Para descifrar el «extremismo» israelí y otros artículos

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Para descifrar el «extremismo» israelí

Richard Falk

«Estas son las líneas básicas del gobierno nacional que encabezo: el pueblo judío tiene un derecho exclusivo e incuestionable a todas las zonas de la Tierra de Israel. El gobierno promoverá y desarrollará los asentamientos en todas las partes de la Tierra de Israel: en Galilea, el Néguev, el Golán, Judea y Samaria.»

Benjamin Netanyahu, 30 de diciembre de 2023

Cualquiera con los ojos medio abiertos durante las últimas décadas debería darse cuenta a estas alturas de que el Juego Largo sionista no divulgado precedió al establecimiento de Israel en 1948, y tiene como objetivo extender la soberanía israelí a toda la Palestina ocupada, con la posible excepción de Gaza. La importancia de la afirmación pública por parte de Netanyahu de este juego a largo plazo, hasta ahora secreto, es que puede estar llegando a su fase final y que la coalición de gobierno de extrema derecha está dispuesta a concluirlo.

La afirmación de Netanyahu de la supremacía exclusiva de Israel en nombre del pueblo judío sobre la totalidad de la tierra prometida supone un desafío directo al Derecho internacional. Además, la declaración de Netanyahu choca frontalmente con la obstinada insistencia de Biden, por descabellada que sea, de reafirmar su apoyo a una solución de dos estados. Este enfoque zombi para resolver la lucha entre Israel y Palestina ha dominado la diplomacia internacional durante años, permitiendo de forma útil a la ONU y a sus miembros occidentales mantener su apoyo a Israel sin que parezca que están apuñalando al pueblo palestino.

La descarada declaración de Netanyahu sobre el expansionismo unilateral israelí renuncia a las anteriores farsas diplomáticas. Emplaza a la ONU, a la Autoridad Palestina, a los gobiernos de todo el mundo y a la sociedad civil transnacional a abrir por fin ambos ojos y admitir finalmente que la solución de los dos Estados está muerta.

Para ser justos, es cierto que este Juego Largo sionista sólo se ha vuelto evidente en tiempos recientemente para todo el mundo, salvo para los observadores más atentos a la pugna. A lo largo del siglo XX, este proceso de expansionismo progresivo se ocultó a la opinión pública mediante una combinación de dominio israelí del relato público y complicidad norteamericana, la cual engañó especialmente a los sionistas de la diáspora al suponer que Israel estaba abierto a un compromiso político y que eran los palestinos quienes se resistían a un resultado diplomático. Esa interpretación del estancamiento fue siempre engañosa. El proyecto sionista desde sus comienzos, hace más de un siglo, procedió por etapas para aceptar lo que fuera políticamente alcanzable en un momento dado, y luego pasar a la siguiente etapa en su plan de colonización más completo.

Este patrón de prioridades expansionistas se hizo especialmente evidente en los periodos posteriores a la Declaración Balfour de 1917 y después de la Segunda Guerra Mundial. La infame Declaración colonial había prometido apoyo británico a «un hogar nacional para el pueblo judío en Palestina”, algo que se hizo creíble al dar cabida a la creciente inmigración judía durante el período de preceptiva administración británica que duró de 1923 a 1948. Luego vino la resolución de partición de la ONU (Resolución 181 de la Asamblea General de las Naciones Unidas), que no sólo ignoró los derechos de autodeterminación de los palestinos al dividir su país sin un referéndum previo, sino que cambió el estatus de la presencia judía de «hogar nacional» dentro del Estado de Palestina a Estado judío soberano en la mitad de Palestina. Tales imposiciones se vieron positivamente acogidas por los sionistas, pero rechazadas por los representantes del pueblo palestino y por los gobiernos árabes vecinos, lo que condujo directamente a la Guerra de 1948, que provocó la catastrófica desposesión de unos 750.000 palestinos, conocida por sus víctimas como nakba, y que terminó con un alto el fuego que aumentó la porción de Israel en Palestina del 55% al 78%.

Luego vino la guerra de 1967, que expulsó a Jordania de Cisjordania y Jerusalén Este, y desposeyó a otra oleada de palestinos autóctonos, conocidos entre los palestinos como naksa. También dio lugar a la prolongada ocupación israelí, supuestamente temporal, si bien el establecimiento de muchos asentamientos judíos ilegales que invadían lo que se había proyectado como un Estado palestino coexistente en Cisjordania y Jerusalén Este sugería claramente que desde el principio los dirigentes israelíes habían previsto arreglos permanentes con un objetivo final en mente que no contaba con un Estado palestino viable. Otra gota contundente que colmó el vaso en 1967 fue la inmediata declaración y promulgación por parte de Israel de una reivindicación soberana sobre la totalidad de una Jerusalén ampliada como «capital eterna» del Estado judío. Esta incorporación de Jerusalén fue rechazada repetidamente por abrumadoras votaciones en la Asamblea General, debidamente ignoradas por el gobierno israelí.

