Estados Unidos habían realizado ataques aéreos contra posiciones del Daesh, en la región semiautónoma de Puntlandia, unos mil cien kilómetros al norte de Mogadishu.
En lo que va del año, al menos ya han sido cuarenta y tres los ataques estadounidenses, en coordinación con el gobierno somalí del presidente Hassan Sheikh Mohamud, quien, en 2022, llegó nuevamente al cargo con una diatriba guerrerista que se ha ido más en voluntad que en realizaciones concretas. En su anterior mandato, 2012-2017, Mohamud tampoco había logrado contener las operaciones de al-Shabab, más allá de haber dado carta blanca a las operaciones de Washington.
Más allá de los intentos del gobierno central, los Estados Unidos y las misiones militares de Naciones Unidas y la Unión Africana, que a pesar del imbricado compendio de siglas (UNSOM-UNTMIS) el resultado fue prácticamente nulo y al-Shabab avanza y retrocede según sus necesidades tácticas.
Estados Unidos nunca se ha llevado buenos recuerdos de sus incursiones somalíes; desde el recordado episodio de la caída del Black Hawk en 1993, perpetuado en la historia por el film de Ridley Scott, el país del Cuerno de África les fue zona vedada, pero aun así lo siguió intentando.
Somalia, en 2007, se convirtió en el primer país africano en ser atacado por Estados Unidos después del 11-S. En el contexto del plan guerrerista de Bush hijo conocido como Guerra Global Contra el Terrorismo (por sus siglas en inglés GWOT), se convirtió en un escenario clave para el bushismo y una tentación imperecedera, con sus más y sus menos, para los gobiernos que le continuaron. Durante los cuatro mandatos que suman George W. Bush y Barack Obama, se produjeron unos sesenta ataques, otros cincuenta en el mandato de Biden, mientras que en los cuatro primeros años de Trump la cifra superó los doscientos.
En su nuevo turno, Trump justifica sus ataques con la sempiterna cantinela de proteger sus intereses geopolíticos en el Cuerno de África: la salud e integridad de sus ciudadanos, aunque el verdadero interés se centra en el intento de controlar la producción y la economía en la región y tener un pie en una de las regiones más complejas de la geopolítica mundial: el golfo de Adén, donde convergen la entrada al mar Rojo por el estrecho de Bab al-Mandeb, las rutas de acceso al golfo Pérsico y el tráfico naviero proveniente del Asia-Pacífico y el oriente de África.
Las recientes operaciones aéreas de la Casablanca, en Somalia, de ningún modo apuntan a generar estabilidad para consolidar después un proceso de inversiones, para sacar al país sumergido prácticamente en el siglo XII. Si no solo intenta evitar la instauración de un emirato al estilo Afganistán, que luego resulta la cuestión en Medio Oriente e Irán, resultaría mucho más costoso expulsar del poder.
Dentro del actual gobierno norteamericano existen diferencias manifiestas acerca de la estrategia a aplicar, razón de la intermitencia, no en lo militar, sino en lo discursivo de Trump, donde todavía insiste con aquello de poner fin a las guerras eternas.
Una vez más la roca
Mientras, en las oficinas de la Casablanca se debate el qué y el cómo en Somalia; al-Shabab en estas últimas semanas nuevamente ha vuelto a ganar territorio y su presencia es cada vez más acechante en ciudades del oeste y el sur del país.
En lo que muchos consideran como una campaña sin precedentes de al-Shabab, dado que ha revertido la mayoría de sus pérdidas territoriales y vuelve a posicionarse en puntos estratégicos, haciendo trastabillar una vez tras otra al ejército somalí y las fuerzas extranjeras que lo apoyan.
Los integristas armados han vuelto a conquistar numerosas poblaciones en el Shabelle Medio, en el estado semiautónomo de Hirshabelle.
En esta embestida, al-Shabab ha conseguido ponerse en camino hacia Mogadishu, estableciendo puestos de vigilancia en los principales accesos a la capital. Mientras que las fuerzas de seguridad, de una manera muy similar a lo que sucedió en los últimos años de la guerra afgana, la mala preparación y la corrupción de la oficialidad, que ha llegado a vender armas y advertir de las estrategias del gobierno.
Los recientes ataques aéreos de Estados Unidos, al parecer sin demasiada precisión, han provocado la muerte de civiles y la destrucción de propiedades y almacenes de acopio de grano y la muerte de ganado. Profundizando todavía más la crítica situación de los miles de pobladores en el interior somalí, que ya llevan casi quince años siendo rehenes de una guerra en la que siempre, no importa quién controle su región, están del lado enemigo. Robados, saqueados, sus mujeres abusadas y sus hijos incorporados de manera forzada a uno u otro bando. Lo que ha obligado a muchas de esas comunidades a organizar grupos de autodefensa, con el costo personal y material que eso significa. De aquellos daños colaterales, exactamente lo mismo que sucedió en incontables oportunidades en zonas de la frontera entre Pakistán y Afganistán desde 2001 a 2021, nunca las víctimas han sido resarcidas por sus pérdidas.
La actual situación es similar a lo sucedido durante todo el periodo anterior de Trump, lo que provocó entonces diversas denuncias de ONG y asociaciones de defensa de derechos humanos, lo hayan denunciado. En 2019, Amnistía Internacional acusó a Estados Unidos de cometer posibles crímenes de guerra en Somalia como resultado de sus bombardeos.
Estados Unidos arguye que esos ataques erróneos a la propia dinámica de la guerra, que reciben mensajes fragmentados por sus agentes o colaboradores en el territorio, y que los terroristas operan entre la población de dichas regiones, por lo que les resulta proactivamente imposible discernir quiénes son unos y quiénes los otros. Las mismas excusas que presentaron a lo largo de los veinte años, lo mismo en Afganistán, de donde evidentemente el Pentágono y la CIA no han sacado ninguna enseñanza, o es cierto que nada les importa la vida de estos desangelados.
La actual situación provocada por los ataques norteamericanos continúa; podría provocar el reagrupamiento de los clanes que predomina en cada región o bien ponerse abiertamente del lado de los terroristas, o enfrentar de manera independiente al gobierno central, a quienes se los asocia directamente con los Estados Unidos.
Hasta ahora, las tácticas militares y antiterroristas de Washington no tienen una dirección acertada y, sin señales de que se pueda alguna vez terminar con al-Shabab, el fantasma de Sísifo una y otra vez volverá a cumplir con su castigo.
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