Olmedo Beluche (Colaboración para ARGENPRESS CULTURAL)
Uno de los pasajes menos conocidos del proceso social y político que derivó en la Independencia de Hispanoamérica ha sido la convocatoria y discusión de las Cortes de Cádiz (1810-1812), que redactaron la Constitución Política que lleva el nombre de esta ciudad, y que históricamente ha sido llamada “La Pepa”, por haber sido proclamada el 19 de marzo de 1812, día de San José.
La Constitución de Cádiz fue la reordenación institucional más liberal del sistema político español, aunque se quedó a medio camino entre el absolutismo y el liberalismo consecuente, llegó tarde para evitar la Independencia, y tal vez la propició con sus medidas discriminatorias contra los americanos, además, tuvo una vida efímera, dada la resistencia de Fernando VII a ver limitados sus poderes.
“La Pepa” constituyó la bandera política del “progresismo” español de inicios del siglo XIX (bajo el grito: “¡Viva La Pepa!”), pero en realidad nunca pudo ser aplicada completamente. En un primer momento (marzo de 1812-mayo de 1814), su vigencia se vio limitada por la ocupación de España por parte del ejército de Napoleón y en América por las guerras civiles de la primera fase de la Independencia. Derrotado el emperador francés y liberada España de la ocupación, el primer acto de la restauración en el trono de Fernando VII fue su derogación.
Un segundo momento de crisis monárquica (1820-1825), producida por la sublevación militar encabezada por los generales Riego y Quiroga, revivió la Constitución de Cádiz, pero ya no pudo evitar el triunfo final del proceso independentista en Hispanoamérica. Una nueva invasión francesa, apoyada por la Santa Alianza, restituyó los poderes absolutos del monarca español aboliendo definitivamente a “La Pepa”.
Las reformas borbónicas y la crisis de la monarquía española
Para entender cabalmente la significación de las Cortes de Cádiz y sus debates hay que remontarse al período anterior, el siglo XVIII. Desde que fue impuesta la dinastía borbónica en el trono de España, pero en especial con el monarca Carlos III (1759-1788), se impulsó una serie de reformas en todos los órdenes intentando que el imperio español se pusiera al día con la naciente modernidad capitalista y sus ideas (la Ilustración), pero sin romper completamente con el absolutismo monárquico. Asesorado por las mentes más ilustres de su tiempo (Campomanes, Esquilache, Floridablanca, Roda, Aranda, etc.) Carlos III dictó una serie de medidas que, si bien no lograron el objetivo de modernización, iniciaron la descomposición del antiguo régimen con su dosis de descontento. De todas las reformas, destacan las de tipo económico: fiscales, como la creación de nuevos impuestos; industriales y comerciales, como cierta apretura del monopolio comercial de algunos puertos (que sólo abrió más la llegada de mercancías inglesas); agrarias, como la desamortización y limitaciones al mayorazgo, que afectaron principalmente los ejidos y tierras comunales, aunque también a la nobleza y a la Iglesia; la expulsión de los jesuitas (1767).
En América y en España esas medidas derivaron en una serie de protestas y revueltas, síntomas de una crisis creciente del reino. De este lado del mar, propiciaron la revoluciones pre independentistas: como la guerra en Paraguay contra las misiones jesuitas (1754); la revolución indígena en Perú dirigida por Tupac Amaru (1780); la Revolución de los Comuneros (1781) en la Nueva Granada. En Madrid (1776) se produjo un alzamiento que forzó al rey a refugiarse en Aranjuez.
La situación empeoró bajo el reinado de Carlos IV (1788-1810), cuya administración, influenciada por el temor al contagio de la Revolución Francesa (1789), sostuvo reformas tendientes a debilitar a las clases tradicionales (nobleza, iglesia, campesinado) aumentando todavía más el poder absolutista del monarca. Terminaron de hundir internamente a la monarquía la combinación de crisis económica y las cargas fiscales para financiar guerras sucesivas (contra Francia en 1793-95; contra Portugal en 1801; contra Gran Bretaña en 1796-1802 y 1805-1808).