En los 55 años siguientes se produjeron muchas otras exhibiciones menores de virtuoso corte en lonchas de los derechos y expectativas de los palestinos. La farsa diplomática de Oslo, que se prolongó durante 20 años tras el publicitado apretón de manos entre Rabin y Arafat en los jardines de la Casa Blanca, fue la maniobra más notable en este sentido. En retrospectiva, parece claro que en el imaginario estratégico israelí la «paz» nunca fue el objetivo de Oslo. La verdadera justificación israelí para Oslo, además de satisfacer la presión internacional a favor de una cierta apariencia de negociaciones, era ganar el tiempo necesario para que el movimiento de asentamientos fuera lo suficientemente grande y difuso como para convertirse en irreversible. Un ataque tan evidente al mantra de “los dos estados” debería haber supuesto una sentencia de muerte de la duplicidad de “los dos Estados”, pero no lo fue porque su continua declaración internacional, hasta ahora, era mutuamente conveniente tanto para los dirigentes israelíes como para los gobiernos extranjeros amigos, e incluso para una ONU demasiado débil como para insistir en el cumplimiento israelí del Derecho internacional. La Ley Básica de Israel de 2018, que proclama la supremacía de los judíos en «la tierra prometida de Israel», incluida toda Cisjordania, dio un paso de gigante hacia la revelación de los objetivos integrales del Proyecto Sionista refrendado por Netanyahu coincidiendo con la jura de su cuarto intento de convertirse en primer ministro.

Sin embargo, a pesar de estos manifiestos éxitos en este Juego Largo Sionista, está desde algunas perspectivas más en duda que nunca, por extraño que pueda parecer desde una visión puramente materialista de la política. El pueblo palestino se ha mantenido firme en su compromiso con la autodeterminación a lo largo del siglo en que se ha visto puesto a prueba por esta serie de invasiones de colonos israelíes, incluido lo que representa el liderazgo cuasi-colaborativo que ofrece la Autoridad Palestina. El espíritu de resistencia y lucha se ha mantenido gracias a la profunda cultura palestina de la firmeza del sumud. La resistencia, aunque esporádica, nunca ha desaparecido.

Además, el peso de la evolución de las circunstancias históricas ha permitido a los palestinos lograr importantes victorias en la Guerra de Legitimidad que libran ambos pueblos por el control de los espacios simbólicos y normativos en el conflicto más general. A lo largo de la última década, el discurso político internacional aceptó cada vez más la descripción palestina de Israel como «un Estado colonial de asentamientos», una valoración perjudicial en una época en la que el colonialismo en otros lugares se estaba viendo desmantelado militarmente por el bando más débil, lo que sugiere la influencia no reconocida del Derecho, la moral y la movilización nacionalista a la hora de superar a un adversario militarmente superior.

Más allá de esto, y de manera más formal, la acusación de apartheid dirigida al Estado israelí, antaño radical, ha sido validada a lo largo de los últimos seis años por informes cuidadosamente documentados de la ONU (CESPAO), Human Rights Watch, Amnistía Internacional e incluso la ONG israelí B’Tselem, ferozmente independiente. A medida que se desvanecía el recuerdo del Holocausto y resultaba más difícil ocultar los agravios contra los derechos de los palestinos, la opinión pública mundial, especialmente en Occidente, se mostraba algo más comprensiva y convencida con el relato palestino y, lo que es igualmente significativo, la relevancia del precedente sudafricano se hacía más difícil de ignorar.

Entre otras victorias simbólicas palestinas se contaron el reconocimiento diplomático generalizado de la condición de Estado palestino por parte de muchos gobiernos del Sur Global, la condición de miembro de la ONU sin derecho a voto, el acceso a la Corte Penal Internacional y su sentencia de 2021 autorizando la investigación de las acusaciones palestinas de crímenes internacionales en la Palestina ocupada desde 2014, y a finales de 2022 la aprobación por un amplio margen de una Resolución de la Asamblea General solicitando una Opinión Consultiva de la Corte Mundial de La Haya sobre la prolongada ocupación ilegal de los territorios palestinos. El nombramiento en 2022 por el CDH de una Comisión de Investigación de alto nivel con un amplio mandato para investigar las irregularidades cometidas por Israel se produjo tras las frustraciones asociadas a décadas de incumplimiento israelí del derecho internacional humanitario en los Territorios Palestinos bajo Ocupación.

Israel y sus ONG títeres, UN Watch y NGO Monitor, reconocieron la gravedad de estos acontecimientos, al igual que el gobierno israelí, inteligentemente sensibles al precedente que sentó el derrumbe del régimen de apartheid en Sudáfrica como resultado de una mezcla de resistencia, deslegitimación simbólica e iniciativas de solidaridad global. Israel y sus activistas contraatacaron, con el apoyo inquebrantable del gobierno norteamericano, pero no de forma substantiva, reconociendo los riesgos de llamar más la atención sobre el fondo de las políticas, prácticas e ideología racista de Israel. En vez de eso, atacó a sus críticos y a sus sedes institucionales, incluida la ONU, tachándolos de antisemitas, desprestigiando a expertos jurídicos concienzudos e incluso a funcionarios internacionales y a las propias instituciones. Con ello se ha creado una cortina de humo de distracción suficiente para permitirle a Biden y a los altos burócratas de la UE mantener la fe en la perspectiva cada vez más vacua de «dos Estados para dos pueblos», cuando a estas alturas ya deben saber que esa política está moribunda incluso como táctica de relaciones públicas. Especialmente ahora que un Netanyahu aparentemente engreído se lo ha dicho a la cara.

