El secreto de Garmann
El verano de Garmann estaba a punto de acabarse. Los grillos cantaban y sus tres tías abuelas venían de visita. Garmann cerró los ojos y pensó en las babosas negras, en lo que escuecen las picaduras de mosquito y en que pronto iba a empezar a ir a la escuela. Volvió a abrir los ojos y vio que las ramas del manzano parecían dedos retorcidos apuntando al cielo. Pronto sería otoño.
Todos los años venían las tías a pasar unos días. Venían con su reúma, con sus hernias y con una tarta de almendra. Venían de épocas remotas en barco, y siempre con un paquete para Garmann, que estaba ya casi tan alto como ellas, aunque sólo tuviera seis años. Cada verano las tías encogen un poquito al sol, pensó Garmann. Como sigan así, un día no se les verá asomar la cabeza por encima de la hierba.
Una mariquita voló con el viento y se posó sobre Garmann: su padre le había dicho que las mariquitas traen buena suerte. Tenía el dorso rojo con seis lunares negros. Garmann se apresuró a pensar tres veces en un deseo antes de ir a abrazar a sus tías.
Tenían los pechos grandes y blandos, muy agradables de estrujar contra las mejillas.
«¡Qué delgado y qué pálido estás!», dijeron ellas sonriendo. «Gracias, lo mismo digo», dijo Garmann inclinándose a modo de reverencia. Mucho antes de desenvolver el paquete, Garmann ya sabía lo que contenía: un gorro tejido a mano con un pompón, y no una gorra negra con una chapa de Batman, como él querría. Todos los años recibía el mismo regalo. Con aquél ya tenía seis gorros con pompón. Exactamente los mismos que los lunares de la mariquita.
«¿Qué vas a ser cuando seas mayor?», le preguntó en un susurro la tía Augusta, metiéndole en el puño 2O coronas sin que nadie lo viese. «¿Bombero o futbolista?» «Tragafuegos», contestó Garmann guardándose la moneda en el bolsillo. «¿Tienes ganas de que empiece la escuela?, ¿te han entrado ya los nervios y tienes mariposas en la barriga?», preguntó la Borghild. «Me da un poco de miedo», le contestó Garmann al tiempo que se preguntaba por dónde podrían entrar las mariposas en el estómago.
Tía Ruth se quedó pensativa. «Yo también tengo mis miedos», susurró. «Me horroriza tener que usar pronto un andador con ruedas.» «Si quieres te presto mi monopatín, que tiene ruedas», le contestó Garmann imaginándose a tía Ruth bajando por la acera en monopatín a toda velocidad. La tía Ruth se echó a reír.
Garmann se subió al ciruelo y desde allí escuchó a las tías elogiar el exuberante jardín, hablando las tres a la vez, juntando las manos en señal de admiración y revoloteando, como abeja, de flor en flor. «¡Desde luego, tienes unas manos de oro para el jardín!», le decían a su madre, y su padre añadía: «Te han salido dos rosas en las mejillas.»
¡Qué manera tan rara de hablar tienen los mayores! Las flores tienen nombre de señoras mayores, pensó Garmann al oír decir a sus tías «Violeta, Camelia, Dalia, Petunia, Azucena, Amapola…» En otoño Garmann y su padre pensaban hacer un herbario.
Todavía no se le movía ningún diente. Y empezaba a impacientarse. Cada noche, durante todo el verano, se los estuvo examinando delante del espejo. Tanto a Hanna como a Johanna ya se les habían caído cuatro dientes. Ellas también empezaban Primero de Primaria. Las gemelas sabían hacer todo lo que Garmann no se atrevía: montar en bicicleta, mantener el equilibrio sobre la verja y meter la cabeza debajo del agua. Además sabían leer y deletrear frambuesa hacia adelante y hacia atrás. Garmann volvió a presionarse los dientes pero, por mucha fuerza que hiciese, seguían sin moverse, como si estuviesen pegados con cemento.