Carlos IV se fue enajenado el apoyo de las diversas clases sociales afectadas por las reformas y las cargas impositivas. De manera que la crisis interna ya había fermentado, cuando circunstancias de política internacional vinieron a agravar la situación. La guerra entre Francia e Inglaterra produjo el alineamiento de España con la primera (Tratado de San Ildefonso 1796 y Tratado de Aranjuez 1801). Carlos IV, y su ministro Manuel Godoy, atendiendo a la alianza con Francia cometieron varios errores procurando cumplir la política de Napoleón Bonaparte de aislar del continente europeo a Inglaterra: primero, en la guerra contra Gran Bretaña que sólo sirvió para que, en la Batalla de Trafalgar (1805), viera destruida su armada, debilitándose considerablemente su control sobre el imperio ultramarino; luego permite el paso de tropas francesas para atacar Portugal (tradicional aliado de los ingleses) a través de España, mediante el Tratado Fontainebleau (27 de octubre de 1807), permitiendo que su país fuera ocupado militarmente. En algún momento, entre fines de 1807 y comienzos de 1808, Napoleón decide apoderarse de España, deponer a los borbones (Carlos y su hijo Fernando) y suplantarlos por su hermano José Bonaparte.
En marzo de 1808, previendo Godoy las acciones de los franceses, retira de Madrid al rey, instalándolo en Aranjuez, pero planeando un retiro a Sevilla y posiblemente a América dependiendo del avance de las tropas francesas. En ese momento, los sectores descontentos de la nobleza se alían con su hijo, Fernando VII, y apoyados por un motín popular asaltan el palacio, arrestan a Godoy y fuerzan la abdicación de Carlos IV a favor de Fernando. Pero Fernando VII no alcanza a gobernar, ya que es obligado por Napoleón a trasladarse a la ciudad francesa de Bayona, al igual que su padre, donde a ambos se les exige abdicar en favor de José Bonaparte (Abdicaciones de Bayona).
La ocupación francesa y la convocatoria a las Cortes de Cádiz
A partir de la ocupación francesa empieza un proceso revolucionario en toda España y América en el que, bajo el ropaje de resistencia al invasor y la defensa de Fernando VII como legítimo rey, se producen sublevaciones populares (como la del 2 de Mayo en Madrid), guerra de guerrillas y el surgimiento de nuevas formas de autogobierno municipal (Juntas) que, en el fondo eran la revolución burguesa española porque implicaban la ruptura del régimen absolutista precedente. Estos sucesos son conocidos en la historia de España como la “Guerra de la Independencia”.
Guerra que se extiende en dos fases. En la primera, el verano-otoño de 1808, en la que diversas ciudades y regiones se insurreccionan contra la ocupación francesa dirigidas por las Juntas de gobierno y fuerzas militares locales, sin coordinación nacional, pero que asestan importantes derrotas a los ocupantes. En la segunda, a partir de noviembre de 1808, hasta enero de 1809, Napoleón en persona asume las operaciones en España y al frente de la Grande Armeé (250.000 soldados) logra consolidar la ocupación.
En un principio el Consejo de Castilla, un organismo tradicional de la monarquía, en agosto de 1808, llama a desconocer las Abdicaciones de Bayona y convoca una reunión de las Cortes Generales, bajo el criterio tradicional del organismo estamental. Pero las Juntas Provinciales, encabezados por la Junta de Sevilla, organismos novedosos y revolucionarios, en choque con el Consejo de Castilla, exigen una convocatoria a Cortes rompiendo exigiendo que la representación atendiera a criterios demográficos y regionales. De esta manera, el 25 de septiembre de 1808, se instala en Aranjuez la Junta Central Gubernativa del Reino, intentado sostener un gobierno central contra la ocupación. Pero la Junta Central tuvo que moverse a Sevilla ante el avance de Napoleón y luego refugiarse en Cádiz a fines de 1809.
