Buen viaje, Angela Merkel

Dominik A. Leusder

Angela Merkel

Los 16 años de cancillería de Angela Merkel finalmente se han acabado. Aunque ella se presentó a sí misma como la fuerza sensata y estabilizadora en Europa, su mandato se caracterizó por la negligencia económica, la obstrucción y una austeridad brutal.

Cuando Olaf Scholz prestó juramento ayer como canciller alemán, en el edificio del Reichstag, la segunda más larga cancillería desde la de Otto von Bismarck llegó a su fin. El exministro de finanzas de Angela Merkel, del partido Social Demócrata, ha logrado formar un gobierno con el Partido Verde y los Liberales. El tratado de la nueva coalición sugiere que existe la posibilidad de que Scholz pueda distanciarse del marco de política económica que influyó a su predecesora, un marco que supuestamente aumentó la influencia y la estabilidad económica de Alemania. Para entenderlo hay que mirar más de cerca cómo ese marco realmente moldeó el destino de Alemania y de Europa durante la era Merkel.

Un buen lugar para empezar puede que no sea Berlín, sino Londres. Fue aquí, a principios de abril de 2009, donde los líderes del G20 celebraron su segunda cumbre, en un monótono centro de convenciones no lejos de muchos de los bancos que habían provocado la crisis mundial que los jefes de estado reunidos intentaban ahora frenéticamente abordar.

El entonces primer ministro británico Gordon Brown y Barack Obama intentaron presionar a Merkel y al presidente francés Nicolas Sarkozy para asegurar una nueva ronda de estímulos fiscales en Europa. Tenían que ser amplios y estar compuestos principalmente de nuevos gastos discrecionales, en lugar de unicamente estabilizadores automáticos (como el seguro de desempleo) y recortes de impuestos.También había sobre la mesa una serie de reformas destinadas a estabilizar el sistema financiero mundial y abordar los desequilibrios del comercio mundial.

Pero Merkel no quiso saber nada de eso. Ahora era el momento, sostuvo, de consolidar los presupuestos y restablecer “la confianza del mercado”.

Su obstinación tuvo consecuencias. Frustró las esperanzas de una demanda global lo suficientemente grande y sostenida como para hacer regresar el crecimiento a su tendencia anterior a la crisis, especialmente en los países en desarrollo. Junto con el obstruccionismo republicano que había logrado truncar la Ley de Recuperación de Obama, Merkel desempeñó su papel para bloquear la recuperación más mediocre desde la Gran Depresión, al mismo tiempo que preparaba el escenario para una década de estancamiento y división en Europa.

Un estilo de poder discernible

Esta no es la caracterización habitual de la era Merkel, que va desde el elogio discreto hasta la franca hagiografía. En la medida en que se reconoce que su legado es disfuncional, por lo general se expresa en términos de que carece de una visión ideológica coherente. Merkel es una “política posmoderna con un desprecio premoderno y maquiavélico tanto por las causas como por las personas ”, como señaló Wolfgang Streeck.

Pero la postura de Merkel en la cumbre del G20, que fue emblemática del conjunto de su mandato, implicaba sobre todo lo contrario. Había en ella un estilo de poder político claramente discernible, junto a una serie consistente de preocupaciones económicas. Estas preocupaciones reflejaban una teoría particular y por consiguiente una respuesta, a la crisis económica. Ninguna de ellas fue compartida por los representantes del Reino Unido y Estados Unidos.

En este sentido, esta cumbre recuerda a otra conferencia celebrada en Londres. en 1933. En medio de la Gran Depresión, los jefes de estado y los banqueros centrales se reunieron para discutir como estabilizar las monedas y resolver los problemas de la deuda. Pero la oportunidad de una reforma del gobierno económico mundial quedó descartada por la incompatibilidad de las teorías de los líderes sobre la crisis.

Les faltaba, como Barry Eichengreen señaló en su relato del patrón oro de entreguerras, «un diagnóstico compartido del problema ”y, por lo tanto,“ no pudieron prescribir una respuesta cooperativa ”.

En contraste con sus colegas de la cumbre del G20, el marco de Merkel era discernible por dos características clave: una preocupación por reducir la deuda pública y una obsesión por la competitividad económica. Ambos modularon las decisiones políticas a todos los niveles durante la década de crisis europea.

