Los asesinatos incongruentes del Castillo de Rock

Enrique Jardiel Poncela
Novísimas aventuras de Sherlock Holmes

CONOCEMOS A ATANASIO CAMUFLAY

Novísimas aventuras de Sherlock Holmes

Era el 8 de noviembre y acababan de dar las doce en el reloj de Ralph Word pocero en activo de Glasgow.

Claro que míster Ralph no tiene nada que ver en la presente historia; pero eso no impide que en su reloj hubieran dado las ocho.

En Londres eran las ocho y dos minutos. Holmes se entretenía en quemar en la chimenea algunos números atrasados del «Daily Telegraph» y yo me paseaba por el pasillo de su casa contando el número de rosas de té que aparecían dibujadas en el papel que cubría las paredes. En aquel momento, cuando llegué a la rosa de té número 2.356, llamaron a la puerta.

Abrí tirando del pestillo, costumbre muy frecuente en Inglaterra, y un hombre con cara de apisonadora, entró, pasó a la habitación de Holmes y perdió un chanclo en el pasillo. Era Atanasio Camuflay.

Novísimas aventuras de Sherlock Holmes

Al verle llegar Sherlock siguió en su tarea de quemar periódicos. Atanasio, algo desconcertado, quedó a su lado, de pie, y súbitamente el detective, como si conociera a aquel hombre de toda su vida, levantó el rostro y dijo:

—¿Verdad que es muy divertido quemar periódicos?

A lo que repuso Atanasio: —All right!—murmuró Holmes. Y estrechando la mano del recién venido, agregó:

—Hable usted Es usted un hombre interesante. Escuchemos a este caballero, Harry.

Y sentados sobre una escribanía que era la postura habitual en Sherlock y en mí, pues al fin y al cabo yo estaba a sus órdenes, nos aprestamos a escuchar a Atanasio Camuflay.

Camuflay contó lo que sigue.

LA HISTORIA ESPANTOSA QUE NOS COLOCÓ ATANASIO

—Yo—dijo—vivo en Newspaper, y en el castillo de Rock, porque he decidido no pagar al casero. Y en el castillo, que es propiedad de lord Rock, habito gratis, gracias a que pertenezco a la servidumbre.

—¿A qué se dedica?—indagó Holmes.

—Todas las tardes corro y descorro las cortinas del salón grande.

—Adelante. Siga usted.

—En el castillo viven, además de lord Rock, su bella y delgada hija Syli; el marido, Horacio Warren; el suegro, míster Richard, del mismo apellido que su hijo; su esposa la noble dama francesa, madame Lucille Duelos; el arquitecto Arthur Shéri-dan; su hija Sally; su hermano, Evans; la mamá, Evelina; el doctor Edgar Brown y su hijo Peter.

—¿No hay nadie que se llame William?—preguntó Holmes— ¡ Es extraño!

—Sí; es extraño—repetí yo sin saber por qué.

—¿Extraño? ¿Por qué es extraño que no haya nadie que se llame Willian?—preguntó Atanasio.

Novísimas aventuras de Sherlock Holmes

—Porque casi todos los ingleses se llaman William. En fin, explique lo ocurrido remató Holmes.

—Los habitantes del castillo se llevaban divinamente y vivían en la armonía más grande, cuando la tragedia se ha cernido sobre la finca y desde entonces, cada noche muere misteriosamente nna persona. Han fallecido ya Horacio Warren. madame Duelos y el doctor Brown.

—Es raro…—susurró Sherlock calándose en la órbita el monóculo—. ¡Es raro! ¿Y de qué forma mueren?

—De muy diferentes maneras, caballero. Horacio Warren ha aparecido asfixiado y cen el manual de gimnasia en las manos; madame Duelos murió (en el instante en que aspiraba el perfume de unas violetas) de estacazo en la nuca; y el doctor Brown falleció de un calambre.

Sherlock Holmes

—¿Dónde le dio el calambre?

—En el vestíbulo del castillo.

—Continúe usted.

—Poco me queda ya que decir. Anoche, cuando el terror nos había hecho migas a todos, murió también el hijo del doctor Brown.

—¿De qué?

—Durante la comida, en el momento en que echaba limón en una ostra, cayó al suelo muerto. Yo he pensado si moriría de aburrimiento.

—Lo de la ostra es un dato, pero no debemos anticiparnos —dijo Holmes.