Pese a que el Consejo de Castilla había convocado a las Cortes desde agosto de 1808, y que la Junta Central había ratificado la convocatoria en septiembre de 1809, los vaivenes de la guerra y las disputas internas sobre el carácter de las Cortes y la forma de la representación, retardaron su convocatoria formal hasta el 1 de enero de 1810, cuando la Junta Central dio paso a un gobierno constituido bajo el nombre de Consejo de Regencia cuyo contrapeso serían las propias Cortes.
La guerra contra la ocupación francesa y la necesaria unidad nacional contra el enemigo matizaron un poco más las diferencias políticas a lo interno de España, pero éstas también se expresaron incluso desde antes de instalarse las Cortes de Cádiz (24 de septiembre de 1810). Según Marta Friera Álvarez e Ignacio Fernández Sarasola, investigadores de la Universidad de Oviedo, tanto en la Junta Central como en el Consejo de Regencia se formaron dos partidos de hecho: los realistas y los liberales.
La diferencia entre ambos grupos giró en torno al carácter de las Cortes y los principios de soberanía en base a los que se convocaban. Los realistas (encabezados por Floridablanca y Jovellanos) pretendían apelar a las tradiciones medievales españolas, por las cuales las Cortes debían basarse en una representación estamental. Ellos partían del principio de que la Soberanía tenía dos cabezas: el Rey y las Cortes. Siguiendo en parte el modelo inglés, pretendían una Monarquía “moderada” que compartiera la soberanía con las Cortes. Ante la presión, incluso aceptaban la idea de una Cámara Baja con representación territorial. En principio se oponían a que las Cortes redactaran una nueva Constitución Política, limitándose a compilar las leyes históricas que habían quedado en desuso con la instauración del absolutismo en el siglo XVI, por las cuales el Rey compartía ciertos poderes con la nobleza representada en las Cortes. De acuerdo al criterio de los realistas, el rey mantendría la rama Ejecutiva y la capacidad de vetar leyes.
Los liberales (encabezados por Agustín Argüelles fundamentalmente) adherían a criterios influidos por la experiencia de la Revolución Francesa, aunque por razones obvias no podían admitirlo y también intentaban disfrazar sus principios apelando a criterios de la tradición española. Para los liberales, la Soberanía nacional estaba en el pueblo, el cual la delegaba en tres poderes, siguiendo los criterios más consecuentes de la Ilustración. Este grupo liberal, que terminó imponiéndose, opinaba que había que redactar una nueva Constitución basada en la división de los poderes (Ejecutivo a cargo del Rey, Legislativo en las Cortes y un poder judicial). Para los liberales, los diputados debían ser elegidos por “sufragio amplio” en base a la representación territorial y demográfica.
Marta Friera e Ignacio Fernández identifican un tercer grupo que apareció una vez instaladas las Cortes, el cual se alió en muchos casos a los liberales, pero que expresaba intereses particulares: los diputados americanos. Del grupo de los “americanos”, destacan los autores a José Mejía, diputado por Santa Fe de Bogotá, a Joaquín Leyba de Chile y a Larrazábal de Guatemala. El objetivo de este grupo era lograr la representación plenamente igual entre los ciudadanos de ambos lados del Atlántico, por lo cual su argumentación se apoyaba en el criterio de que cada individuo era depositario de un pedazo la soberanía nacional, siguiendo a J.J. Rousseau, por ende la representación tendría que obedecer a un criterio proporcional basado en la distribución demográfica regional. Este criterio no logró imponerse.
A juicio de los autores citados, la Constitución de Cádiz tiene muchas similitudes con la francesa de 1791, pero “los liberales trataron de disfrazar la vocación francófila del documento”, para lo cual recurrieron al historicismo español, sobre todo en su Discurso Preliminar. Aunque tuvo breve aplicación, muchos elementos de “La Pepa” fueron recogidos en las Constituciones fundacionales de los estados hispanoamericanos que se independizarían posteriormente.