Dada esta línea de interpretación, contrariamente a los comentarios de los medios de comunicación, es probable que Netanyahu esté satisfecho de que su coalición de gobierno incluya al Sionismo Religioso (SR) y al Bloque de Poder Judío. El SR, liderado por Bezalel Smotrich e Itamar Ben-Gvar, parece un aliado útil, si no natural, del Likud en el lanzamiento de esta fase culminante del Proyecto Sionista, que implica la consolidación territorial sobre la totalidad de la tierra prometida y probables movimientos para infligir una mayor desposesión a los palestinos -una segunda Nakba- de sus tierras nativas. Visto de este modo, la declaración de Netanyahu antes mencionada equivale a una hoja de ruta virtual, con la esperanza de que SR asuma la mayor parte de la culpa de su incendiaria aplicación, probablemente violenta.

Teniendo en cuenta estos antecedentes, el contexto actual debe entenderse de un modo distinto al modo predominante de informar sobre el gobierno más derechista y extremista de la historia de Israel y la torpeza de confiar en una coalición que otorga una peligrosa influencia a SR. Resulta instructivo observar que la mayoría de los lamentos expresados en Estados Unidos sobre el resultado en las elecciones israelíes de 2022 se refieren a su posible impacto negativo en el apoyo que presta a Israel en las democracias liberales, especialmente, entre las comunidades dominantes, predominantemente seculares, de la diáspora judía. Se expresa poca empatía o preocupación por la probabilidad de que se intensifique el sufrimiento soportado por los palestinos, cuya difícil situación ha sido objeto de supresiones “orientalistas” a lo largo del conflicto.

En la muestra sin duda inconsciente de Biden de tal insensibilidad “orientalista” hacia los derechos palestinos, y mucho menos hacia sus legítimas aspiraciones, la redacción de una declaración oficial felicitando a Netanyahu, Biden justifica que se la analice: «Estoy deseando trabajar con el primer ministro Netanyahu, que ha sido amigo mío desde hace decenas de años, para abordar conjuntamente los numerosos retos y oportunidades a los que se enfrentan Israel y la región de Oriente Próximo, entre ellos las amenazas de Irán». En el mismo texto, el presidente estadounidense afirma que «Los Estados Unidos seguirán apoyando la solución de dos estados y oponiéndose a aquellas políticas que pongan en peligro su viabilidad o contradigan nuestros intereses y valores mutuos».

La mayoría de los comentarios proisraelíes sobre el giro a la derecha del público votante israelí atribuyen el resultado extremista de las elecciones de noviembre a la ausencia de un «socio» en la búsqueda de la paz, a una respuesta al «terrorismo» palestino o a la creciente influencia de la derecha religiosa dentro de Israel, y a los efectos envalentonadores de los acuerdos de normalización (los llamados Acuerdos de Abraham) alcanzados en 2020 durante los últimos meses de la presidencia de Trump. Sin duda, estos factores de contexto influyeron para persuadir a un mayor segmento de votantes israelíes de que se tragaran su aversión a una coalición de gobierno que otorgaba una fuerte influencia a SR, anticipo aparentemente de un fascismo teocrático judío ahora plausible, prefiriendo sus esperanzas de un escenario de «victoria» israelí unilateralmente impuesto a las hipócritas incertidumbres del status quo diplomático no interesado en negociar un compromiso político con su contraparte palestina.

En mis propios encuentros con sionistas liberales en los Estados Unidos se ha puesto de relieve que la buena voluntad israelí con respecto a un acuerdo político con los palestinos se había topado con un muro de ladrillo de oposición palestina de línea dura, una validación indirecta de la excusa de la «falta de interlocutor» o, en el mejor de los casos, la falsa simetría de culpar a ambas partes en una situación en la que una parte era el opresor y la otra el oprimido, una situación acentuada por la insistencia en que el aliado más cercano de Israel, fuente geopolítica de seguridad, sirviera de intermediario. Nada mostraba más dramáticamente la debilidad palestina que su voluntad de confiar en un proceso diplomático tan defectuoso para la realización de su perspectiva de derechos tan básicos como la autodeterminación.

Aunque estos factores se han analizado sin cesar para componer un relato exotérico o público, la verdadera historia -las raíces profundas de estos acontecimientos- está aún por relatar. Está ligada a una historia esotérica o secreta que antecede a la creación de Israel en 1948, y cuyo lento desarrollo supuso la adaptación pragmática del carácter utópico del proyecto sionista de recuperar Palestina durante un período en el que estos objetivos últimos parecían irremediablemente inalcanzables.

Fuente: Counterpunch, 6 de enero de 2023

En las protestas israelíes está en juego algo más que la «democracia”

Richard Falk

Dos conflictos entrelazados son los que se desarrollan actualmente en Israel, pero ninguno de ellos, a pesar del giro liberal occidental, está relacionado con una amenaza de desaparición de la democracia israelí. Esa preocupación presupone que Israel haya sido una democracia hasta la reciente oleada de extremismo derivada del compromiso del nuevo gobierno israelí dirigido por Netanyahu con la «reforma judicial». Un eufemismo ocultaba el propósito de tal empeño, que consistía en limitar la independencia judicial dotando a la Knesset de poderes para imponer la voluntad de una mayoría parlamentaria que anulara las decisiones de los tribunales por mayoría simple y ejerciera un mayor control sobre el nombramiento de los jueces. Ciertamente, se trataba de avances hacia la institucionalización de una autocracia más férrea en Israel, ya que modificaría cierta apariencia de separación de poderes, pero no de una anulación de la democracia, que en mejor garantiza la igualdad de derechos de todos los ciudadanos con independencia de su etnia o credo religioso.