—Por eso he venido a ver a usted—aclaró Atanasio—. Porque si usted no va al castillo y evita aquel estado de cosas, los que no muramos asesinados, moriremos de espanto.

Holmes alzó la cabeza, brillantes los ojos de energía.

—Largúese al castillo hoy mismo —le aconsejó Atanasio— y no tardaremos en vernos allí.

—Es que yo…

Atanasio fué a decir algo, pero Sherlock Holmes, como se sabe, no era hombre que hablase más de lo justo; así es que cogió a Atanasio en brazos, lo sacó a la escalera, le dejó sentado en el suelo y cerró la puerta.

Desde aquel momento dejamos de oír la voz de Camuflay.

LOS HABITANTES DEL CASTILLO

Al din siguiente, Holmes y yo abandonamos la casita de Baker Street y en un carro de mano y disfrazados de mariposas de vivos colores, nos dirigimos al castillo de Rock, en el condado de Newspaper.

Llegamos algo fatigados y con una rueda de menos. Yo juraba por el mal estado de las carreteras, y Holmes se detenía en todas las casillas de peones camineros a ponerse inyecciones de morfina en los hombros.

Al cabo nos dimos de narices con el castillo de Rock. Entramos, sin que nos conociesen, bajo nuestros disfraces de mariposas. Dentro del castillo olía a naftalina.

Lo recorrimos de punta a punta, y Sherlock levantó catorce planos de otras tantas habitaciones y fumó dieciocho pipas para disimular.

Más tarde, ocultos detrás de unos candelabros, nos dedicamos a observar a los habitantes del castillo, que estaban reunidos en el comedor. Lord Rock, míster Richard, Arthur Sheridan, Evans y Peter eran elegantes como otras tantas portadas del Pictorial Review. Syli, una encantadora muchacha que hablaba arrugando un poco las manos. En cuanto a Sally y Evelina se las notaba de lejos que sabían bailar fox-trots.

LA LUCHA POR LA VERDAD

Sucesivamente, Holmes registró las habitaciones particulares de todos. No encontramos más que polvo, porque la servidumbre era apática y disfrutaba de verdadera vagancia británica. El genial detective estaba desesperado.

— ¡Nunca me ha ocurrido nada igual! Siempre he encontrado un indicio, una prueba… Cuando no he hallado un pelo, he hallado un trocito de peine, una fotografía de Claudette Colbert, una nuez; en fin, algo… ¡Y ahora, nada, nada! Y mordía las cornucopias con frenesí.

Entretanto iban pasando los días, y el misterio, lejos de aclararse, se oscurecía más. pues —de un modo matemático— cada noche que pasaba moría un nuevo habitante del castillo. Además de Warren, de Lucille y del doctor, habían fallecido ya míster Richard, que apareció envenenado en la caseta del perro; Syli, que murió sin decir ¡ay!, a pesar de que la muerte sobrevino en el instante en que entonaba una romanza; Arthur Sheridan, que la diñó electrocutado cuando encendía la luz de su alcoba, y Sally, que pereció a consecuencia de la rotura de una placa al sacar una fotografía de su mamá.

La impotente rabia de Holmes había adquirido dimensiones de campo de fútbol. Iba de un lado para otro tocando el violín y bebiendo tinta. Pero la claridad no surgía en su cerebro.

En las dos noches siguientes desaparecieron del mundo de los vivos Evans, que murió mirando un armario de luna, y Evelina, que murió mirando la luna sin armario.

Al otro día falleció Peter, atragantado por un hueso de melocotón. ¡Qué arcano tan irresistible!

Yo miraba a Sherlock esperando verle enloquecer. Pero, con gran sorpresa, aquella vez observé que sonreía.

—He dado con la solución del misterio —me dijo lacónicamente—. Ya no quedaba más que un habitante del castillo vivo: lord Rock. Si esta noche no muere también, es indudable que él es el asesino.

La idea era tan genial que me temblaron las piernas de impaciencia.

LA SOLUCIÓN

Pero a la siguiente mañana, lord Rock apareció igualmente muerto en su cuarto.

—Ya no hay duda, Harry —me dijo Sherlock al descubrir el hecho—. El asesino soy yo.

Y se detuvo a sí mismo, entregándose a la policía.

Fue el último éxito logrado por el maravilloso detective en sus deducciones.

Fuente: El Libro del Convaleciente (inyecciones de alegría para hospitales y sanatorios)

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