Conviene consignar que Napoleón Bonaparte convocó una Junta de Bayona para redactar una constitución para España. Esta junta careció de representatividad, pero asistieron los sectores políticos e intelectuales “afrancesados”, como Azanza, Cabarrus, Urquijo y Marchena. Se atribuye al propio Napoleón la redacción del llamado Estatuto de Bayona, que se puso en vigencia el 27 de julio de 1808. En esencia, era un estatuto constitucional semejante al que Francia aplicaba en otros estados ocupados, como Nápoles, Holanda y Westfalia. Era una Constitución que concentraba el poder en el Rey, asistido por una pluralidad de organismos consultivos.
Las Cortes de Cádiz y su influencia sobre la Independencia hispanoamericana
“Desde este momento, españoles americanos, os veis elevados a la dignidad de hombres libres; no sois ya los mismos de antes, encorvados bajo un yugo mucho más duro, mientras más distantes estabais del centro del poder, mirados con indiferencia, vejados por la codicia y destruidos por la ignorancia. Tened presente que al pronunciar o escribir el nombre del que ha venir a representaros en el Congreso Nacional, vuestros destinos no dependen ya de los ministros, ni de los virreyes, ni de los gobernadores: están en vuestras manos”, dice el Consejo de Regencia desde Cádiz.
Esa convocatoria es la que dispara en América el proceso independentista, pues en ella, además de pedir que se enviaran delegados, se exhorta a crear en las capitales virreinales y capitanías generales Juntas de Gobierno con participación de los criollos como iguales en derechos ciudadanos que los peninsulares. Derecho éste que había sido negado hasta ese momento por las leyes de la monarquía absoluta, que había establecido un sistema de castas en las colonias en la que los únicos con plenos derechos políticos lo eran los nacidos en la Península Ibérica. Agudizó el conflicto en las ciudades americanas el hecho de que los virreyes intentaran ocultar la convocatoria del Consejo de Regencia, para no compartir el poder político con las Juntas que se proponían.
Esto motivó las primeras sublevaciones populares que desplazaron por la fuerza a los virreyes y gobernadores (a lo largo de 1810), e impusieron las Juntas de Gobierno criollas, todas jurando en un principio lealtad a Fernando VII y al Consejo de Regencia. Pero las victorias de las Juntas fueron relativas, ya que sectores realistas o absolutistas del ejército se hicieron fuertes en diversas ciudades y regiones, con lo que también se radicalizó el proceso en las ciudades que, un año después (1811), en medio de guerras civiles llevó al poder a sectores más radicales de capas medias que sí proclamaron la independencia completa de España. El estado de guerra civil se mantuvo aún bajo la restauración de Fernando VII (1814).
La resistencia de los absolutistas en Hispanoamérica, y las atroces masacres que realizaron, condujo a la desaparición (incluso física) de los criollos moderados dispuestos a entenderse con la monarquía española y el Consejo de Regencia a cambio de más autonomía, y consolidó a los sectores radicalizados pro independencia, con figuras como Simón Bolívar a la cabeza, quienes triunfaron a partir de 1820-25.
Las Juntas creadas en las ciudades americanas habían reconocido como legítimas las decisiones emanadas de la Junta de Sevilla y de la Junta Central, pero no reconocían al posterior Consejo de Regencia, por considerar que ese gabinete se había creado de manera ilegítima y sin contar con su participación. A criterio de los americanos debió esperarse la reunión de los delegados a las Cortes para constituir el gobierno común, en ausencia de Fernando VII. Esto quedó expresado en un pronunciamiento conjunto de los diputados americanos al pleno de las Cortes, del 1 de agosto de 1811, en el que se defienden de las acusaciones de rebelión, hacen un recuento del proceso de la constitución de las principales Juntas en América, alegando que las mismas habían actuado bajo los mismos principios y siguiendo el ejemplo de las constituidas en la península, como todas reconocían al monarca preso en Bayona, y acusan a las autoridades peninsulares, virreyes y militares, de intentar pasar por encima de las juntas locales.
