Novísimas aventuras de Sherlock Holmes
Enrique Jardiel Poncela
LA PALOMA MENSAJERA
Hacía una semana que Sherlock Holmes y yo estábamos saltando a la comba en el despacho del primero, cuando el sagaz detective, que se hallaba junto al ventanal, exclamó mirando al exterior y dirigiéndose a mí:—¡Pronto! ¡Pronto! ¡Traiga usted la manga de colar café!
Salí de la estancia con la misma velocidad que llevaría un rayo que fuese a poner un telegrama urgente, y no tardé en hallarme de vuelta y entregarle a Sherlock el extraño objeto pedido.
El detective cogió por el puño la manga de colar café, aguardó unos instantes, inmóvil y mirando al espacio, y de pronto manejó la manga cual si fuese un cazamariposas y se entró en el despacho sujetando cuidadosamente «algo» que aleteaba.
—¿Qué es eso?—inquirí—. ¿Un aeroplano?
—No—dijo el gran detective—. Una paloma mensajera. Estoy esperando su paso por aquí desde el martes. Ahora ya podemos comer tranquilos.
Y guardando la paloma en una caja ordenó al ama de llavines que nos subiera dos «sandwichs» de un bar próximo.
UN AVISO INCOMPRENSIBLE
Así que acabamos de comernos los «sandwichs», Holmes dijo:
—¡Qué vergüenza! —¿El qué, maestro?
—Los «sandwichs» que nos hemos tomado. Eran de carne de caballo.
Quedé asombrado.
—¿De carne de caballo? ¿Y en qué lo ha notado usted? —Lo he deducido—repuso con su sencillez habitual Sherlock—porque al masticar me he encontrado un trozo de espuela.
Y sin concederle más importancia a tan elogiable muestra de talento, se levantó, cogió la caja y sacó de ella la paloma recientemente capturada. Era un lindo ejemplar de la especie denominada «columbus feministae», y Holmes me explicó que eran las mejores, porque con su carácter feminista las hacía odiar a los machos, y con ellas no existía el peligro de que, al llevar un mensaje, se entretuvieran en el camino con ningún palomo.
Cuidadosamente, el gran detective quitó a la paloma el canutito donde iba encerrado el mensaje, lo leyó y me lo hizo leer a mí. Decía estas incomprensible palabras:
«Ite misa est. 12 de Abril Oíd Compton. La segunda de ladrillos; mano derecha Almirante Nelson. Dick.»
—Si lo entiendo, que me muera el lunes—exclamé. —Pues está bien claro —dijo el detective—. Es la convocatoria para asistir a una Misa Negra. —¿Cómo?
—Ya recordarás que el Gobierno, enterado de que aún se celebran Misas Negras en Londres, me ha confiado la misión de desenmascarar a esa gentuza… La frecuencia con que de un tiempo a esta parte veía yo cruzar por el cielo palomas mensajeras, me indujo a creer que ellos se servían de ese medio de aviso. Pues bien: esta noche asistiremos a una de esas Misas, gracias al mensaje.
—Pero ¿qué dice el mensaje? —objeté con pesadez de piano de cola.
—Está bien claro. Ite Misa est significa «la Misa está dicha», o, lo que es lo mismo, «la Misa estará dicha»; «12 de Abril» es la fecha; «Oíd Compton» es una calle del barrio de Soho. «La segunda de ladrillos; mano derecha», es la casa donde ha de celebrarse. «Almirante Nelson» es la contraseña para entrar. Y «Dick» es la firma del que convoca a la reunión.
—Pero ¿cómo ha podido comprender todo eso?—murmuré en el colmo del estupor.
—Porque se lo he oído decir ayer al vecino del principal, que no pierde una sola Misa Negra—replicó el detective disponiéndose a tocar el violín.
ASISTIMOS A LA MISA DISFRAZADOS DE CANALLAS
Por la noche, cuando los grillos comenzaban a entonar su canción eterna, dulce y delicada como una novia provinciana el día de sus esponsales, Sherlock y yo dejamos la casita de Backer Street y nos dirigimos al barrio de Soho.
A fin de no desentonar entre los asistentes a la Misa Negra, ambos íbamos disfrazados de canallas.
En la escalera dimos los últimos toques a nuestros disfraces; Holmes se puso una corbata de lazo, y yo me coloqué en la nariz unos lentes de oro con cadenita.
Tres horas de camino nos fueron suficientes para personarnos en el barrio de Soho y en la casita de Oíd Compton Street indicada en el mensaje y que caía justamente al lado de la sombrerería donde me habían reformado el flexible a mi llegada a Londres.
Holmes se recostó contra la puerta y se puso el traje perdido porque la puerta estaba recién pintada. En seguida, el gran detective tocó con los nudillos, con un repiqueteo insistente.