Al timón de la mayor y más solvente economía de Europa, Merkel se encontró en condiciones de imponer su marco. La concepción estándar de los problemas europeos como una «crisis de la deuda soberana» refleja esta posición. Al igual que la respuesta: la resistencia a los estímulos financieros cuando más se necesitaban; la presión para establecer medidas de austeridad cuando más dañinas eran éstas; y la concesión de préstamos bajo la condición de «reformas estructurales» que empeoraron la problemas institucionales subyacentes.

Una teoría de la crisis basada en la competitividad de los costos conduce a políticas de represión salarial. Esto implica debilitar a los sindicatos y el desmantelamiento de los convenios colectivos. En lugar de depreciar su moneda como hicieron en el pasado, los países cargados de deudas, como Italia, deberían emprender, según decía el mantra, una «depreciación real» ajustando sus mercados laborales excesivamente rígidos.

El problema es que la “competitividad” es un concepto nebuloso. En tanto que la suerte económica de Italia depende de la competitividad de su sector comercial, no es la competitividad de costos lo que cuenta, sinó la innovación (es decir, la competitividad no relacionada con los precios). No solo la «devaluación interna» no ayudará a ello, sinó que hay mucha evidencia de que la razón por la cual las empresas no invierten en investigación y desarrollo se debe, al menos en parte, a la falta de inversión pública. Las estúpidas y autodestructivas demandas de reforma exigidas a Italia y otros países de la periferia económica, denominados peyorativamente como PIIGS (Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España) reflejan los dos pilares de los preceptos económicos de Merkel.

La crisis no fue, de hecho, una crisis de deuda pública, sino en gran medida una crisis de deuda privada, acumulada principalmente en el sector financiero y hecha soportar luego al sector público con el rescate de los bancos. De hecho,los países supuestamente libertinos de la periferia económica no gastaron demasiado. Más bien sufrieron de problemas institucionales idiosincrásicos a largo plazo, empeorados por las limitaciones de la zona euro o, como sucedió en España, Irlanda y sobre todo Grecia, que habían experimentado grandes burbujas financieras impulsadas por la deuda privada e instigadas por un exceso de dinero alemán inactivo, cuyos flujos demostraron ser difíciles de detener.

Cuando la crisis golpeó, esos flujos se colapsaron y estos países lucharon para pagar su deuda, para financiar su consumo corriente, o para compensar la repentina falta de demanda interna con una mayor exportación. La crisis económica tuvo sus raíces no solo en la crisis crediticia, sino también en los grandes desequilibrios comerciales que habían surgido a nivel mundial y que eran desmesuarados en Europa después de la adopción de la moneda común (infravalorada en relación con el marco alemán con la intención de abaratar los productos alemanes en el extranjero) haciendo subir el superávit de Alemania a niveles históricamente sin precedentes.

El superávit comercial de Alemania se describe a menudo como el principal logro económico de Merkel. A veces se evoca como una cuestión de orgullo nacional: el término alemán para «superávit de cuenta corriente» es Leistungsbilanzüberschuss, una palabra compuesta que incluye el sustantivo Leistung, que significa “buena actuación» o «mérito». Sin embargo, bajo la arrogancia meritocrática, la obsesión de Alemania por su superávit de cuenta corriente ha convertido al país en un lugar con más desigualdades y dividido políticamente de lo que habia sido durante muchas décadas. También ocultó una vulnerabilidad clave: el activo más valioso de la economía mundial es la demanda neta, y Alemania depende en gran medida de quienes la tienen, especialmente Estados Unidos y China.

Estabilidad para algunos

En 2005, antes de que Merkel asumiera el cargo, Alemania había experimentado una serie de duras reformas del mercado laboral y del estado del bienestar.destinadas a restaurar la «competitividad». Las llamadas reformas Hartz tenían como objetivo debilitar a los sindicatos y recortar los subsidios de desempleo. Si bien ello estabilizó la economía en un período de desinflación competitiva global, la mayoría de los alemanes lo experimentaron como lo que Walter Benjamin refirió en su relato de las condiciones en la República de Weimar como «miseria estabilizada». Fue efectivamente una defenestración de las perspectivas de la clase trabajadora en nombre de la resurrección de la competitividad del capital exportador alemán.