“Las provincias de América reconocieron a la Junta de Sevilla, reconocieron a la Central; pero poco satisfechas de una y otra, las que ahora se llaman disidentes rehusaron el mismo reconocimiento a la Regencia, que creó la última al disolverse; porque dicen que no tuvo facultad para transmitir el poder soberano que se le había confiado, y que recayendo la soberanía por el cautiverio del rey en el pueblo, o reasumiéndola la nación, de la cual ellas son partes integrantes, no podían los pueblos de España sin ellas constituir gobierno que se extendiese a ellas; o que así como no se las incluyó para constituirle, tampoco se las deba incluir para obedecerle”, alegaban los diputados americanos en las Cortes.
Otro motivo de discordia, incluso para criollos moderados, como Camilo Torres en Nueva Granada, lo fue el hecho de que la convocatoria a estas Cortes se basó en el desigual criterio de que cada provincia peninsular tendría dos delegados, mientras que los Virreinatos y Capitanías se les pedía enviar un delegado. El famoso manifiesto del propio Camilo Torres, “Memorial de Agravios”, es un alegato contra la injusticia y desigualdad que representaba este criterio que extendía la discriminación que los españoles americanos habían sufrido por tres siglos. Esa resistencia de los españoles peninsulares, incluso los más liberales, a reconocer la completa igualdad a los españoles americanos se va a mantener durante los propios debates de las Cortes de Cádiz y se va a formalizar en la propia Constitución emanada de ellas. Esta actitud reforzará políticamente a los radicales independentistas de este lado del mar y debilitará a los moderados que pudieron sentirse cómodos con una monarquía constitucional.
La propia cerrazón de las autoridades españolas, del Consejo de Regencia, de los militares y de los propios liberales de las Cortes, atizó el fuego al no permitir que las autoridades criollas pudieran establecer sus Juntas de Gobierno soberanas, sin interferencia de las autoridades imperiales, pese a que las mismas, en todos lados, a lo largo del año 1810, asumían jurando lealtad a Fernando VII y reconociéndose como españoles.
En este sentido, Simón Bolívar y Luis López Méndez, el 8 de septiembre de 1810, actuando como voceros de la Junta de Caracas ante el gobierno británico, al que acudieron por ayuda militar, se quejaban ante el secretario de relaciones exteriores de Caracas, del “inicuo y escandalosos decreto del Consejo de Regencia nos ha declarado rebeldes, y ha impuesto un riguroso bloqueo sobre nuestras costas y puertos…las inesperadas e impolíticas medidas del Gobierno de Cádiz… No es fácil expresar a V. S. la indignación y escándalo que ha producido en este país el decreto de la Regencia. Verdad es que nada tan ilegal y tan monstruoso ha salido jamás de la cabeza de sus bárbaros autores. Identifican su autoridad usurpada con los derechos de la Corona, confunden una medida de seguridad con un acto de rebelión, y en el delirio de su rabia impotente destrozan ellos mismos los lazos que se proponen estrechar”.
Todavía en agosto de 1810, los diputados americanos en las Cortes decían, defendiéndose de las acusaciones de rebeldía lanzadas por el Consejo de Regencia, que los hispanoamericanos: “…jamás han visto a la nación española como una nación distinta a la de ellos, gloriándose siempre con el nombre de españoles, y amando a la península con aquella ternura que expresa el dulce epíteto de madre patria…”. Acusaban a la opresión y la injusticia del estado de revolución en América: “El mal gobierno, la opresión del mal gobierno es la primordial y radical de la revolución de América…”. Y agregaban: “…el deseo de independencia no es general en América, sino que es de la menor parte de ella. Aún ésta no la desea perpetua…”. Después de enumerar los abusos y opresiones de que eran víctimas los americanos respecto de los peninsulares, exhortan a las Cortes a remediar la “opresión”, porque: “Únicamente esto extinguirá el deseo de independencia…”.
