La casa de la Alianza Francesa

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Carlos Revilla Maroto

Carlos Revilla

Una icónica y hermosa casa con más de un siglo de historia alberga hoy la Alianza Cultural Franco-Costarricense o simplemente Alianza Francesa como la llamamos todos, lugar donde se ha desarrollado una amplia agenda cultural que ha beneficiado a la población metropolitana, además de ser el lugar donde cientos de costarricenses han recibido clases de francés por más de 50 años. Está ubicada en Barrio Amón en avenida 7 y calle 5, y refleja el proceso de cambio cultural y arquitectónico de la Costa Rica de finales del siglo XIX. Este cambio, potenciado por el desarrollo cafetalero, hizo que la ciudad de San José adoptara nuevos materiales y sistemas constructivos que dieron como resultado la transformación de su aspecto urbano, en las que destaca la casa, que es reflejo de la forma de vida de la élite cafetalera. Es imperdible, dado que sobresale con su belleza y arquitectura sobre su entorno próximo.

Más detalladamente, en la edificación se conjugan armoniosamente las diferentes técnicas constructivas de la época. Es una llamativa construcción de estilo ecléctico, aunque con gran influencia del estilo victoriano, donde destacan detalles del Renacimiento francés, y es característico por su techo de cenefa de hierro en filigrana y por la perfecta simetría de su fachada, que es simétrica de muros de mampostería con decoración de carácter neoclásico. Sus verjas y sus columnas metálicas fueron forjadas en Francia y sobre los muros de mampostería se instala una estructura de la cubierta de un laminado plano, rematado por una crestería sencilla. Las columnas exteriores son muy esbeltas y sobre su capitel se desarrolla un decorado que articula el sistema. En la cubierta resalta una ventana de buhardilla, de influencia barroca francesa. Las piezas metálicas fueron importadas de Bélgica. Posee un corredor central, característica de la vivienda costarricense de esa época, el pórtico es de metal, obtenido por medio de catálogo, las puertas y ventanas, son de maderas finas.

Los pisos en su mayor parte son en madera, de tabloncillo, a excepción del corredor de la fachada principal y un pasillo. El del corredor es en mosaico decorado en las esquinas, que al unirse forman un pequeño rombo. El del pasillo es una loseta de barro, sencillo, sin decoraciones.

El cielo del entrepiso es en tablilla, entre la que se pueden observar las vigas metálicas expuestas. El cielo del ático es en madera, artesanado, con forro de tablilla.

El ático fue acondicionado como biblioteca o mediateca —como la llaman—, por lo que es de un tamaño considerable, aunque según la propia bibliotecaria, tiene el problema que a veces se calienta mucho por estar muy cerca del techo.

La planta baja —asumiendo que el ático es la planta alta— está conformada por catorce aposentos, utilizados de la siguiente maneras secretaría, dirección, sala de espectáculos, sala de exposiciones, conciertos, sala de recepciones, tres salas de clase, cafetería, cocina, baños y sala de reuniones.

En el lado norte, donde originalmente era el patio, se construyó otra casa, que por su arquitectura pareciera que data de la década de los años 70 del siglo pasado, que cuenta con un garaje. Actualmente forma una sola unidad con el resto de la edificación y conforma lo que se conoce como el anexo, donde están las aulas, que se comunica con la planta principal por medio de un patio interno con tragaluz.

En la biblioteca, se encuentra un tablón donde se puede leer “Marzo 3 de 1896”, que aún conserva la misma pintura de la casa original. Igualmente el ladrillo se puede apreciar directamente en varias divisiones de la casa.

Esta obra forma parte del conjunto Amón-Otoya, actualmente el mayor exponente de arquitectura residencial del San José de fines del siglo XIX y principios del XX. Fue declarada patrimonio histórico mediante el Decreto Ejecutivo No. 26474-C, publicado en el alcance No. 5 de La Gaceta No. 2301 del 28 de noviembre de 1997.

Datos exactos de quién la construyó no se tienen, pero se cree que fue un señor de apellido Pirie. La edificación fue terminada de construir en 1895 por el señor Manuel Sandoval. A su muerte la propiedad es traspasada a su viuda la señora Ana Isabel Lara. Posteriormente a su hijo el señor Jorge Lara Iraeta. Los últimos en vivir ahí fueron la familia Lara Montealegre.