Las tías sí que habían perdido todos los dientes y por eso tenían dentaduras postizas. Garmann se acercó en silencio a verlas mientras echaban una cabezada en las sillas del jardín después de comer. Tía Ruth y tía Augusta habían metido la dentadura en un vaso de agua, pero tía Borghild simplemente se la había aflojado. Cada vez que respiraba, se le movía la dentadura para arriba y para abajo.
Tía Borghild tenía muchas arrugas y le salían de la barbilla unos largos pelos blancos.
A Garmann las arrugas le recordaban a los anillos de un árbol. Se entretuvo mirando una mano de tía Borghild: su piel era blanca y fina. Garmann siguió con el dedo el recorrido de una de sus venas. Los ciegos leen con los dedos, pensó Garmann cerrando los ojos. La piel era tan fina que parecía de papel. La tía Borghild se despertó con un sobresalto y se ajustó la dentadura. Garmann le preguntó: «¿Tú has sido alguna vez niña?» Tía Borghild se quedó pensando un ratito. Una libélula se mantenía inmóvil en el aire. Luego sonrió y dijo: «Sí, hace ciento cincuenta años», y se reía tanto que le temblaban los pechos.
«¿Te vas a morir pronto?», le preguntó Garmann. Tía Borghild dirigió su mirada a las ramas del manzano. «Sí, seguramente ya me queda poco», dijo mientras se alisaba el vestido. «Entonces me pintaré los labios, me pondré un vestido precioso y me iré de viaje por el cielo montada en El Carro, eso que llaman también la Osa Mayor, hasta llegar a una puerta muy grande. Entraré por la puerta a un jardín tan hermoso como el tuyo sólo que ¡mucho más grande!» «¿Te da miedo?» La Tía Borghild asintió moviendo lentamente la cabeza. Sacó un cepillo del bolso y se puso a peinarse las canas, que brillaban al sol como si fueran de plata. «Sí, Garmann, me da miedo dejarte, pero también p uede que ese jardín sea apasionante.»
Tía Ruth fue la siguiente en despertarse. «¿Y tú a qué le tienes miedo?», le preguntó Garmann. «Al largo invierno», le contestó tía Ruth. «Todas las personas mayores tenemos miedo al invierno. A las noches oscuras y frías, a las máquinas quitanieves, a tener que retirar la nieve con pala, a las aceras resbalosas y a caminar con dificultad por la nieve teniendo que usar botas con tacos y empujando un andador.»
A Garmann le sorprendió que alguien tuviese miedo del invierno y se recreó pensando en la cueva que se iba a hacer en la nieve, en la cuesta del parque por donde se tiraría en trineo y en las tazas de chocolate caliente con nata que se pensaba tomar.
Tía Augusta no tenía miedo de nada. Se había vuelto desmemoriada y se le había olvidado lo que es tener miedo. «Estoy deseando comer tarta de almendra», dijo cuando Garmann le preguntó. Si uno no se acuerda de nada, no hay nada que dé miedo, pensó Garmann.
«¿A ti te da miedo algo?», le preguntó Garmann a su padre, sentado con él en los escalones de la entrada y bebiendo zumo de grosella roja. Su padre pasaba mucho tiempo fuera de casa. Casi todas las tardes iba a tocar el violín al foso de la orquesta del teatro. A veces le dejaban ir a verle, pero la verdad es que nunca lo conseguía, allí abajo en lo oscuro, y eso que su padre se sentaba en un cojín. Si se quedaba un rato mirando fijamente, a veces podía ver el arco del violín asomando un poco por el borde del foso.
Al día siguiente salía de gira con la orquesta. Garmann había visto el smoking y la funda del violín preparados en el vestíbulo. «Pues la verdad es que me da miedo dejaros solos a ti y a mamá», dijo. «Y siempre me entra miedo antes de los conciertos. ¡Imagínate que me da por tocar demasiado rápido!», papá respiró hondo. «Creo que todo el mundo tiene miedo a algo», dijo. «¿Incluso Hanna y Johanna?», preguntó Garmann. «Incluso Hanna y Johanna», dijo su padre. Luego volvió al desván para seguir ensayando.