Una voz de patinador noruego se dejó oír en el interior.
—¿Quién va?
—Almirante Nelson—contestó Holmes dando la contraseña. —Lady Hamilton—le replicaron detrás de la puerta. Nos quedamos turulatos.
—Eso debe ser la segunda parte de la contraseña —observé en voz baja—. Pero ¿qué habrá que responder?
Sin duda —dijo Sherlock— habrá que dar algunos datos biográficos de la amada de Nelson. Acércate a la puerta y di todo lo que sepas de lady Hamilton. Un buen ayudante está en la obligación de saber Historia.
Yo me acerqué a la cerradura y murmuré emocionado:
—Lady Hamilton, cuyo verdadero nombre fué Emma Lyon, tuvo un bajo origen; fué criada de una posada, casó con Lord Hamilton, se enamoró de Nelson y tuvo con él una hermosa y rubia niña. Nació en 1761 y murió en 1815.
La, voz de dentro exclamó: —:Muy bien. Queda usted aprobado. Puede presentarse a nuevo examen si aspira a que le den nota.
Y la puerta se abrió.
Holmes y yo entramos, temblorosos.
Después de atravesar unos pasillos oscuros, como quien atraviesa un pastel de hojaldre, nos hallamos en un vastísimo salón. Allí había hasta un centenar de damas y caballeros de la más alta aristocracia. Como eran de la alta aristocracia, les extrañó un poco que yo fuera tan bajito. Pero no dijeron nada.
Disimulados dentro de nuestros disfraces de canallas, nos pre-paramos a asistir a la Misa Negra.
Esta comenzó al punto con una serie de ceremonias repugnantes.
Un pastor protestante y dos empleados de Aduanas situados frente a una mesa de tresillo, que hacía las veces de altar, ejecutaron juegos malabares con tres bisoñés de otros miembros de la Cámara de los Comunes. Por fin a uno de ellos le falló la mano y se le cayeron al suelo los bisoñés. Entonces los otros dos individuos se arrojaron sobre él y le dieron de bofetadas. Los infieles que asistían a la Misa Negra rugieron con entusiasmo irreverente.
Cuando el abofeteado logró rehacerse, exclamó por tres veces:
— ¡Támesis! ¡Támesis! ¡Támesis!
Y, cual si aquello fuera una orden inapelable, el desenfreno más inaudito se apoderó de la muchedumbre que llenaba el galón.
Mujeres y hombres, olvidando sus orígenes aristocráticos, se entregaron a toda clase de terribles y odiosos excesos: se daban la mano, se preguntaban por la familia, se jugaban los peniques a cara o cruz, chupaban caramelos, sacaban virutas de sus bastones, se limpiaban los dientes, se depilaban las cejas, se ponían en cuclillas y daban saltos gritando «cuá, cuá!», se arrancaban los botones de los trajes, se apretaban los nudos de las corbatas; en fin, el disloque en el idioma de Shakespeare.
LA IDEA GENIAL
A la media hora de contemplar tan infame desenfreno, mis nervios y los nervios de Holmes no podían resistir ya más.
—Ha llegado la hora de detenerlos a todos—¡murmuró Sherlock.
—Pero ¿cómo lo haremos? —indagué—. Son docenas de personas y nosotros no podremos con todos.
—Ya verás cómo eso es un juego para mí—replicó el gran policía.
Y acto seguido sacó un «Kodak» del bolsillo, sacó una fotografía del salón y dijo:
Vámonos. Nuestra misión está cumplida.
FINAL: TODOS PRESOS
A partir del día siguiente, todas las noches los periódicos de Londres publicaron una fotografía personal de cada uno de los asistentes a la Misa Negra, con un pie que siempre decía lo mismo.
«Se ruega a la persona aquí retratada que se presente mañana sin falta en Baker Street, 57, para cobrar una fuerte herencia.»
Y cuando los asistentes a la Misa Negra iban llegando, dos guardias se apoderaban de ellos y los metían en un calabozo, rectangular y lóbrego.
Mes y medio más tarde, todos estaban presos.
Nadie más que el portentoso Sherlock Holmes logró ni ha logrado nunca que los delincuentes vengan a la propia casa a dejarse prender.
Y es que Sherlock era un tío hasta allá.
Novísimas aventuras de Sherlock Holmes
Prólogo Mi encuentro con Sherlock Holmes
La serpiente amaestrada de Whitechapel
El hombre de la barba azul marino
La momia analfabeta de «Craig Museum»
El anarquista incomprensible de Piccadelly Circus
El frío del Polo
Los asesinatos incongruentes del Castillo de Rock
Fuente: El Libro del Convaleciente (inyecciones de alegría para hospitales y sanatorios)