En 1965 la Alianza empieza a funcionar en la vieja estructura y en 1989, noventa y cuatro años después de su construcción, gracias al esfuerzo de los directores del centro cultural y el apoyo del gobierno francés, la Asociación Alianza Cultural Franco Costarricense realiza la compra del inmueble.

Al adecuar el inmueble a las necesidades educacionales de la Alianza, se hizo necesario hacer una serie de agregados y divisiones a los amplios salones; es así como en 1995 se le hizo una profunda restauración, tratando de recuperar los amplios espacios y rescatar los detalles más significativos del inmueble, los cuales se ocultaban entre las diferentes remodelaciones internas a que había sido sometido. La restauración estuvo a cargo del arquitecto Bruno Stagno.

No incluyo información sobre el Barrio Amón, porque en mi columna “Recuerdos de mi barrio (Amón)” escribí en detalle sobre su historia y datos más importantes.

Como anexos, les incluyo una breve historia de la alianza que tomé directamente de su sitio web, y un texto de remembranza de la familia Lara Montealegre, de la época cuando vivieron en la casa, del libro “Un siglo, una casa”, publicado por la Alianza francesa en el centenario del inmueble, y que tuve la oportunidad de consultar cuando visité el lugar.

La galería incluye imágenes tanto del interior, como del exterior, junto con imágenes de una exposición muy bonita que había en ese momento en el salón destinado a ese propósito. Solo lamento no poder consignar el nombre del autor de los cuadros, pues al momento de preparar esta columna, ya la Alianza había cerrado por las festividades de fin de año, y no pude consultarle a nadie al respecto.

No quiero finalizar sin agradecerle a los personeros de la Alianza, la gran colaboración prestada para poder escribir esta columna.

 

Con la ayuda de la Wikipedia, el Centro de Investigación y Conservación del Patrimonio Cultural y otras fuentes menores.

Anexo 1:

Historia de la Alianza Francesa

Es en un sábado 21 de julio de 1883 que varios intelectuales franceses se reúnen en el Cercle Saint Simon para crear una asociación cuyo propósito es “apoyar la presencia de Francia en el extranjero a través de la difusión de su lengua”. Varias personalidades importantes integran su Junta Directiva, entre ellos Julio Verne, Louis Pasteur, Ferdinand de Lesseps, Armand Collin, y Ernest Renan. Convencidos por esta misión, se comprometen a desarrollar la asociación.

Rápidamente, se registran 4 500 socios y, de igual forma, distintos grupos empiezan a reunirse en otras partes del mundo: México, Dakar, Lima, Londres y Nueva York.

En Costa Rica, la asociación local fue fundada en 1947 por costarricenses que querían implementar el proyecto de la Alianza Francesa en el país. La asociación está dirigida por una junta directiva ad honorem.

La institución se ubica desde los años 60 en su famosa sede de Barrio Amón, en una casa inscrita en el patrimonio de Costa Rica, que la Alianza Francesa preserva y valora. En el 2001 se abrió una nueva sede en Sabana Sur y otra en Heredia en el 2009. Esta última sede cerró sus puertas en el 2015 y en el 2016 se abrió una nueva sede en Escazú.

Anexo 2:

Los descendientes de
aquella familia que ocupó
por muchos anos la casona
de la Alianza Francesa recuperan
el espíritu que la habitó.

Los recuerdos concretos, verdaderos, se construyen humedeciendo las imágenes colectivas de memorias individuales, y es imposible determinar qué aporta quién, si fue con toda exactitud, o viene impregnado de la subjetividad de cada cual: su valor reside en la intensidad del sentimiento, en el perfume que quedó para siempre dentro del alma, enriqueciéndola.

Eso pasó aquella noche cuando reunidos en el ático de la casona que alberga a la Alianza Francesa, los hermanos Herrero Lara revivieron fantasmas, risas y voces de antaño en lo que fuera su hogar de infancia. No el único que tuvieron pero sí el que llevaba el sello indeleble de los abuelos.

Esa fue sobre todo la casa de ellos — el doctor Jorge Lara Iraeta y Celia Montealegre Gutiérrez de Lara —: para los nietos, papito y mamita. Hospitalarios, cálidos, acogedores, sin protocolo, pura bondad: patriarcal él, matriarcal ella.

