Novísimas aventuras de Sherlock Holmes
Enrique Jardiel Poncela
LA BOTELLA DE «EXTRA-DRYSS»
—Harry —me dijo Holmes una tarde de enero—. Haga las maletas, compre un aeroplano, llénelo de todos los objetos necesarios y téngalo preparado para mañana al amanecer. A esa hora debemos partir con rumbo al Polo.Al oír lo del Polo, estornudé, y Holmes gruñó: —Guarda tus estornudos para cuando estemos en las regiones árticas.
Fui a pedirle noticias de aquel súbito y frigorífico viaje, pero Sherlock, a quien molestaban mucho las palabras inútiles y los almohadones de cretona, se limitó a alargarme una botella de «Extra-Dryss», diciéndome: —Ahí dentro encontrará la clave de todo. Adiós.
Y salió de casa rápidamente. Desde la ventana le vi subir a un autocar y desaparecer calle arriba, poniéndose una inyección de morfina en un oído.
Al quedarme sólo, contemplé la botella de «Extra-Dryss». No vi en ella nada interesante, -aparte de la pésima calidad del vidrio. Entonces la miré al trasluz y noté que había algo en su interior. La volqué, pensando que caerían unas colillas de cigarrillos egipcios—cosa que ocurre siempre al volcar las botellas de «Extra-Dryss»—, pero lo que cayó fué un papelito enrollado. Y en el papelito estaba escrito, con tinta de calamar, lo siguiente:
“Esta botella sólo debe ser abierta por míster Sherlock Holmes, de Londres.
Querido míster Holmes: Soy el capitán Mappletown, y me hallo perdido entre los hielos del Polo. (No le digo a usted si el Polo Norte o el Polo Sur, para picarle la curiosidad). Pero esto, con ser grave, no es lo más grave. Lo más grave es que no me quedan víveres más que para dos días.
En el Polo a 11 de abril de 1880.—Mappletown. (Capitán).”
LA PARTIDA.—IMANTADOS
Al concluir de leer el extraño mensaje, lo primero que pensé fue que el capitán Mappletown era idiota. Luego tuve la sospecha de sino sería también idiota Sherlock Holmes, pues así parecía probado al disponer aquel viaje en busca de un hombre que, en abril de 1880, ya no tenía víveres más que para dos días. Nosotros íbamos a buscarle en enero de 1930… ¿Qué iba a quedar del capitán Mappletown después de cuarenta y nueve años de desnutrición polar? La respuesta era espantosa, como la cara de «El Fantasma de la Opera».
Sin embargo, ante todo, yo debía obedecer a Sherlock, así es que compré un aeroplano de segunda mano en un puesto de baratijas de Whitechapel, lo equipé de todo lo necesario para aquella importante expedición, y aguardé la llegada de Holmes.
Holmes llegó con las primeras luces del alba, pues iba a amanecer de un momento a otro, y traía dos faroles de acetileno. Los colgó de las alas del avión, dio la señal de partida y yo hice elevar el aparato. Por cierto que tuve que aterrizar inmediatamente, por haberme dejado en tierra al genial detective. Estaba tan distraído que se había sentado en el suelo, creyendo que era la cabina del aeroplano, y consultaba atentamente una carta: el as de bastos.
Le saqué de su ensimismamiento para meterle en el avión. Y salimos zumbando.
Ya en el aire evolucioné, describiendo círculos y escenas montañesas. Y por fin, le dirigí a Sherlock la pregunta terrible:
—¿Al Polo Norte o al Polo Sur?
—¡Ah! ¿Pero hay dos Polos?
En un gesto dubitativo, Holmes se rascó un parietal al través de su gorra a cuadros, eminentemente trade mark. Luego dio una respuesta conciliadora:
—Vamos primero al Polo Norte, que cae más cerca, y si Mappletown no está allí iremos al Polo Sur. Después de todo, dentro de media hora podremos haber llegado al Polo Norte perfectamente.
Esta extraordinaria frase me estupefaccionó de tal manera que se me torcieron los mandos y no nos estrellamos por un verdadero milagro de San Jorge.
—¿Dice usted que dentro de media hora podemos estar en el Polo Norte?—indagué, tembloroso, al rehacernos.
—Sí—murmuró Sherlock.
—El motor no puede desarrollar una velocidad tan espantosa—argüí.
Holmes rió de tal manera que se bamboleó el avión.
— ¡El motor! Yo tengo algo mejor que el motor—dijo.
Y sacando del bolsillo un pisapapeles de hierro lo ató a la carlinga. No bien lo hubo hecho, la velocidad, ya considerable, del aparato, se hizo vertiginosa, enloquecedora, atroz.