Ser un Estado judío que confiere por su propia Ley Básica de 2018 un derecho exclusivo de autodeterminación exclusivamente al pueblo judío y afirma la supremacía a expensas de la minoría palestina de más de 1,7 millones de personas socava la pretensión de Israel de ser una democracia, al menos en referencia al conjunto de la ciudadanía. Además, los palestinos llevan mucho tiempo soportando leyes y prácticas discriminatorias en cuestiones fundamentales que, con el tiempo, han llegado a que su proceso de gobierno se identifique ampliamente como un régimen de apartheid que opera tanto en los Territorios Palestinos Ocupados como en el propio Israel. Si se estira el lenguaje hasta sus límites, es posible considerar a Israel como una democracia étnica o una democracia teocrática, pero tales términos son vívidas ilustraciones de oxímoron político.

Desde su creación como Estado en 1948, Israel ha negado igualdad de derechos a su minoría palestina. Ha denegado incluso todo derecho de retorno a los 750.000 palestinos que se vieron obligados a marcharse durante la guerra de 1947 y que, de acuerdo con el Derecho internacional, tienen derecho a regresar a sus hogares, al menos una vez finalizado el combate. La amarga lucha actual entre judíos religiosos y laicos centrada en la independencia del poder judicial de Israel es, desde el punto de vista de la mayoría de los palestinos, una trifulca intramuros, ya que los más altos tribunales de Israel a lo largo de los años han apoyado abrumadoramente las medidas más controvertidas a escala internacional que limitan «ilegalmente» a los palestinos, incluyendo el establecimiento de asentamientos, la negación del derecho al retorno, el muro de separación, el castigo colectivo, la anexión de Jerusalén Este, las demoliciones de casas y el maltrato a los presos.

En unas cuantas ocasiones, sobre todo en relación con la utilización de técnicas de tortura contra presos palestinos, el poder judicial ha mostrado ligeros destellos de esperanza de que podría abordar los agravios palestinos de forma equilibrada, pero tras más de 75 años de existencia de Israel y 56 años de ocupación de los territorios palestinos desde 1967, esta esperanza se ha desvanecido de hecho.

No obstante, el control por parte de Israel del relato político que configuraba la opinión pública permitió legitimar el país, e incluso celebrarlo con una retórica hiperbólica como «la única democracia de Oriente Medio» y, como tal, el único país de Oriente Medio con el que Norteamérica y Europa compartían valores e intereses. En esencia, Biden reafirmó esta patraña en el texto de la Declaración de Jerusalén firmada conjuntamente con Yair Lapid, entonces primer ministro, durante la visita de Estado del presidente norteamericano en agosto pasado. En su párrafo inicial, se formula esta opinión: «Estados Unidos e Israel comparten un compromiso inquebrantable con la democracia…».

En los años anteriores a que las elecciones israelíes del pasado noviembre dieran como resultado un gobierno de coalición considerado como el más derechista de la historia del país, el gobierno norteamericano y la diáspora judía se han esforzado por ignorar el devastador consenso de la sociedad civil de que Israel era culpable de infligir un régimen de apartheid para mantener su dominio étnico, y subyugaba y explotaba a los palestinos que vivían en la Palestina ocupada e Israel. El apartheid está proscrito por el Derecho internacional de los derechos humanos y se considera en el Derecho internacional como un crimen con una gravedad sólo superada por el genocidio. Destacados opositores al racismo extremo de Sudáfrica, entre ellos Nelson Mandela, Desmond Tutu y John Dugard, han comentado que el apartheid israelí trata a los palestinos peor que las crueldades que Sudáfrica infligió a su población de mayoría africana, lo que se condenó en la ONU y en todo el mundo como racismo internacionalmente intolerable. Las acusaciones de apartheid israelí se han documentado en una serie de informes autorizados: Comisión Económica y Social de la ONU para Asia Occidental (2017), Human Rights Watch (2021), B’Tselem (2021) y Amnistía Internacional (2022). A pesar de estas condenas, el Gobierno norteamericano y las ONG proisraelíes liberales han evitado incluso la mención de la dimensión de apartheid del Estado israelí, sin atreverse a abrir el tema al debate refutando las acusaciones. Como señaló Dugard cuando se le preguntó cuál era la mayor diferencia entre la lucha contra el apartheid en Sudáfrica e Israel, respondió: «…la transformación del antisemitismo en arma». Es algo que he visto confirmado en mi propia experiencia. Había oposición a la militancia antiapartheid con respecto a Sudáfrica, pero nunca se intentó tachar a los activistas de malhechores, incluso de «criminales».