Todavía, en el otoño de 1810, Bolívar dejaba entrever en esta carta la posibilidad de salvar la unidad de España y sus colonias con la mediación de Inglaterra. Unos meses después, julio de 1811, ya había cambiado por completo de opinión pronunciando en la sala de las Sociedad Patriótica estas palabras: … ¿Qué debemos esperar los resultados de la política de España? ¿Qué nos importa que España venda a Bonaparte sus esclavos, o que los conserve, si estamos resueltos a la libertad? Esas dudas son triste efecto las antiguas cadenas. ¡Que los grandes proyectos deben prepararse con calma! ¿Trescientos años de calma no bastan? ¿Se quieren otros trescientos todavía?… Pongamos sin temor la piedra fundamental de la libertad sudamericana…”
Las reformas políticas de la Constitución de 1812
Su Artículo 1 define: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”, con lo cual deja abierta la posibilidad de salvar la integridad del Estado y evitar la Independencia de Hispanoamérica. Pero, como se ha dicho antes, llegó tarde, pues un año antes de su proclamación ya se había avanzado en la independencia absoluta en lugares como Caracas, Bogotá, Cartagena, México (con Hidalgo), etc. Su Artículo 5 establece que son españoles: “Todos los hombres libres nacidos y avecinados en los dominios de España, y los hijos de éstos”; “los libertos desde que adquieran la libertad en las Españas”; lo cual reconoce a los criollos y mestizos la nacionalidad, pero no a los negros esclavos, los cuales eran un porcentaje importante de la población en algunas regiones.
Sin embargo, al fijar la ciudadanía se hicieron las siguientes distinciones: “aquellos españoles que por ambas líneas tienen su origen en los dominios españoles de ambos hemisferios” (Art. 18); “A los españoles que por cualquier línea son habidos y reputados por originarios del África, les queda abierta la puerta de la virtud y del merecimiento para ser ciudadanos: en consecuencia las Cortes concederán carta de ciudadano a los que hicieren servicios calificados a la Patria, o a los que por su talento, aplicación, y conducta, con la condición de de que sea hijos de legítimo matrimonio de padres ingenuos; de que están casados con mujer ingenua, y avecinados en los dominios de las Españas, y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil con un capital propio” (Art. 22). Respecto al derecho al voto para escoger diputados se agrega: “Esta base es la población compuesta de los naturales que por ambas líneas sean originarios de los dominios españoles, y de aquellos que hayan obtenido en las Cortes carta de ciudadano…” (Art. 29).
El ejercicio de la ciudadanía se suspendía en casos como, entre otros (Art. 25): “En virtud de interdicción judicial por incapacidad física o moral”; “Por el estado de deudor quebrado, o de deudor de los caudales públicos”; “Por el estado de sirviente doméstico”; “Por no tener empleo, oficio o modo de vivir conocido”; “Por hallarse procesado criminalmente”; “Desde el año mil ochocientos treinta deberán saber leer y escribir…”.
Esta definición de ciudadanía no podía ser satisfactoria para los españoles americanos, tal vez salvo para aristocracia criolla, porque (además de dejar por fuera a las mujeres, algo común en la época para todos los países) dejaba por fuera del ejercicio de la ciudadanía a la mayoría de los mulatos de América, no sólo a los negros esclavos. Algunos autores opinan que esta medida discriminatoria se debía al temor de los liberales españoles de que se vieran rebasados en número de diputados provenientes de América si la ciudadanía se otorgaba en base a la plena igualdad de todos los nacionales. Incluso al establecer un criterio de propiedad y capital propio, como hace el artículo 22, dejaba por fuera a las clases populares y los indígenas. Es decir, que la Constitución de Cádiz de una manera vergonzante dio continuidad al criterio estamental del colonialismo en Hispanoamérica, aunque no aludiera directamente a la categoría de “razas”, hay una discriminación de clase social que coincide con el origen étnico de las personas.
