El socialismo democrático que renace en Estados Unidos

Katha Pollitt

El renacimiento del socialismo democrático en Estados Unidos ha provocado debates sobre el sentido de la idea socialista, sobre la necesidad de una crítica rigurosa y seria al capitalismo y sobre la necesidad de un nombre para las ideas de cambio.

El socialismo democrático que renace en Estados Unidos

El socialismo -el socialismo democrático- ha experimentado un renacimiento en Estados Unidos, en gran medida gracias a Bernie Sanders, que no es estrictamente un socialista, sino un demócrata del New Deal. Llamarse a sí mismo socialista probablemente no ayudó a Sanders a ganar votos. En 2019, cuando se le preguntó a la ciudadanía si votaría por varios tipos de personas para presidente, «socialista» quedó en último lugar con 47% -el mismo porcentaje que en 2015- después de «musulmán», «mayor de 70 años» y «ateo». Pero el socialismo le dio a la gente, y especialmente a gente joven, un nombre para su rabia contra el statu quo y ayudó a que los Socialistas Democráticos de Estados Unidos (DSA, por sus siglas en inglés), una organización a la que Sanders no pertenece, aumentara su número de miembros a unos 90.000.

Yo pertenezco a la DSA y a veces digo que soy socialista, mientras me pregunto qué quiero decir exactamente. En Estados Unidos, parece significar, como mínimo, un gran Estado de bienestar con asistencia sanitaria para todos, universidad pública gratuita, igualdad racial y de género, protecciones medioambientales, sindicatos fuertes, libertades personales y democracia política. Es lo que Robert Heilbroner llamó «Suecia real pero ligeramente imaginaria» en las páginas de la revista Dissent en 1991.

Estoy a favor de todas esas cosas, empezando por un poderoso Estado de bienestar. Apoyaría niveles muy elevados de impuestos, incluso sobre mí misma, para que todo el mundo pudiera disfrutar de una vida decente y digna con una excelente educación, sanidad, vivienda, sin pobreza y con mucha menos desigualdad. Pero eso no es socialismo. Suecia, como señaló Heilbroner, es un país capitalista. Tiene corporaciones que ejercen poder sobre la economía y, a pesar de su etiqueta de país pacifista y de su baja densidad poblacional, exportó más de 300 millones de dólares en armas el año pasado. Tiene empresas privadas que se esfuerzan por obtener beneficios. Y no es ajena al consumismo.

El socialismo solía significar mucho más que un generoso Estado de bienestar. Como muestra el ejemplo de Suecia (y de otros pasíses socialdemócratas), esos beneficios pueden proporcionarse bajo el capitalismo si la clase trabajadora lucha lo suficiente por ellos y la clase dominante cree que es ventajoso para ella. El socialismo solía significar un sistema que sería superior al capitalismo no solo moral sino económicamente. Sería más racional, eficiente y moderno, y produciría abundancia para todos. Esa idea se perdió hace tiempo. La planificación económica centralizada fue un desastre allí donde se intentó.

Cuando los socialistas han tomado el poder del Estado, se ha producido otro problema: el de la democracia. No es casualidad que muchas naciones socialistas hayan evolucionado hacia el autoritarismo, con el poder concentrado en un partido, a menudo dirigido por un líder muy longevo. En un círculo cerrado de poder, la política se convierte en un negocio de parientes y compinches. Fidel Castro gobernó Cuba durante cuarenta y nueve años y cedió el gobierno a su hermano; Corea del Norte va por la tercera generación de Kims; Madame Mao y Elena Ceaușescu eran claramente las mujeres más poderosas de sus respectivos países (y ninguna de ellas terminó bien). Sé lo que estás pensando: se llamaran como se llamaran, la Unión Soviética, la China de Mao y la Albania de Hoxha no eran realmente socialistas. Cuando no se dispone de medios para transferir el poder de forma pacífica e introducir nuevas personas e ideas, se acaba con un régimen rígido y a menudo corrupto que acabará siendo derrocado, como ocurrió con la Unión Soviética y sus satélites, o se convertirá en capitalista en todo menos en el nombre, como China y Vietnam.

Por otro lado, si hay elecciones abiertas, con una prensa libre y partidos políticos organizados que puedan competir en igualdad de condiciones con el partido gobernante, la gente puede votar contra el socialismo. Eso es lo que sucedió en Nicaragua en 1990 y lo que parece estar sucediendo parcialmente hoy en día con Suecia, Dinamarca, Francia y otros países donde los partidos socialistas fueron alguna vez poderosos. De hecho, los Estados de bienestar socialdemócratas que admiramos llevan años achicándose. Suecia ha reducido sus prestaciones sociales hasta el punto de que el New York Times culpó a los recortes de una «ola de muertes» en las residencias de ancianos durante la pandemia. Además, la hostilidad a la inmigración está llevando a los votantes antes progresistas hacia la derecha en todo el mundo socialdemócrata. Dinamarca es ahora uno de los lugares más hostiles de Europa para los inmigrantes, y los socialdemócratas son tan duros en esa cuestión como el xenófobo Partido Popular Danés. La democracia no siempre funciona para el bien común.

Los socialistas contemporáneos gastan mucha energía en negar la relevancia de los Estados autodenominados socialistas o de los Estados de bienestar capitalistas de Europa Occidental: dicen que no eran realmente socialistas. Pero si esos países no eran socialistas, ¿qué dice eso de la propia idea socialista? En el mejor de los casos, uno puede mostrar momentos y destellos: el «socialismo de las alcantarillas» de Milwaukee y Wisconsin, el de la Viena Roja y el de Bolonia, el de Kerala en la India. Tal vez el socialismo sea un poco como el cristianismo, cuyos creyentes le atribuyen todo lo bueno que ha hecho y cuyos detractores le culpan de todo lo malo, mientras que nadie puede señalar realmente una sociedad que lo encarne.

Está claro que el capitalismo nos precipita hacia muchos tipos de desastres, sobre todo el calentamiento global. Es difícil ver cómo un sistema basado en el beneficio y el consumo creciente puede salvaguardar los recursos naturales al mismo tiempo que necesita explotarlos al máximo. La gente tiene razón al rechazar un sistema basado en esa contradicción, y al exigir que se ponga fin a la desigualdad extrema y creciente; al trabajo mal pagado de millones de trabajadores, especialmente de los inmigrantes; y al trabajo no reconocido y no pagado y al sometimiento de las mujeres. También tienen razón al sentirse desencantados con un sistema electoral que da un poder desmesurado a los grandes donantes y atiende a los intereses de los ricos y casi ricos, y que el Partido Republicano está haciendo todo lo posible por convertir en una democracia autoritaria al estilo húngaro con un poco de teocracia.

Sin el desarrollo urgente de algún tipo de movimiento de masas, es difícil ver cómo vamos a salir del agujero que nos están cavando. Y para desarrollar un movimiento de masas se necesita esperanza. No me siento especialmente esperanzada estos días, pero el socialismo es mi nombre para la esperanza que todavía siento a veces de que podamos compartir la riqueza y el poder y el conocimiento, ser menos egoístas y crueles, y dejar que todo el mundo, no solo unos pocos afortunados, desarrollen sus talentos y tengan una buena vida. Quizá la libertad individual y el bien común no tengan que ser opuestos. ¿Cómo puede ocurrir eso? Alguien tendrá que averiguarlo.

Publicamos este artículo como parte de un esfuerzo común entre Nueva Sociedad y Dissent para difundir el pensamiento progresista en América. Puede leerse la versión original en inglés aquí. Traducción: Mariano Schuster

Fuente: nuso.org

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