Desde estas perspectivas, lo que está en juego en las protestas es si se va a tratar a Israel como una democracia antiliberal del tipo de la que Viktor Orban ha creado en Hungría, que diluye la calidad de la democracia procedimental que ha estado operativa para los judíos israelíes desde 1948. El nuevo giro apunta en Israel hacia el tipo de gobierno mayoritario que ha prevalecido durante la última década en Turquía, lo que implica un deslizamiento hacia una autocracia intrajudía abierta. Sin embargo, debemos señalar que ni en Hungría ni en Turquía han surgido estructuras de gobierno con carácter de apartheid, aunque ambos países tienen graves problemas de discriminación de las minorías. Turquía lleva décadas rechazando las demandas de su minoría kurda de igualdad de derechos y un Estado independiente, o al menos una versión fuerte de autonomía. Al menos, estos casos de vulneración de los derechos humanos básicos no se han producido en el marco del colonialismo de colonos que en Israel ha convertido a los palestinos en extraños, prácticamente extranjeros, en su propia patria, donde han residido durante siglos. El racismo no es la única razón para disentir del discurso de la democracia en peligro, la desposesión puede ser la de mayores consecuencias. Si se les preguntara a los nativos si les preocupa la erosión o incluso el abandono de la democracia en «historias de éxito» coloniales como Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Estados Unidos, la pregunta en sí no tendría relevancia existencial en su vida. Los pueblos indígenas nunca quedaron incluidos en el mandato democrático que estas culturas nacionales invasoras adoptaron con tanto orgullo. Su trágico destino quedó sellado en cuanto llegaron los colonos. En todos los casos fue de marginación, desposesión y supresión. Esta lucha indígena es la de la «mera supervivencia» como pueblos distintos con una cultura viable y formas de vida propias. Su destrucción equivale a lo que Lawrence Davidson ha denominado «genocidio cultural» en su innovador libro de 2012, que ya entonces incluía un capítulo en el que condenaba el trato que Israel da a la sociedad palestina.

Bajo el encontronazo entre judíos israelíes, que supuestamente revela un abismo tan profundo que amenaza con una guerra civil en Israel, se esconde el futuro del proyecto colonial de los colonos en Israel. Como han concluido quienes han estudiado la desposesión étnica en otros contextos coloniales de asentamiento, a menos que los colonos consigan estabilizar su propia supremacía y limitar las iniciativas de solidaridad internacional, acabarán perdiendo el control, como ocurrió en Sudáfrica y Argelia con proyectos muy diferentes de dominación de colonos. En este sentido, las protestas que se están produciendo en Israel deben interpretarse como una doble confrontación. Lo que está explícitamente en juego es un amargo encuentro entre judíos seculares y ultrarreligiosos cuyo resultado es relevante para lo que los palestinos pueden esperar que sea su destino en el futuro. También está en juego implícitamente el mantenimiento de los acuerdos de apartheid existentes, basados en el control discriminatorio, pero sin insistir necesariamente en los ajustes territoriales y demográficos, y el intento de utilizar medios violentos para acabar con la «presencia» palestina como impedimento para una mayor purificación del Estado judío con la incorporación de Cisjordania y, por último, la realización de la visión de Israel coincidente con la totalidad de «la tierra prometida», considerada derecho bíblico de los judíos interpretado desde una óptica sionista.

Es un misterio cuál es la postura de Netanyahu, el extremista pragmático, y quizá aún no se haya decidido. Thomas Friedman, la brújula más fiable del sionismo liberal, sostiene la afirmación de que Netanyahu, por primera vez en su larga carrera política, se ha convertido en un líder «irracional» que ya no es digno de confianza desde la perspectiva de Washington, pues su tolerancia del extremismo judío está poniendo en peligro la vital relación con los Estados Unidos y desacreditando la ilusión de alcanzar una resolución pacífica del conflicto mediante la diplomacia y la solución de dos Estados. Los asentamientos israelíes y el acaparamiento de tierras más allá de la línea verde de 1948 han dejado obsoletos los principios de un enfoque liberal.

Políticamente, Netanyahu necesitaba el apoyo del sionismo religioso para recuperar el poder y obtener apoyo para la reforma judicial, a fin de eludir la posibilidad de ser considerado personalmente responsable de fraude, corrupción y traición de la confianza pública. Sin embargo, ideológicamente, sospecho que Netanyahu no se siente tan incómodo con el escenario favorecido por personas como Itamar Ben-Gvir y Benezel Smotrich como pretende. Le permite trasladar la culpa de los hechos más alevosos en el trato con los palestinos. Para evitar el temido desenlace sudafricano, parece poco probable que Netanyahu se oponga a otra ronda final de desposesión y marginación de los palestinos, mientras Israel completa una versión maximalista del Proyecto Sionista. Por ahora, Netanyahu parece estar cabalgando ambos caballos, desempeñando un papel moderador con respecto a la lucha judía sobre la reforma judicial, mientras guiña un ojo disimuladamente a quienes no ocultan su determinación de inducir una segunda “nakba” (en árabe, «catástrofe»), término aplicado específicamente a la expulsión de 1948. Para muchos palestinos, la “nakba” se vive como un proceso continuo y no como un acontecimiento limitado por el tiempo y el lugar, con sus altibajos.

Mi conjetura es que Netanyahu, que es él mismo un extremista cuando se dirige a los israelíes en hebreo, aún no ha decidido si puede seguir subido a ambos caballos o debe escoger pronto a cuál montar. Tras haber nombrado a Ben-Gvir y Smotrich para puestos clave que les confieren el control sobre los palestinos y como principales reguladores de la violencia de los colonos, es pura mistificación considerar que Netanyahu está atravesando una crisis política de la mediana edad o que se encuentra cautivo de sus socios de coalición. Lo que está haciendo es dejar que ocurra, culpando a la derecha religiosa de los excesos, pero sin estar descontento con sus tácticas de buscar un final victorioso del Proyecto Sionista.