Por otra parte, poner freno al crecimiento de los salarios también aumentó considerablemente la desigualdad. El subconsumo resultante debido a un sector doméstico alemán cada vez más desfavorecido probablemente exacerbó el tamaño del superávit comercial, lo que significa flujos de capital hacia la periferia europea, causando problemas especialmente en el sur de Europa. Esta “estabilidad” de marca alemana, que se convertiría en un símbolo de fortaleza bajo Merkel, fue simultáneamente una de las principales causas de la eurocrisis y la fuente de la vulnerabilidad alemana.

Un marco económico adecuado, es decir, un marco que abordara estos desequilibrios, debería comprender una política de crecimiento salarial sostenido y una mayor inversión pública a nivel nacional, para «absorber» algunas de estas exportaciones. Pero mientras que había voces en el extranjero clamando por estos cambios, nunca se discutieron seriamente al nivel apropiado en Alemania. Esto es en parte un reflejo del pronunciado solipsismo intelectual de las élites alemanas, incluidos los asesores económicos de Merkel.

El resultado fue que la gobernanza económica en Europa tomó la dirección equivocada. Las restrictivas reglas fiscales de la Unión Europea se codificaron en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que estableció mecanismos formales para tratar con los países que incumplieran los criterios de endeudamiento.

La Troika desatada

El país que más infringió estas reglas fue Grecia. A diferencia de España, Irlanda, o Italia, la crisis griega no fue solo una crisis de liquidez; el estado griego era verdaderamente insolvente y había estado ocultando el hecho durante algún tiempo. Si bien es un tema de debate, el importante papel que las reglas fiscales y los encargados de hacerlas cumplir jugaron en las medidas procíclicas de austeridad implementadas en toda Europa entre 2010 y 2015 (el miedo a una respuesta del mercado es otra explicación plausible), hay poca duda de que se impusieron duramente a Grecia.

La «troika», compuesta por el consejo de ministros de finanzas de la eurozona (los eurogrupos), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Central Europeo – obligaron al país a realizar tres «rescates» separados. Se trataba de programas de préstamos adicionales, sumados a su deuda ya insostenible, concedidos en condiciones de penosas reformas estructurales y recortes presupuestarios. Se trataba de una política que garantizaba un aumento de la deuda del país al tiempo que socavaba su capacidad para pagarla.

Muy poco del dinero prestado (tan solo alrededor del 5 por ciento) se destinó en realidad a estimular la economía. El resto se destinóa a reembolsar a los acreedores privados, entre los que destacaban los bancos alemanes. Grecia se vio obligada además a privatizar muchos de sus restantes activos estatales. Cabe destacar que la empresa aeroportuaria alemana Fraport es propietaria actualmente de catorce de los aeropuertos del país.

Las consecuencias humanas de la austeridad solo pueden describirse como degradantes. El desempleo en Grecia alcanzó su punto máximo de casi un 30 por ciento y más de un tercio del país vive actualmente en la pobreza. El PIB cayó en un 25 por ciento y no está acercándose en absoluto a su nivel anterior a la crisis. Tal como está ahora, se espera que Grecia tenga superávits presupuestarios permanentes hasta 2060.

Si bien Merkel había delegado oficialmente algunas de sus responsabilidades a su ministro de finanzas, el notoriamente duro Wolfgang Schäuble, que dirigía el consejo del Eurogrupo, su participación personal en la subyugación del gobierno de Syriza en 2015 fue sin embargo fuerte. Tal como relata Yanis Varoufakis en sus sinceras memorias del período de su oposición a Schäuble, Merkel, frustrada por el impasse en el Eurogrupo, organizó una reunión con su homólogo, Alexis Tsipras.

En una serie de reuniones informales, Merkel disuadió sutilmente a Tsipras de su compromiso inicial de rechazar otro rescate, que supondría otro conjunto de préstamos otorgados al estado en quiebra, en condiciones que no solo empobrecían a millones de griegos, sino que también hacían que esos préstamos fueran aún más difíciles de reembolsar. Sin embargo, bajo la presión de Merkel, eso es precisamente lo que finalmente hizo Tsipras, incluso después de que los votantes griegos hartos de la frustración política votaran desafiantes “Oxi” contra el nuevo memorando de rescate.

