La serpiente amaestrada de Whitechapel

Novísimas aventuras de Sherlock Holmes

Enrique Jardiel Poncela

LA CARTA.—UN PONCHE Y UN CRIMEN EXTRAÑO

Sherlock Holmes

Aquel día, 3 de septiembre, me dirigí a casa de Sherlock Holmes a una velocidad de 26 toesas por minuto. Desde el primer momento me extrañaron dos cosas: lo mal que me había puesto la corbata y la fruición y la ansiedad con que todos los transeúntes devoraban los periódicos matutinos.

—¡Algo gordo sucede!—pensé—. Porque si no ocurriera algo gordo, los transeúntes, en lugar de mirar los periódicos con gesto grave, mirarían mi corbata entre carcajadas salvajes. Y además, no me hubiera escrito Sherlock Holmes…

Pues es conveniente que advierta que nada más levantarme, había recibido la siguiente carta del gran detective:

«Querido Harry: Acuda a verme inmediatamente y traiga consigo dos pesas de veinticinco kilos cada una. Es imprescindible que venga usted a pie.—Sherlock Holmes

Sería ocioso decir que cumplí fielmente sus órdenes, no sólo llevando las pesas de 25 kilos, sino acudiendo a la cita con los ojos cerrados, pues me había decidido a obedecer a Sherlock ciegamente. Esta última circunstancia de ir con los ojos cerrados estuvo a punto de costarme la vida, dejándomela debajo de las ruedas de un autobús, pero tratándose de Holmes, a mí la muerte me parecía un veraneo en Deauville, y no me importó el riesgo.

Subí jadeante al piso del maestro y al llegar tiré las pesas que me tenían ya hecho cisco, y me derrumbé en un sillón.

Sherlock, que al entrar yo estaba hablando con un caballero de unos sesenta años dos meses y un día, me tanteó el bíceps de ambos brazos, y dijo:

—¡Bravo! Veo, Harry, que está usted fuerte. Creo que necesitaré pronto del vigor de sus brazos y le he hecho venir trayendo una pesa de 25 kilos en cada mano para que usted se robusteciera. Ahora tómese ese ponche, que le ha preparado mi ama de llaves, y escuchemos a este caballero.

Nunca me ha gustado el ponche, por lo cual me tomé aquél apretándome la nariz con los dedos, en la postura en que se toma comúnmente el castor-oil (el aceite de ricino londinense), y durante dos horas oí de labios del visitante de Holmes un relato por demás extraño que él nos contó con acento circunflejo.

Aquel caballero tenía un castillo en el país de Gales, y un hijo oficial del Ejército Colonial. Al castillo hacía siglos que no le ocurría nada; pero el hijo había aparecido misteriosamente asesinado la noche anterior en el despacho de su piso de soltero, situado en Whitechapel.

—¿Dice usted que cayó muerto junto a la caja de caudales? —preguntó Holmes, que escuchaba en silencio, con el semblante sereno, y acariciando, distraídamente, los bigotes del visitante.

Sherlock Holmes

—Sí, la caja estaba abierta, pero no faltaba de ella ni un penique—contestó míster Molkestone.

—¿Y tornillos? ¿Le faltaba algún tornillo?

—¿A la caja?

—A su hijo.

El señor Molkestone emitió un juramento muy usual en Irlanda, y exclamó:

—¡Mi hijo era todo un hombre! Holmes pareció meditar.

—¿Y sabe usted si su hijo tenía algún enemigo?—preguntó. —Su sastre le odiaba.

—Pero eso no es un dato. También el mío me odia —arguyó el detective—. En fin… ¿dice usted que la puerta y la ventana del despacho han aparecido cerradas por dentro?

—Sí, señor Holmes. Yo mismo, para entrar, tuve que forzar la cerradura con la hebilla de mi cinturón.

—¿Y realmente el cadáver no presentaba herida ninguna? —Ninguna. Sólo en su brazo izquierdo se ven las señales de la vacuna.

—Perfectamente, pues es necesario ir a Whitechapel y ver eso con nuestros propios ojos. Antes, una última pregunta: ¿su hijo tomó alguna vez vermouth con anchoas, desde que regresó de la India?

—Lo tomaba con aceitunas.

—Es todo cuanto necesitaba saber —murmuró Sherlock Holmes—. Y ahora, en marcha.

Y el señor Molkestone, Sherlock y yo subimos a un taxi que, después de volcar seis veces, nos condujo rápidamente a Whitechapel, el barrio del «destripador».

ESTUDIO DE LA HABITACIÓN

Nos apeamos frente al número 98 de Whitechapel Road, donde tenía establecido su cuarto de soltero el asesinado Evans Molkestone. Era una casa de aspecto pobre, pero honrado; asegurada de incendios. En el piso bajo había una tienda de bacilos del tifus, a la sazón cerrada por cambio de dueño.

El despacho donde yacía, al pie de la caja de caudales, el cadáver del desgraciado oficial, estaba decorado con multitud de objetos orientales, y era confortable como un almohadón de plumas.

Al entrar, Sherlock dictó algunas órdenes:

—Usted, señor Molkestone—dijo—, apresúrese a llorar, abrazado al cadáver de su hijo, según es obligación de todo buen padre. Entretanto, yo examinaré la habitación.