Los sionistas liberales deberían estar profundamente preocupados por el grado en que estos acontecimientos en Israel puedan dar lugar a una nueva ola de antisemitismo real, que es lo contrario del tipo de antisemitismo convertido en arma que Israel y sus partidarios por todo el mundo han estado utilizando como propaganda de Estado contra los críticos de las políticas y prácticas estatales. Estos críticos selectivos de Israel no sienten hostilidad alguna hacia los judíos como pueblo y sienten respeto por el judaísmo como gran religión mundial. En lugar de responder de forma substancial a las críticas sobre su comportamiento, Israel ha desviado durante más de una década el debate sobre sus fechorías señalando con el dedo a sus críticos y a algunas instituciones, especialmente a las Naciones Unidas y la Corte Penal Internacional, donde se han formulado acusaciones de racismo y criminalidad israelíes basadas en pruebas y en el escrupuloso cumplimiento de las normas vigentes del Estado de Derecho. Este enfoque, que hace hincapié en la aplicación del Derecho internacional, contrasta con las irresponsables evasivas israelíes de las alegaciones de fondo, lanzando ataques contra sus críticos, en lugar de cumplir las normas aplicables o implicarse de forma substantiva insistiendo en que sus prácticas para con el pueblo palestino son razonables a la luz de preocupaciones legítimas de seguridad, que fue la táctica principal empleada durante las primeras décadas de su existencia.

En este sentido, los recientes acontecimientos en Israel están retratando peligrosamente a los judíos como criminales racistas en su comportamiento hacia los palestinos sometidos, algo que se hace con las bendiciones del gobierno. La violencia impune de los colonos contra las comunidades palestinas se ha visto incluso ratificada por funcionarios gubernamentales competentes, como es el caso de la destrucción deliberada de la pequeña aldea de Huwara (cerca de Nablús). Las fotos de colonos de celebración, bailando entre las ruinas del pueblo, es sin duda una especie de Kristallnacht, lo que por supuesto no pretende minimizar los horrores del genocidio nazi, pero sí es algo que, por desgracia, invita a comparaciones y preguntas inquietantes. ¿Cómo pueden actuar los judíos con tanta violencia contra los vulnerables indígenas que viven entre ellos y a los que se niegan derechos básicos? ¿Y este tipo de espectáculo grotesco no motivará perversamente a los grupos neonazis a fustigar a los judíos? En efecto, Israel rebaja la amenaza real del antisemitismo en este proceso de colocar la etiqueta donde no corresponde y, al mismo tiempo, despierta el odio hacia los judíos mediante representaciones documentadas de su comportamiento inhumano hacia un pueblo forzosamente alejado de su tierra natal. Al obrar así, Israel se está haciendo vulnerable de una manera potencialmente perjudicial para los judíos de todo el mundo, lo que constituye un inevitable efecto secundario global de esta incendiaria campaña del gobierno de Netanyahu para victimizar aún más agudamente al pueblo palestino, encaminada a lograr su total sumisión, o mejor, su marcha.

Fuente: Counterpunch, 5 de abril de 2023

Israel: La larga guerra entre generales y extremistas no va a desaparecer

Jonathan Cook

Israel estuvo más cerca de la guerra civil durante el fin de semana que en ningún otro momento de su historia. El lunes por la noche, en un intento por evitar el caos, el primer ministro Benjamín Netanyahu accedió a poner fin temporalmente a sus planes de neutralizar los tribunales israelíes.

Para entonces, las protestas masivas ya habían paralizado el centro de las ciudades. El fiscal general del país había declarado que Netanyahu actuaba ilegalmente. Las multitudes habían sitiado el edificio del Parlamento en Jerusalén. Se cerraron instituciones públicas, entre ellas el aeropuerto internacional de Israel y sus embajadas en el extranjero, en el marco de una huelga general. A ello se sumó en las últimas semanas un motín de grupos militares de élite, como los pilotos de combate y los reservistas.

La crisis culminó el domingo por la noche con la destitución por parte de Netanyahu de su ministro de Defensa, después de que Yoav Gallant advirtiera de que la legislación estaba desgarrando al ejército y amenazaba la preparación de Israel a la hora de combatir. La destitución de Gallant no hizo sino intensificar la furia.

La agitación se había ido acumulando durante semanas a medida que la llamada «revisión judicial» de Netanyahu se aproximaba a convertirse en legislación.

A finales de la semana pasada, consiguió aprobar una primera medida, que le protege de ser declarado no apto para el cargo, un asunto crucial, dado que el primer ministro está inmerso en un juicio por corrupción. Pero el resto del paquete ha quedado en suspenso. En él encontramos disposiciones que otorgan a su gobierno el control absoluto sobre el nombramiento de los jueces superiores y el poder de anular las sentencias del Tribunal Supremo.

Es difícil encontrar una salida sencilla a este punto muerto. Aun cuando Netanyahu cediera el lunes ante el peso de la reacción a favo, la presión ha empezado a aumentar en su propio bando.

Grupos de extrema derecha lanzaron una oleada de airadas contramanifestaciones, con amenazas de violencia a los oponentes de Netanyahu. Itamar Ben-Gvir, ministro de Policía y líder del partido fascista Poder Judío, prometió inicialmente derribar el gobierno si Netanyahu no seguía adelante con la legislación.

Pero al final, su aquiescencia a una demora se compró a un precio típicamente alto: se establecerá una Guardia Nacional bajo la autoridad de Ben-Gvir. En la práctica, el líder de los colonos dirigirá sus propias milicias fascistas antipalestinas, sufragadas por el contribuyente israelí.

Falta de democracia

La cobertura de las protestas sigue presentándolas de forma simplista como una batalla para salvar la «democracia israelí» y el «Estado de Derecho». `

«La brutalidad de lo que está ocurriendo es abrumadora», declaró un manifestante a la BBC. Pero si las protestas fueran principalmente por la democracia en Israel, la gran minoría de palestinos que viven allí, una quinta parte de la población, habrían sido los primeros en salir a la calle.