Conviene aclarar que muchos de estos criterios discriminatorios fueron recogidos por las Constituciones nacionales hispanoamericanas posteriores a la Independencia. Así que la diferencia que pudieran tener los diputados americanos en las Cortes de Cádiz con los peninsulares se debía más a un regateo por la representación que a un criterio profundamente democrático que, para la época, aún no estaba vigente. El principio de un ciudadano un voto, y el de ciudadanía para todos los nacidos en el territorio, sin distinciones de ningún tipo (clase, raza, sexo), se impondrían con las revoluciones sociales, y obreras, posteriores a 1848, y no estarían plenamente vigentes hasta bien entrado el siglo XX, por ejemplo, para el caso de las mujeres. La completa igualdad de derechos es más fruto del movimiento obrero y socialista que de la Ilustración y de las revoluciones burguesas del siglo XIX.
Otro aspecto que no satisfizo a los diputados americanos está comprendido en el Artículo 10, que define los territorios de “las Españas”, quienes aspiraban al reconocimiento de más provincias y al establecimiento de un sistema federal. Los territorios americanos reconocidos, y que por ende tenían derecho a representación en las Cortes, son los siguientes: “En la América septentrional, Nueva España, con la Nueva Galicia y península de Yucatán, Guatemala, provincias internas de occidente, isla de Cuba, con las dos Floridas, la parte española de Santo Domingo, y la isla de Puerto Rico, con las demás adyacentes a éstas y el Continente en uno y otro mar. En la América meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico…”.
Hay que señalar que las elecciones para diputados se establecía un sistema indirecto de tres niveles: las parroquias, los partidos y las provincias. Quienes reunían los requisitos de ciudadanía se reunían en la parroquia y elegían a los electores que les correspondía, según el censo, luego éstos representaban a la parroquia en la junta de partido y los electores salidos de ellos asistían a la junta provincial, que elegía a los diputados.
En plano de la separación de poderes la Constitución de Cádiz avanzó mucho más, partiendo de los siguientes principios: “La Nación española es libre e independiente, y no puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona” (Art. 2); “La soberanía reside en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer las leyes”; “El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen” (Art. 13); “El Gobierno de la Nación española es una Monarquía moderada hereditaria” (Art. 14); “La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey” (Art. 15); “La potestad de hacer ejecutar las leyes reside en el Rey” (Art. 16); “La potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales reside en los tribunales establecidos por la ley” (Art. 17).
La Constitución reconoció iniciativa legislativa para los diputados y limitó el tiempo de su representación a un solo período de dos años. Pese a limitar los poderes reales, más adelante se establece el principio de que (Art. 168): “La persona del Rey es sagrada e inviolable, y no está sujeta a responsabilidad”.
En cuanto a la separación entre la Iglesia y el Estado no se avanzó mucho, puesto que el artículo 12 establece: “La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”.
En algunos aspectos sociales se registraron conquistas democráticas, como por ejemplo en el Capítulo III: se estableció las bases del debido proceso, se prohibió la tortura la confiscación de bienes, el traspaso a la familia de las sanciones, la inviolabilidad del domicilio, etc. El artículo 339 estableció que “Las contribuciones se repartirán entre todos los españoles con proporción a sus facultades, sin excepción ni privilegio alguno”. El artículo 366 estableció la educación pública para enseñar a “leer, escribir y contar” a los niños. El artículo 371 estableció el principio de la libertad de opinión e imprenta.
La Pepa, agonía y muerte constitucional
Con todas sus contradicciones y debilidades, la Constitución de Cádiz tuvo una vida muy corta al igual que sus alcances. En Hispanoamérica prácticamente no tuvo vigencia, ya que al momento de su promulgación, el 19 de marzo de 1812, ya el continente se encontraba sumido en cruentas guerras civiles, polarizadas entre los decididos independentistas (ahora sí) y los sectores más reaccionarios del absolutismo. En España no sería hasta el verano de 1812 cuando la alianza entre españoles, lusitanos e ingleses asestó la primera derrota notable a la ocupación francesa en la Batalla de los Arapiles. Napoleón, por su parte, había partido hacia Rusia, donde sufriría una derrota de la que no pudo recuperarse. Aún así, no es sino hasta el 21 de junio de 1813, en la Batalla de Vitoria, cuando los franceses son definitivamente expulsados del territorio español.