Sherlock Holmes

Y mientras Molkestone lloraba a gritos, Sherlock inspeccionó la estancia. Examinó con su lupa algunos idolillos que había sobre su mueble, y durante más de una hora, arrodillado en el suelo, contempló atentísi mámente la alfombra. Yo le veía maniobrar sin atreverme a preguntarle nada, y él no dejaba reflejar sentimiento ninguno en su rostro de piedra. Sólo al inspeccionar las cenizas de la chimenea dejó escapar un silbido de satisfacción.

—¿Qué?—me lancé a decir.

—Esto está visto—exclamó él levantándose. Y dirigiéndose al señor Molkestone agregó:

—Su hijo, caballero, ha muerto a consecuencia de un accidente imprevisto.

—Luego, ¿no hay que pensar en un crimen?

—Yo no he didio tanto. La intención criminal ha existido. Pero el criminal en potencia murió ayer. Vea usted; lea.

Y le alargó un ejemplar de «Times», donde el señor Molkestone y yo leímos la siguiente noticia:

«RIÑA EN EL TÁMESIS.—Ayer, a consecuencia de una riña, murió de un tiro de revólver, en los muelles del Támesis, el ciudadano indio Zahid Mahid Tahib, que debía partir mañana con rumbo a Calcuta.»

—Zahib era el criminal en potencia—dijo Holmes—. En cuanto al agente causa de la muerte de su hijo, mañana a estas horas se lo enviaré a usted en una caja. Vamos, Harry.

EN EL CABARET

Pasamos lo que restaba de la noche en un cabaret de Piccadilly.

Sherlock Holmes

La conducta de Holmes en aquel lugar fué por demás extraña: desde que entramos hasta que salimos permaneció todo el tiempo con los ojos clavados en la orquesta. A las doce y media de la noche murmuró:

—Ya sé. Podemos acostarnos tranquilamente.

Y regresamos a Baker Street a entregarnos al descanso más plombaginoso.

HACIENDO EL INDIO

Al día siguiente, muy de mañana. Holmes entró en mi habitación saltando por el montante, pues yo acostumbro a dormir encerrado. Venía vestido de indio, y traía otro disfraz idéntico —aunque seis tallas más pequeño—para mí.

—Vístase—me dijo con un laconismo casi hiriente.

Sherlock Holmes

Me vestí el traje y salí a la calle, acompañado del detective. Al llegar a Whitechapel Road, hicimos alto; Holmes me obligó a sentarme en una silla, y duranle un buen rato nos fingimos fakires ambulantes. Luego Sherlock sacó una flauta del interior de su turbante y arrancó de ella sonidos desagradables y armoniosos.

No bien había empezado a tocar la flauta, cuando una hermosa serpiente irrumpió de entre el corro de espectadores, sembrando pánico y cebada. La serpiente se puso derecha sobre la cola, hizo juegos malabares y, por fin, se lanzó contra nosotros.

—¡Corramos —gritó Holmes.

Sherlock Holmes

Y corrimos como gamos, perseguidos de cerca por la serpiente. De cuando en cuando Holmes murmuraba: «¡lagarto, lagarto!» y apretaba el galope. Así llegamos a Baker Street, afortunadamente con abundante ventaja respecto a nuestra perseguidora.

Una vez en su casa, Holmes se apoderó de una caja de sobres vacía, la mantuvo abierta, aguardando a que la serpiente se presentase. Cuando el animal llegó, ya jadeante, el detective la encerró en la caja y exclamó:

—¡¡Ya es nuestra!! Ahora voy a enviársela al señor Molkestone. Esta serpiente es el agente que causó la muerte de su hijo.

EXPLICACIÓN

Como de costumbre, horas después yo le preguntaba a Holmes cómo había podido descifrar aquel misterio.

—Es sencillo—me contestó con su frialdad habitual—. En la habitación del crimen yo vi ayer huellas de serpiente. Eso y la circunstancia de que el muerto hubiera estado de guarnición en la India, me hizo pensar que algún indostánico—probablemente para vengar antiguas ofensas a los ídolos, perpetradas por el oficial Evans—había atentado contra el joven enviándole una serpiente amaestrada, medio muy usado en la India. El vengador no podía ser otro que el Sahib de que hablaba el «Times», pues ese individuo iba a embarcar para Calcuta; es decir, huía de Londres. Lo demás, ya lo sabe usted. Fuimos al cabaret para aprender yo a tocar la flauta de oído, y así que supe, toqué la flauta frente a la casa del crimen, en cuyos alrededores tenía que estar el reptil, puesto que su amo había muerto y no tuvo ocasión de llevárselo; y el reptil amaestrado, acudió al sonido de mi flauta, ejecutando los ejercicios que le enseñara su amo y nos atacó, siguiéndonos hasta casa.

Calló Sherlock Holmes.

La tarde caía sin hacerse daño, y la habitación estaba en sombras.

El detective, se puso una inyección de morfina, y bostezó. Poco después dormía, roncando con sonoridades de jazz-band.

Fuente: El Libro del Convaleciente (inyecciones de alegría para hospitales y sanatorios)

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