Las memorias vienen perezosamente, poco a poco, hasta que el entusiasmo las agolpa sin concierto.

Felipe, Olga y Cristina, tres de los cinco hermanos (faltan Jorge y Roxana la menor, a quien no le tocó aquella época), vivieron allí con los abuelitos hasta el año 50, pero a partir de entonces intercalaron su casa en Tres Ríos con la de Barrio Amón, donde incluso tenían dormitorios. «Por ejemplo, yo pasé todo el tiempo de universidad aquí» cuenta Felipe.

La familia Lara Montealegre no construyó la casa hoy centenaria sino que la compró, «creemos que más o menos en el año 39 o 40», afirman los nietos. «Es un decir, no lo podemos asegurar, pero decían que las láminas de hierro del techo eran un sobrante del Edificio Metálico, pues se parecen», empieza Olga a desovillar recuerdos.

No hay escritura de la compra y con respecto a quién la construyó ellos saben del rumor que lo atribuye a un señor Pirie. «La casa casi no cambió durante muchísimos años, la transformación grande ocurrió cuando la compraron», dice el hermano mayor. La familia dejó la casa en 1964 y la alquiló a la Alianza Francesa al año siguiente.

Una casa siempre llena de gente

Una vez enrumbados hacia el pasado, dos figuras entrañables les tienden la mano: esa abuela, menudita y activa, dueña del mando del hogar, y el abuelo médico – fue jefe de cirugía menor en el Hospital San Juan de Dios —, siempre pendiente de atender a los nietos.

Allí donde estamos conversando, en el desván, la abuela tenía su cuarto de costura y hasta una cama, porque era muy friolenta y cuando abajo la azotaba el hielo, se iba a dormir al cálido desván. De chiquillos ellos subían mucho ahí. «De aquella ventana se veía un paisaje lindísimo, era misterioso estar aquí pues se usaba para guardar chunches y uno se escondía a registrar cosas…»

«La casa tenía cinco dormitorios», recuerdan, «y un patio grandecillo atrás que era horrible», afirma una de las hermanas, y la otra lo defiende: «no tanto, tenía un palo de limón en medio». «Los bancos del corredor son los originales; los muchachos llegaban y ahí se quedaban conversando, la que tenía novio…»

Entonces es cuando descubrimos el verdadero espíritu de esta casa: «era tan grande que le cabía todo el mundo. Vivía un tío y un tío abuelo, y mis primas. Siempre había como veinte personas a la hora de almuerzo, venían mis tías abuelas a almorzar, a comer, a tomar café; durante el día era como un restaurante, cada quien entraba y comía lo que había, aquí se cocinaba todo el día, la casa siempre estaba llena de gente, amigos de nosotros y familia. Había abonados fijos a almorzar, era de locos y las comidas eran en tandas». Olga asegura que la abuelita Montealegre era la autoridad en medio de aquello chiquitita pero mandaba. «Hacía milagros con la plata para alimentar a tanta gente.»

Había una empleada fija y otra que venía a aplanchar o a lavar. Ellos recuerdan algunos nombres: Margarita la Gorda, las Sánchez, María Cuqui… «Aplanchaban en el quicio de la escalera que sube al desván».

«Estudiábamos a veces como seis en un cuarto. El modo de vida en esta casa era muy informal», anota Felipe. Había una sala « seria», la del frente, con alfombras y adornos; la abuela la tenía cerrada con llave por los chiquillos y solo se abría muy raras veces, cuando tenían visitas de «bombos y platillos». La pareja salía muy poco.

El abuelo cuando se pensionó atendía en la casa y a gente le pagaba en especie: gallinas, huevos, «Plata era lo que menos había», dice Olga.

Y añade: «Mi abuelo era muy tradicional: camisa blanca con corbatín, y así se sentaba a comer». Era muy especial con los nietos: ya pensionado los esperaba al regreso de escuelas y colegios. «Todos los días nos hacía frijolitos refritos y un pan riquísimo; le encantaba limpiar zapatos: nunca hemos visto un abue más consentidor; era el que nos atendía, se preocupaba mucho por nosotros».

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