La nueva transición que pretende Pablo Iglesias

Enrique Gomáriz Moraga

Enrique Gomariz

Muchos observadores aseguran que, desde su ingreso en el Gobierno, el Podemos que encabeza Pablo Iglesias ha puesto sordina a su discurso ideológico. Ya no insiste en hablar del asalto a los cielos o, más precisamente, de lo que ello significa en términos de estrategia política. Sin embargo, si se pone suficiente atención puede percibirse sin gran dificultad el marco general de su planteamiento. La pasada semana, en medio del acaloramiento en el debate parlamentario, Iglesias esbozó con claridad su horizonte estratégico: hay que conseguir que “España realice su segunda transición”.

Cierto, eso significa abandonar el combate frontal contra la transición que trajo la democracia en los años setenta, la cual dejaría así de ser simplemente una farsa dominada por militares y capitalistas, para ser algo aceptable en aquel momento. Pero debe valorarse sólo como un primer paso, que ya hay que superar logrando la siguiente transición necesaria.

Desde luego, cabe la pregunta: ¿y en qué consiste esa nueva transición? El propio Iglesias ha ido señalando algunos de los principales elementos que caracterizarían ese cambio.

Superación de la monarquía parlamentaria. Significa uno de los elementos claves desde el punto de vista simbólico de la nueva transición: el paso hacia una República, mediante un referéndum sobre la forma de Estado o bien al interior de una reforma constitucional general.

Nuevo diseño territorial: la nación de naciones. La forma precisa de esta idea reiterada por Iglesias no está completamente definida (Estado federal, etc.), pero se apunta hacia una plurinacionalidad semejante al caso boliviano: Estado plurinacional de Bolivia.

Cambio en la orientación de la judicatura. Se parte de la premisa de que los jueces son conservadores en su mayoría y que habría que cambiar esa orientación. Ese objetivo se conseguiría por varias vías. La más inmediata ya ha sido propuesta al PSOE, que la aceptó como planteamiento del gobierno: eliminar la mayoría calificada para la composición del gobierno de los jueces, de tal forma que una reducida mayoría de fuerzas de izquierda pudiera determinar esa composición. Otra vía procedería de la limitación de la competencia del poder judicial acerca de los delitos contra la Constitución. Bajo la idea de que hay que desjudicializar la política, algo compartido por muchas fuerzas política, Podemos quiere evitar que la judicatura actúe como salvaguardia del consenso constitucional.

Superación del equilibrio macroeconómico como parte del marco constitucional. Existe una tendencia mundial a considerar que el contrato social debe basarse en un pacto fiscal, algo que se trata de llevar al texto constitucional; en general, para garantizar el equilibrio macroeconómico y financiero (un país no debe gastar más de lo que ingresa, porque eso significa trasladar la deuda hacia las siguientes generaciones). Iglesias considera que ese equilibrio es contrario al gasto social expansivo y, en todo caso, que no debe constituir una limitación constitucional.

Reducción del peso de la representación en el sistema político. Como parte de la inercia del planteamiento que se hizo en las movilizaciones del 15M, Iglesias sigue preparando el incremento de mecanismos que compensen la base representativa mediante la movilización política. De esta forma, el peso del activismo cobraría importancia frente al ciudadano común. Sin llegar a la propuesta de sustituir el Congreso por organismos complementarios (como sucedió hace un siglo con el Soviet de obreros y campesinos, frente a la representación y el voto de toda la ciudadanía en el parlamento), Podemos no descarta las estructuras complementarias del llamado poder popular, existentes, por ejemplo, en Venezuela o Nicaragua.

Proceso constituyente. Aunque la mayoría de estos elementos podría alcanzarse mediante reformas normativas particulares o incluso de cambios parciales en la actual Constitución, Podemos ya ha hecho pública su preferencia en torno a la preparación de un proceso constituyente que concluyera con una nueva Constitución. Esa preferencia se manifestó con claridad en torno a la reciente discusión sobre la crisis institucional en España. Impulsar un proceso constituyente tiene la ventaja de poder ordenar de manera sistémica los elementos mencionados, además de reflejar en sí misma el carácter sustantivo de la nueva transición.