Tienen una forma de ciudadanía muy degradada, que les otorga derechos inferiores a los de los judíos. En su inmensa mayoría se quedaron en casa porque las protestas no promovían ninguna concepción de la democracia que contemplara igualdad para ellos.

Con el paso de los años, los grupos internacionales de derechos humanos también han ido reconociendo poco a poco esta falta fundamental de democracia. Ahora describen a Israel como lo que siempre ha sido: un Estado de apartheid.

De hecho, sólo porque Israel carece de controles democráticos incorporados y de salvaguardias de los derechos humanos, estaba Netanyahu en condiciones de aprobar planes para la emasculación del poder judicial.

El sistema político de Israel permite -por diseño- el gobierno tiránico, sin controles ni equilibrios decisivos. Israel no tiene carta de derechos, ni segunda cámara, ni disposiciones sobre igualdad, y el gobierno puede invocar invariablemente una mayoría parlamentaria.

La falta de supervisión y responsabilidad democrática es una característica, no un defecto. La intención era dar libertad a los funcionarios israelíes para perseguir a los palestinos y robarles sus tierras sin necesidad de justificar sus decisiones más allá de una argumentación basada en la «seguridad nacional».

Netanyahu no ha intentado destruir la «democracia israelí»: se ha aprovechado de la falta de democracia.

El único contrapeso endeble a la tiranía gubernamental ha sido el Tribunal Supremo, e incluso éste ha permanecido relativamente de perfil, temeroso de debilitar su legitimidad mediante injerencias y de atraer un ataque político frontal. Hoy ese momento puede estar a la vuelta de la esquina.

Guerra cultural

Una lectura superficial de los acontecimientos es que las crecientes protestas son una respuesta a la instrumentalización de la ley por parte de Netanyahu en su propio beneficio personal: detener su juicio por corrupción y mantenerse en el poder.

Pero aunque esa pueda ser su principal motivación, no es la razón principal por la que sus socios de coalición de extrema derecha están tan dispuestos a ayudarle a aprobar la ley. Quieren la reforma judicial tanto como él.

En realidad, se trata de la culminación de una larga guerra cultural que corre el riesgo de convertirse en una guerra civil en dos frentes relacionados pero separados. Por un lado, se refiere a quién tiene la autoridad última para gestionar la ocupación y controlar los términos de la desposesión de los palestinos. Por otro, atañe a quién o a qué debe responder una sociedad judía: a leyes divinas infalibles o a leyes demasiado humanas.

Hay una razón por la que las calles están inundadas de banderas israelíes, esgrimidas con el mismo fervor tanto por los opositores de Netanyahu como por sus partidarios. Cada bando lucha por saber quién representa a Israel.

Se trata de qué grupo de judíos juega a ser tirano: la ley de los generales o la ley de los matones callejeros religiosos.

Durante décadas, el estamento militar y de seguridad de Israel, respaldado por un poder judicial laico y deferente, ha marcado una brutal agenda en los Territorios Ocupados. Esta vieja guardia sabe muy bien cómo vender sus crímenes a la comunidad internacional como «seguridad nacional». internacional.

Ahora, sin embargo, un joven aspirante disputa la corona. Una floreciente comunidad teocrática de colonos cree tener por fin fuerza suficiente para desplazar el poder institucionalizado de la élite militar y de seguridad. Pero necesita que el Tribunal Supremo se aparte de su camino para lograr su objetivo.

En primer lugar, considera que el sistema judicial y de seguridad es demasiado débil, demasiado decadente y demasiado dependiente de los favores occidentales para terminar el trabajo de limpieza étnica de los palestinos -tanto en los Territorios Ocupados como dentro de Israel- iniciado por una generación anterior.

En segundo lugar, es seguro que el Tribunal Supremo bloquee los esfuerzos de la derecha por prohibir un puñado de «partidos árabes» que se presentan a la Knesset. Sólo su participación en las elecciones generales impide que una combinación de extrema derecha y derecha religiosa ostente el poder de forma permanente.

Asuntos pendientes

Las placas tectónicas políticas de Israel llevan decenas de años chocando ruidosamente. Por eso la última agitación tiene ecos de los acontecimientos de mediados de la década de 1990. Fue entonces cuando un gobierno minoritario, dirigido por un veterano comandante militar de la guerra de 1948, Yitzhak Rabin, intentó que se aprobara la legislación que apoyaba los acuerdos de Oslo.

El argumento de venta era que los acuerdos constituían un «proceso de paz». Se insinuaba -aunque sólo eso- que los palestinos podrían conseguir algún día, si se portaban bien, un Estado dividido, desmilitarizado y diminuto cuyas fronteras, espacio aéreo y espectro electromagnético estuvieran controlados por Israel. Al final, ni siquiera eso se materializó.

La actual agitación en Israel puede entenderse como un asunto pendiente de aquella época.

La crisis de Oslo no tenía que ver con la paz, como tampoco las protestas de esta semana tienen que ver con la democracia. En cada ocasión, estas posturas morales sirvieron para ocultar el verdadero juego de poder.

La violenta guerra cultural desatada por los acuerdos de Oslo condujo finalmente al asesinato de Rabin. Netanyahu, sobre todo, fue el actor principal entonces, como lo es ahora, aunque hace 30 años estaba al otro lado de las barricadas, como líder de la oposición.