Retornado a Madrid, en mayo de 1814, Fernando VII en uno de sus primeros actos de gobierno ordenó la disolución de las Cortes y la suspensión de la Constitución de 1812. En Hispanoamérica, ese año marcó la contraofensiva del absolutismo español que derivó en la derrota en todas partes de los sectores más radicales que luchaban por la independencia, salvo Buenos Aires, que nunca volvió a estar bajo el control español.
La durísima represión desatada por las fuerzas de la restauración, que incluso cobró la vida de los sectores más moderados del criollismo, como la realizada por el general Morillo en Venezuela y la Nueva Granada, liquidarían las últimas esperanzas de conquistar espacios democráticos bajo una monarquía constitucional española. Con ello se preparó el camino para que Simón Bolívar volviera de su exilio con energías y apoyos renovados, que culminarían en la Independencia completa del continente entre 1819 y 1825.
Sin embargo, la Constitución de 1812 habría de ver un nuevo resurgimiento en 1820, cuando un alzamiento militar de las tropas preparadas para marchar a América a aplastar los últimos focos de resistencia independentista, exigió a Fernando VII someterse a la monarquía constitucional. La sublevación inició en Las Cabezas de San Juan, cerca de Sevilla, el 1 de enero de 1820, dirigida por el general Rafael del Riego, quien se había destacado en la guerra contra la ocupación francesa. La revuelta cubrió diversas zonas de Andalucía, pero luego decae, para luego reproducirse en Galicia, hasta que una explosión popular en Madrid el 7 de marzo, pone en jaque al rey. El día 10 de marzo, éste emite el “Manifiesto del Rey a la Nación”, por el cual proclama: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”.
Fernando juró de esta manera someterse a la Constitución de 1812, abriendo un periodo liberal de tres años. Pero era un juramento falso, pues conspiró con los gobiernos más reaccionarios de Europa, agrupados en la Santa Alianza, para acabar con la “monarquía moderada” y restaurar el absolutismo. El 7 de abril de 1823, un ejército francés al mando del Duque de Angulema, y con el apoyo de la Santa Alianza, invadió España y restituyó los poderes conculcados a Fernando. El general del Riego, al igual que otros, moriría ahorcado en noviembre de ese año y con él la Constitución de 1812.
De todos modos la corta vigencia de la Constitución, en 1820-23, sirvió indirectamente a uno de los objetivos que se había propuesto evitar: consolidar la Independencia, debilitando a los sectores más recalcitrantes del realismo. Respecto a Panamá, su efecto fue inmediato, de acuerdo a Mariano Arosemena. En sus Apuntamientos Históricos dedicó poco interés por la convocatoria, los debates y los resultados del proceso constituyente de 1810-12, “… no alcanzó jamás en los istmeños su adhesión a la España, aun investida de la constitucionalidad monárquica”, dice en el capítulo de 1812. Pero en el capítulo dedicado a 1820, Mariano dice exultante: “La transformación política de España fue de grande trascendencia para este reino de Tierra Firme”. Luego describe cómo ella permitió la llegada de la primera imprenta al Istmo, la aparición del primer periódico (La Miscelánea), la aparición de sociedades masónicas en las que participaban juntos españoles y panameños, y un ambiente bastante democrático que preparó el terreno para la proclamación de Independencia del 28 de Noviembre de 1821.
Bibliografía
• Bolívar, Simón. Doctrina del Libertador. Biblioteca Ayacucho. Caracas, 1985.
• La Constitución española de 1812. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. En: www.cervantesvirtual.com
• Friera Álvarez, Marta y Fernández Sarasola, Ignacio. Contexto histórico de la Constitución española de 1812. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes En: www.cervantesvirtual.com
• Pensamiento político de la emancipación (1790-1825). Biblioteca Ayacucho. Volúmenes XXIII y XXIV. Caracas, 1977.
• Arosemena, Mariano. Apuntamientos históricos (1801 – 1840). Publicaciones del Ministerio de Educación. Panamá, 1949.