Negligencia fatídica

Estas acciones llevadas a cabo durante la crisis griega son quizás las que constituyen el capítulo más deshonroso del período de Merkel en la cancillería. Sin embargo, tan dañino como sus acciones fue su inacción. La era de Merkel fue también una era de abandono, sobre todo con respeto a la inversión. La inversión pública neta – en capital fijo, educación, infraestructura, etc. – se ha estancado en Alemania durante las dos últimas décadas, más que en cualquier otro país desarrollado.

Ello a pesar del hecho de que, a diferencia de la mayoría de los demás países, Alemania tuvo unos coste de endeudamiento muy bajo e incluso negativo durante todo este período. Todo ello agravado por las medidas de austeridad, ya que el gasto de inversión es, por lo general, la parte del gasto público que es más fácil de recortar.

Según cualquier medida razonable, la economía alemana (y la economía europea en su conjunto) funcionaba muy por debajo de su potencial. El principal resultado, totalmente evitable, fue que el desempleo se mantuvo alto, particularmente en el sur de Europa y entre los jóvenes. Esto marcó, a su vez, el inicio del surgimiento de populistas de derechas en todo el continente. Este es el principal legado político de la última década, período en el que presentó a Alemania como tutora moral del mundo.

En principio, la falta de inversión en una época de bajo crecimiento y debilidad económica, constituyó una asombrosa pérdida de.recursos materiales, humanos e intelectuales. Pero las consecuencias son potencialmente de mayor alcance. Alemania es uno de los peores contaminadores del mundo: hizo poco para frenar a las grandes empresas de automóviles que dominan el sector manufacturero; se“resolvió” el problema de la contaminación letal en el centro de la ciudad elevando unilateralmente los estándares de emisión; en su compromiso de eliminar gradualmente las plantas de energía nuclear del país, aumentó la dependencia de Alemania de las importaciones de gas; y no pudo tomar medidas drásticas respecto a la extracción de lignito altamente contaminante.

Pero sobre todo, las preocupaciones espurias de Merkel con la sostenibilidad fiscal se produjeron a costa de las inversiones necesarias para la descarbonización. Un programa de este tipo no solo es difícil de realizar dentro de las limitaciones del freno constitucional a la deuda puesto en marcha en 2009, pero además Merkel nunca articuló una comprensión de la escala de las ambiciones de inversión. Estas ambiciones son, al menos políticamente, incompatibles con su marco de gobernanza económica.

Por más hagiografía que se haga, no se puede ocultar que, al final de su mandato, Merkel era una especie de fuerza gastada, la portadora convencional de un moribundo consenso intelectual. Este consenso está agotando lentamente su capacidad para evadir la realidad: si la respuesta económica global a la crisis del COVID-19 mostró algo, fue que se requiere una respuesta macroeconómica agresiva, como la promulgada en Estados Unidos, donde el ciclo económico se eliminó efectivamente mientras se ayudaba a los hogares más necesitados.

La posibilidad de que Alemania cambie de táctica depende del nuevo hombre en la cancillería. El mes pasado, Scholz prometió «la mayor modernización industrial de Alemania en más de cien años». Si quiere cumplir esta promesa, lo primero que deberá hacer es embarcarse en un programa de inversión pública a gran escala. Esto significaría distanciarse, en la medida en que lo permitan las limitaciones políticas, de las coordenadas establecidas por el marco de Merkel. Si lo hiciera podría despertar esperanzas de una reforma significativa de la gobernanza económica europea y mundial, ofreciendo un nuevo soplo de vida.

Dominik A. Leusder es un economista y escritor afincado en Londres. Es investigador de la London School of Economics e investigador asociado de Dezernat Zukunft, el Instituto de Macrofinanzas de Berlín. Las opiniones expresadas aquí son suyas.

Fuente: https://jacobinmag.com/2021/12/angela-merkel-europe-europe-financial-crisis-global-market-division
Traducción: Anna Maria Garriga Tarré para sinpermiso.info

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