Él y la derecha eran los que decían ser víctimas de un Rabin autoritario. Las pancartas de las manifestaciones de la derecha mostraban incluso al primer ministro con uniforme de las SS nazis.

El viento político de cola soplaba ya entonces con tanta fuerza a favor de la derecha religiosa que el asesinato de Rabin no debilitó a los opositores de Oslo, sino a sus partidarios. Netanyahu no tardó en llegar al poder y vaciar los acuerdos de sus ya limitadas ambiciones.

Pero si el estamento laico de la seguridad se llevó un buen susto durante la escaramuza de Oslo, la advenediza derecha religiosa tampoco pudo asestarle un golpe de gracia. Una década más tarde, en 2005, se verían obligados por Ariel Sharon, un general al que consideraban un aliado, a retirarse de Gaza.

Desde entonces no han dejado de luchar.

A la espera del momento oportuno

Durante el levantamiento palestino de gran parte de la década de 2000, tras el fracaso de Oslo, el estamento militar y de seguridad volvió a hacer valer su primacía. Mientras los palestinos fueran una «amenaza para la seguridad», y mientras el ejército israelí salvara la situación, el gobierno de los generales no podría verse cuestionado seriamente. La derecha religiosa tuvo que esperar su momento.

Pero las circunstancias actuales son diferentes. Netanyahu, en el poder durante la mayor parte de los últimos catorce años, tenía un incentivo para evitar inflamar demasiado la guerra cultural: su supresión servía a sus intereses personales.

Sus gobiernos eran una mezcla incómoda: se sentaban representantes de la clase dirigente laica -como los ex generales Ehud Barak y Moshe Yaalon- junto a fanáticos de la derecha de los colonos. Netanyahu era el pegamento que mantenía unido el desorden.

Pero Netanyahu lleva demasiado tiempo en el poder y ahora está demasiado manchado por la corrupción.

Al no haber nadie en el estamento de seguridad dispuesto a servir con él en el gobierno -ahora ni siquiera Gallant, según parece- Netanyahu sólo puede contar con la derecha teocrática de los colonos como aliados fiables, con figuras como Ben-Gvir y Bezalel Smotrich.

Netanyahu ya le ha otorgado a ambos un margen de maniobra sin precedentes para desafiar la gestión tradicional de la ocupación por parte de las fuerzas de seguridad.

Como ministro de Policía, Ben-Gvir dirige la Policía de Fronteras, una unidad paramilitar desplegada en los territorios ocupados. Esta semana puede empezar a crear sus milicias de la «Guardia Nacional» contra la gran minoría palestina que vive dentro de Israel, así como contra los manifestantes «prodemocracia». Sin duda se asegurará de reclutar a los matones colonos más violentos para ambas.

Mientras tanto, Smotrich controla la llamada Administración Civil, el gobierno militar que impone privilegios de apartheid a los colonos judíos sobre los palestinos nativos. También financia los asentamientos desde su cargo de ministro de Finanzas.

Ambos quieren que la expansión de los asentamientos se lleve a cabo de forma más agresiva y sin excusas. Y consideran que el estamento militar es demasiado cobarde, demasiado deferente hacia las preocupaciones diplomáticas como para ser capaz de actuar con suficiente celo.

Ni Ben-Gvir ni Smotrich estarán satisfechos hasta que hayan eliminado el único obstáculo importante para una nueva era de tiranía sin restricciones de los colonos religiosos: el Tribunal Supremo.

Gobierno teocrático

Si los palestinos -incluso los ciudadanos palestinos de Israel- fueran las únicas víctimas de la «revisión judicial», apenas habría movimientos de protesta. Los manifestantes actualmente enfurecidos por la «brutalidad» de Netanyahu y su asalto a la democracia se habrían quedado en su mayoría en casa.

La dificultad estriba en que, para promover sus intereses personales -mantenerse en el poder-, Netanyahu también tiene que promover la agenda más general de la derecha religiosa contra el Tribunal Supremo. Y esto no sólo atañe a los Territorios ocupados, o a la prohibición incluso de los partidos árabes en Israel, sino también a las cuestiones sociales judías internas más tensas de Israel.

Puede que el Tribunal Supremo no sea un gran baluarte contra el abuso de los palestinos, pero ha sido un límite eficaz a una tiranía religiosa que se apodera de la vida israelí a medida que las variedades de dogmatismo religioso se hacen cada vez más mayoritarias.

El error de Netanyahu al tratar de debilitar el Tribunal fue empujar a demasiados agentes judíos poderosos al mismo tiempo a un desafío abierto: el ejército, la comunidad de alta tecnología, el sector empresarial, el mundo académico y las clases medias.

Pero el poder del extremismo religioso judío no va a desaparecer, ni tampoco la batalla por el Tribunal Supremo. La derecha religiosa se reagrupará a la espera de un momento más favorable para atacar.

El destino de Netanyahu es otra cuestión. Debe encontrar la manera de reactivar rápidamente la reforma judicial si no quiere que su joven gobierno se derrumbe.

Si no lo consigue, su único recurso es buscar de nuevo un acuerdo con los generales, apelando a su sentido de la responsabilidad nacional y a la necesidad de unidad para evitar una guerra civil.

En cualquier caso, no será la democracia la que salga victoriosa.

Fuente: Information Clearing House, 30 de marzo de 2023

sinpermiso.info

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