Sobre el papel, este planteamiento transicional no parece tan incoherente, pero para que tomara cuerpo real debería mostrar cuál sería su base sociopolítica de sustentación. La transición de los años setenta se basó en una amplia concertación de fuerzas políticas, que iba desde comunistas a la derecha exfranquista, dejando por fuera únicamente a los extremos más radicales de izquierda y derecha. ¿Sería posible algo así para la nueva transición que pretende Iglesias?

Antes de responder esa pregunta es necesario subrayar que el escenario social y político español muestra palmariamente que, como sucede en la mayoría de los países europeos, sigue existiendo una España conservadora frente a otra progresista y de izquierdas; que, en términos de voto popular, divide el país prácticamente por la mitad. Es decir, la nueva transición de Iglesias debería apoyarse en dos supuestos: uno, muy difícil de lograr, que consistiría en convencer a la España conservadora de la bondad de su planteamiento; el otro, basarse sólo en la otra mitad de España para conseguir forzar su nueva transición.

No parece casualidad que Iglesias hiciera explicita su idea de la segunda transición en el contexto de la discusión sobre la credibilidad del manifiesto por la democracia firmado durante los debates de la moción de censura al gobierno presentada por Vox. Como es sabido, la moción fue rechazada por el resto de los grupos parlamentarios, incluido el conservador Partido Popular, que aprovecho para romper ideológicamente con Vox. En este contexto, surgió la idea de lograr un aislamiento todavía más explicito de los planteamientos ultraconservadores de Vox. Pero, en vez de lograr un pronunciamiento de las fuerzas constitucionalistas de la cámara, el PSOE siguió la iniciativa de Podemos de lograr un manifiesto con los grupos más a la izquierda. Se elaboró así un Manifiesto por la Democracia, que fue firmado por PSOE, Podemos y ocho pequeños grupos parlamentarios, donde estaban los separatistas, incluido el grupo defensor de la herencia de ETA, EH Bildu, y la CUP, el grupo antisistema catalán. La reacción del resto de la cámara no se hizo esperar. Diferentes voces se alzaron para preguntar qué credibilidad podía tener un tal manifiesto, que reunía a toda la extrema izquierda, el separatismo y los antisistema, junto a un único partido de Estado, el PSOE. Fue en medio de ese debate, cuando Pablo Iglesias dejó caer la idea de la necesidad de que España avanzara hacia una nueva transición. Insisto, no creo demasiado en las casualidades. Iglesias tiene en la cabeza como base de sustentación sociopolítica de su necesaria transición, la ampliación de esa mitad de España, mediante la extensión del pacto con el PSOE hacia nuevos grupos, cuyo pedigrí democrático no importa demasiado.

Alguien puede pensar que este horizonte político de Iglesias no es verdaderamente factible en España. Pero la cuestión también consiste en valorar el riesgo que representa. Esa propuesta, lejos de avanzar hacia la unidad de acción que exigen los tiempos, profundiza gravemente la división entre las dos Españas y parece claro que mantener a ese país en una crisis institucional o política de larga duración es lo último que necesita.

Pero en este momento de la reflexión, surge la pregunta de cuál es el punto de apoyo más sólido que tiene Iglesias para mantener vigente su horizonte. Y, desafortunadamente para los socialdemócratas españoles, sólo existe una respuesta sólida: el actual PSOE de Pedro Sánchez. Al igual que su presencia en el manifiesto firmado por grupos de extrema izquierda, separatistas y antisistema, es la que otorga algún nivel de credibilidad democrática al mencionado documento (blanqueando así la defensa de ETA de Bildu, o los postulados antidemocráticos de la CUP), es el PSOE quien representa la base obligada (convenientemente disminuido, eso sí) para que Pablo Iglesias pueda configurar su audaz idea de nueva transición. Y lo dramático es que mientras Sánchez necesite los votos de esos grupos para permanecer en el gobierno, Iglesias tiene garantizado el mantenimiento de su peligrosa ensoñación.

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