—¿Qué ocurre—grité en medio de aquella tromba rugiente.
Holmes rio nuevamente; esta vez con carcajadas «a lo Victoriano Sardou». Me aclaró que el Polo es como un imán gigantesco… Pues bien: gracias al pisapapeles, que por ser de hierro se sentía atraído hacia el Polo, llegaríamos allí en menos de treinta minutos…
Confieso que estaba muy habituado a considerar a Holmes como a un genio, pero entonces lo consideré como a un ídolo tibetano.
Nunca había visto yo nada que me sorprendiese más, si se exceptúa un día en que oí decir que Alberti era un poeta.
EL POLO.—LE TIRO DEL BIGOTE AL CAPITÁN
Efectivamente, veinte minutos después ya volábamos sobre un mar de hielo. Junto a un iceberg gigantesco, unas focas hacían juegos malabares y dos osos blancos bailaban sobre sus patas, mientras un esquimal tocaba el pandero.
Conforme avanzábamos, la desolación del paisaje crecía como un adolescente.
Diez minutos más tarde, poniéndome la mano derecha encima de los ojos para evitar la reverberación, distinguí un cartel que decía:
Grité, señalándole el cartel a Holmes, pero éste no me contestó. Me volví y, entonces comprobé que Sherlock no estaba ya en el aeroplano. Mirando de nuevo hacia abajo, le descubrí en tierra, observando la nieve con su lupa.
Aterricé lo mejor que pude y, saltando del avión, me acerqué a Holmes.
—He visto que en la nieve había huellas—me dijo—y me he apeado para estudiarlas de cerca. Y agregó:
—Ayúdame a cavar. Mappletown debe de estar aquí.
Durante seis días cavé en la nieve con la ayuda de una pala.
En la noche del día sexto, tropecé con un mechón de cabellos.
—Mappletown… —murmuré maravillado.
—Tira fuerte de esos cabellos—ordenó Sherlock—. Pertenecen al bigote del capitán.
Efectivamente : tiré con todas mis fuerzas y saqué a Mappletown, del bigote, a la superficie.
Once horas de fricciones fueron bastantes para volver a la vida al ilustre capitán, perdido en 1880.
LA CIENCIA INIGUALABLE DE SHERLOCK HOLMES
Estuvimos en el Polo hasta que llegó la primavera, y cuando las rosas se abrían con un estallido de gases perfumados, Mappletown y yo, que nos habíamos hecho grandes amigos por nuestra mutua afición al pescado crudo, no pudimos resistir más y le rogamos a Sherlock Holmes que nos explicase cómo había podido suponer el sitio donde se hallaba enterrado en nieve el capitan, y, sobre todo, por qué había supuesto que le encontraríamos vivo después de cuarenta y nueve años de ostracismo polar.
Holmes, que a la sazón ejecutaba en su violín la Sonata en fa rebemol, de Pradnowsky, nos hizo el inmenso favor de dejar de tocar.
Y nos dijo:
—Mi trabajo fue como de costumbre, deductivo. Supuse que el capitán tenía que estar precisamente en el mismo Polo, porque él no ignoraba que muchos entusiastas abrigaban el proyecto de llegar allí, y, quedándose en el Polo tenía más probabilidades de ser salvado que si se alejaba de aquellos lugares en busca de una salvación problemática.
Hizo una pausa y siguió:
—Desde el aeroplano vi en la nieve un montoncito de ceniza de tabaco inglés, ya quemado, y deduje que en aquel sitio había vaciado el capitán su pipa por última vez; luego estaba allí mismo.
Y añadió:
—Y en cuanto a mi fe de que el capitán viviese todavía al cabo de cuarenta y nueve años, se apoyaba en la teoría frigorífica.
—¿Cómo?
—Está clarísimo. ¿No se recurre al frío de hielo para conservar el pescado y la carne? ¿No es de carne el capitán Mapple-town? Pues ¿qué mejor sitio de conservarse que estando en el Polo? Vinimos, le encontramos y esto es todo, señores.
Al acabar, Sherlock se puso otra inyección de morfina y volvió a hacer sonar su violín.
Nosotros le dimos algunos peniques para ver si se callaba, y en vista de que se los guardó sin dejar de tocar, nos fuimos a cazar focas con reclamo.
Novísimas aventuras de Sherlock Holmes
Prólogo Mi encuentro con Sherlock Holmes
La serpiente amaestrada de Whitechapel
El hombre de la barba azul marino
La momia analfabeta de «Craig Museum»
El anarquista incomprensible de Piccadelly Circus
La Misa Negra del barrio Soho
Los asesinatos incongruentes del Castillo de Rock
Fuente: El Libro del Convaleciente (inyecciones de alegría para hospitales y sanatorios)