El dilema de Gaza y el apoyo cristiano a Israel
Hoy, en Gaza, no se libra únicamente una batalla militar, sino una tragedia humanitaria que arrastra a millones de personas, en su mayoría civiles, hacia el hambre, el desplazamiento y la muerte. Separar la defensa teológica de Israel de la realidad sobre el terreno es urgente. No se trata de renunciar a la fe, sino de no permitir que ésta se convierta en excusa para ignorar el dolor ajeno.
No hay profecía que justifique la indiferencia ante un niño bajo los escombros o una familia que entierra a sus muertos sin poder siquiera llorarlos en paz. El mensaje cristiano no es selectivo: no distingue entre el dolor de un israelí y el de un palestino, porque en ambos late la misma imagen de Dios. Y si la teología se olvida de eso, deja de ser buena nueva para convertirse en propaganda.
Además, la historia advierte que cuando la religión se fusiona ciegamente con el poder político, los abusos no tardan en llegar. Defender la seguridad de Israel es legítimo; silenciar o minimizar las violaciones a los derechos humanos en Gaza no lo es. La lealtad a una promesa divina no exige renunciar a la justicia, sino encarnarla.
Apoyar la existencia de Israel como nación no obliga a avalar las políticas de su gobierno, y mucho menos aquellas que castigan colectivamente a un pueblo. El Evangelio que muchos de estos grupos profesan no llama a cerrar los ojos ante el sufrimiento del prójimo, sino a ponerse a su lado. La misericordia, en cualquier credo, es indivisible.
El dilema de Gaza no debería resolverse entre la fidelidad a una profecía o la defensa de los derechos humanos. Si la fe pierde su compasión, deja de ser fe y se convierte en ideología. Y la ideología, cuando se antepone a la vida humana, termina siendo la verdadera herejía.