La dificultad de hacer una reforma constitucional en el siglo XXI (no solo en Chile)

Chile
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Rafael Rubio, Universidad Complutense de Madrid

Los procesos constituyentes buscan establecer un nuevo sistema político-constitucional o adaptar el sistema democrático existente a las nuevas necesidades de la sociedad a través de la sustitución de la Constitución vigente.

Así se planteó en Chile hace cuatro años tras el estallido social provocado por la subida del precio del billete del metro en la ciudad de Santiago. Con la convocatoria del proceso constituyente que ahora termina tras el rechazo de dos propuestas de nueva constitución, se buscaba sustituir una Constitución original de 1980, pero que había sufrido más de 70 reformas durante estos más de 40 años y que había servido de marco jurídico de los más 30 años de democracia chilena.

Se pretendía así una solución, más simbólica que estructural, para las causas que habían generado una movilización social sin precedentes, ignorando que los procesos constituyentes tienen sentido cuando buscan dar respuesta a problemas de naturaleza constitucional. Y así lo manifestaba el maestro de constitucionalistas Pedro de Vega al advertir que la reforma constitucional solo es “políticamente conveniente cuando resulta jurídicamente necesaria”.

Tras el fracaso del primer intento, rechazado por el 62 % de los participantes en el plebiscito de septiembre de 2022, se inició una segunda fase del proceso. Frente al entusiasmo con el que se había acogido el primero, al menos en el mundo académico, este segundo ha transcurrido con menos entusiasmo, y fue rechazado por el 55 % de los participantes. De poco sirvió el cambio de procedimiento que otorgaba un mayor protagonismo a los expertos, ni el cambio en la composición del Consejo Constitucional.

Otros proyectos fallidos

Aunque el papel de los expertos ayudó a mejorar el texto desde una perspectiva formal, no logró limitar su contenido al propio de la naturaleza de una Constitución. Pese a una alteración importante de su contenido fruto de un cambio profundo en la orientación ideológica de los miembros del Consejo Constitucional, el proceso tampoco consiguió proponer una Constitución con la que se sintieran identificados una parte importante de los chilenos.

El rechazo se suma así a la lista de procesos fallidos que en la última década incluyen, entre otros, a Islandia o Ucrania. El nuevo fracaso constituyente plantea nuevos interrogantes que van mucho más allá del caso chileno y que giran en torno a la posibilidad de aprobar una Constitución en el momento actual en casi cualquier lugar del mundo.

Chile ha confirmado que la apertura de un proceso de esta naturaleza no puede ser un botón del pánico que se pulsa ante una situación de crisis. Señalar a la Constitución como la solución de todos los problemas supone culpar a la propia Constitución de todos ellos.

El resultado confirma que los problemas de una sociedad, por profundos que sean, no son necesariamente constitucionales, y que esa utilización simbólica, lejos de resolver los problemas, los prolonga en el tiempo al paralizar durante un periodo largo las posibles vías no constitucionales de respuesta.

Además, esto afecta a la gestión de los tiempos y las expectativas, que también se han demostrado esenciales para el éxito de este tipo de procesos. Todo cambio constituyente tiene siempre un componente revolucionario, transformador, que no encaja bien en el cortoplacismo de las dinámicas políticas actuales, generando falsas expectativas que se ven defraudadas durante su transcurso que, necesariamente, debe prolongarse en el tiempo.

Las prioridades políticas que sirvieron como causa para el comienzo del proceso van cambiando durante su elaboración, y la futura Constitución se ve envuelta en los debates políticos del momento, incapaz de adaptarse a estos cambios de humor y de prioridades.

Falta de consenso en algunas sociedades

A esto se le suma la dificultad del consenso en sociedades mas heterogéneas, fragmentadas y polarizadas. Un proceso constituyente requiere de un consenso mantenido en el tiempo, como señaló la Comisión de Venecia en sus dos dictámenes sobre el proceso chileno, donde este consenso brilló por su ausencia en ambos casos.

La elaboración de una Constitución no puede ser el intento de un bloque de establecer unas reglas del juego que le den ventaja o que recojan su visión del país, excluyendo al resto. De ser así, los enfrentamientos partidistas se trasladan, con más o menos razón, pero con la misma intensidad, al campo de juego de la Constitución, especialmente en casos de plebiscito, que se resuelven en el plano del apruebo o rechazo, no tanto del texto constitucional, sino de aquellos que lo soportan.

De ahí la necesidad de cerrar la brecha entre lo social y lo institucional, sin presentar el proceso constituyente como un enfrentamiento entre sociedad civil y los actores políticos. La aparente delegación en la sociedad civil, lejos de aislar el debate del ruido partidista, sirve de eco al mismo. A menos que los públicos que protestan se transformen con el tiempo en movimientos cívicos, capaces de trabajar con las élites políticas, difícilmente lograrán las reformas necesarias, adaptándose mal a procesos abiertos a toda la sociedad.

Para lograrlo hay que buscar el equilibrio entre órganos constituyentes, instituciones ordinarias, expertos y la apertura a aportaciones externas. Un equilibrio entre participación y representatividad que en ocasiones pueden no coincidir.

Es necesario entender la naturaleza híbrida de estos procesos, donde participación y deliberación juegan papeles complementarios y deben utilizarse de manera estratégica en función del objetivo buscado, asumiendo la necesidad de ambos y los riesgos de confundirlas entre sí. Además, es imprescindible asumir una verdad clara: que, aunque es evidente la correlación positiva entre la inclusión en el proceso y unos resultados con mayor legitimidad, también lo es su relación inversamente proporcional con la viabilidad de llevar este tipo de procesos a buen puerto.

En resumen, resulta clara la importancia de evitar entornos de conflicto, huyendo de la tentación de plantear la reforma constitucional como una solución mágica a problemas coyunturales, distanciando las distintas fases del proceso para que no sea fruto de una situación excepcional y propiciando un equilibrio entre la sociedad y las instituciones. Lo que no es tan evidente es que esto sea posible en nuestros días.The Conversation

Rafael Rubio, Catedrático de Derecho Constitucional, Universidad Complutense de Madrid

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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