Su madre le acompañaría a la escuela al día siguiente. Le había comprado una fiambrera y una mochila nuevas. Le ataría los cordones de los zapatos y le ayudaría a abrocharse todos los botones de la camisa. Cuando llegasen a la carretera comprobaría si él se acordaba de mirar a ambos lados antes de cruzarla. Lo llevaban ensayando todo el verano.
Rodeando el jardín había un seto con pasadizos secretos. Allí vivían cientos de gorrioncillos. Si Garmann se quedaba completamente quieto, salían. Él entonces se adentraba con sigilo y les daba migas a los pajaritos, que gorjeaban y trinaban encantados. Había un gorrión muerto en el suelo. Garmann lo tomó en sus manos y lo acarició con el dedo. Las plumas grises del dorso del cuello estaban todavía suaves. Depositó el pájaro en una caja de cerillas grande que estaba vacía y lo enterró. Luego hizo una cruz con dos palitos y la colocó encima. Del jardín le llegaban las voces y las risas de las tías y el entrechocar de las tazas de café. Cuando te mueres vuelas por el cielo montado en El Carro, pensó, pero antes te tienen que enterrar con los gusanos y te tienes que convertir en polvo.
Su madre quitaba la mesa del café mientras las tías echaban una partida de ajedrez chino. «¿A ti te da miedo algo, mamá?», le susurró Garmann al pasar ella cerca del seto. Su madre miró alrededor, se puso de cuclillas en el césped y dijo en voz baja mirando al seto: «Me da miedo que tengas que cruzar la carretera para ir a la escuela. Los coches van tan rápido… Espero que tengas mucho cuidado.» Se levantó, se sacudió la hierba de las rodillas y, cuando ya volvía a la casa con las tazas, se paró, volvió a acercarse al seto y añadió: «Y me horroriza que llegue el martes porque tengo dentista.» Lo cual le recordó algo a Garmann, que rápidamente se puso a presionar con todas su fuerzas todos y cada uno de sus dientes.
Las tías se iban a ir ya. Tenían todo el tiempo del mundo, pero nunca querían perder tiempo. Las tres ancianas llenaron sus bolsos de tarros de mermelada casera, flores y revistas y dijeron que aquel verano el tiempo se había portado de maravilla. Garmann pensó que ojalá el verano acabara de empezar. Su madre volvió a colgar su vestido rojo en el armario del desván.
A Garmann le dieron permiso para bajar al muelle a despedirlas y ver salir los barcos del fiordo. Con tres toques graves de sirena las tías dejaban el pueblo. Él las veía cada vez más pequeñitas. Pronto se irían volando por el cielo. Garmann se quedó mirando cómo las tres le decían adiós con la mano hasta que el barco se convirtió en un punto que se perdió entre las nubes.
La última noche de sus vacaciones de verano Garmann volvió a comprobar si su mochila y el material escolar estaban preparados. Ordenó las cosas en su estuche de lápices. Una goma de borrar con forma de balón de fútbol, ocho lápices de colores, un sacapuntas nuevo, una regla un poco rota y una caja de cerillas llena de sellos. Lo metió todo en el estuche y se aseguró de que la cremallera funcionara bien.
Ya podían verse las primeras avispas aturdidas en el alféizar de la ventana. A Garmann, su séptimo verano se le había pasado demasiado rápido. Mientras preparaba la mochila para la escuela, sintió una corriente de aire frío, y, de reojo, vio como caía del manzano la primera hoja. Antes de acostarse, volvió a comprobar si se le había empezado a mover algún diente.
Quedaban trece horas para el comienzo de su vida escolar y tenía miedo.
Stian Hole
El secreto de Garmann
Madrid, Kókinos, D. L. 2010
Adaptado
El Proyecto CUENTOS PARA CRECER consiste en la publicación de relatos destinados en especial a niños y adolescentes, así como a todos los que encuentran placer en la lectura.
Debido al tipo de historias ofrecidas, este proyecto permite reflexionar sobre una serie de valores considerados esenciales para el desarrollo del carácter, como la tolerancia, la solidaridad, el espíritu de diálogo y la honradez, proporcionando además un valioso instrumento de aprendizaje.
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