Los aleutas la llamaron Alaxsxag, “donde el mar se rompe la espalda”. Los rusos la bautizaron Bolshaya Zemlya, “la Gran Tierra”, pero hoy es solo Alaska. La historia de este subcontinente (el mayor de los 50 estados de EE UU) tiene toda la épica de una epopeya: migraciones masivas, aniquilación cultural, una fiebre del oro y otra del petróleo. Desde la llegada de las colonias europeas, su historia ha estado ligada a la adquisición de vastos recursos naturales.
En 1867 Rusia vendió el territorio de Alaska a Estados Unidos por 7,2 millones de dólares. Sólo en los primeros cincuenta años de propiedad, los norteamericanos obtuvieron ganancias cien veces superiores al valor de la compra.
Sin hablar del precio por el cual América adquirió el territorio, Alaska es indudablemente un territorio estratégico.
La exploración y colonización de Alaska no habrían sido posibles sin el desarrollo de aviones, lo que permitió la llegada de colonos al interior del territorio, y el rápido transporte de personas y suministros. Sin embargo, debido a las condiciones climáticas desfavorables del territorio, y la alta proporción de pilotos-población, más de 1.700 sitios de estragos de aviones se encuentran dispersos en todo su dominio. Numerosas tragedias aéreas también se remontan a los orígenes de la escalada militar durante la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría.
La importancia estratégica de Alaska a los Estados Unidos se hizo más evidente durante la Segunda Guerra Mundial. Desde junio de 1942 hasta agosto de 1943, los japoneses trataron de invadir los Estados Unidos a través de la cadena de las islas Aleutianas, dando lugar a la Batalla de las Islas Aleutianas. Esto fue la primera vez, desde la guerra de 1812, que suelo americano fue ocupado por un enemigo extranjero. Los japoneses fueron finalmente expulsados de las islas Aleutianas por una fuerza de 34.000 soldados estadounidenses.
Durante la primavera y el verano de 1945, Cold Bay en la península de Alaska se convirtió en la base militar desde la cual se llevaría a cabo el Proyecto Hula, el mayor y más ambicioso programa de transferencia de la Segunda Guerra Mundial, en el que Estados Unidos transfirió 149 buques y embarcaciones a la Unión Soviética y entrenó 12.000 efectivos soviéticos en su operación a la espera de que la Unión Soviética entrara en la guerra contra Japón. En cualquier momento dado, unos 1.500 efectivos estadounidense estaban en Cold Bay y Fort Randall durante el proyecto Hula.
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Son muchos los que todavía creen que los norteamericanos “robaron” Alaska a Rusia, que la alquilaron y no la devolvieron a sus dueños, pero, contrariamente a los mitos populares, la transacción fue justa y ambas partes tenían razones de peso para llevarla a cabo.
En el siglo XIX la Alaska rusa era un centro de comercio internacional. En su capital, Novoarjánguelsk (actual Sitka), se vendían telas chinas, té e incluso el hielo que se utilizaba en EE UU antes de que se inventaran los frigoríficos. Se construyeron barcos y fábricas, se extraía carbón. Ya entonces se tenía conocimiento de los numerosos yacimientos locales de oro. Vender algo así parecía una locura.
A los comerciantes rusos les atraía de Alaska el marfil de morsa, cuyo precio no era inferior al de elefante, y las preciosas pieles de nutria de mar que obtenían gracias al trueque con los aborígenes.
Estas actividades estaban concentradas en manos de la Compañía Ruso-Americana (conocida por sus siglas en ruso, RAK). La dirigían personas valientes, empresarios rusos del siglo XVIII, viajeros atrevidos y estraperlistas. Todos los yacimientos de Alaska pertenecían a la compañía, que podía alcanzar de manera independiente contratos comerciales con otros países, contaba con bandera y moneda propia, los ‘marcos de cuero’. Los privilegios se los concedió a la compañía el gobierno zarista que no sólo cobraba unos altísimos impuestos sino que entre los accionistas de la RAK también figuraban zares y miembros de su familia.
El “gobernador principal” de los asentamientos rusos fue un comerciante de gran talento llamado Alexander Baránov. Construyó escuelas y fábricas y enseñó a los aborígenes a plantar nabos y patatas.
Construyó una fortaleza y un astillero y extendió la práctica de la pesca de las nutrias de mar. Baránov se hacía llamar el “Pizarro ruso” y se encariñó de Alaska no sólo por razones económicas sino de corazón: su mujer era la hija de un caudillo aleutiano.
Con Baránov la Compañía Ruso-Americana gozaba de unos ingresos cuantiosos: ¡más del 1000% de beneficios! Pero cuando, ya anciano, se apartó del negocio, su puesto fue ocupado por el teniente comandante Gagermeister, que trajo un nuevo equipo de empleados y accionistas procedentes de círculos militares. Desde entonces, según un decreto oficial, la compañía sólo podían dirigirla oficiales de la Marina. Los siloviks, antiguos miembros de los servicios de seguridad, se hicieron con el poder de una empresa ventajosa, pero sus acciones llevaron la compañía a la quiebra.
Los nuevos propietarios se asignaron salarios astronómicos: oficiales subalternos percibían 1.500 rublos al año (un sueldo comparable a los de los ministros y senadores) y el jefe de la compañía, 150.000 rublos. Por otro lado, los precios de las pieles compradas por la población local se redujeron a la mitad. Como resultado, durante las dos décadas siguientes los esquimales y aleutianos exterminaron a casi todas las nutrias, privando a Alaska de su recurso más lucrativo.
Los aborígenes cayeron en la miseria y empezaron a sublevarse, levantamientos que los rusos sofocaban abriendo fuego contra las aldeas ribereñas con sus buques de guerra.
Entonces los oficiales trataron de encontrar otras fuentes de ingresos. Fue entonces cuando empezaron a comerciar con hielo y té, alternativas que los empresarios no consiguieron organizar de manera sensata, pero los directivos ni siquiera pensaron en ponerse salarios más bajos.
Finalmente a la Compañía Ruso-Americana le acabaron asignando una dotación gubernamental de 200.000 rublos al año. Pero esto tampoco la salvó.
En ese mismo periodo estalló la guerra de Crimea, en la que Rusia combatió contra Inglaterra, Francia y Turquía. Luego quedó claro que el país no sería capaz de abastecer y proteger a Alaska: las vías marítimas estaban controladas por los barcos de los aliados. Incluso la perspectiva de la extracción del oro empezó a no verse clara.
Temían que una Inglaterra hostil pudiera bloquear Alaska y entonces Rusia se quedase sin nada. A pesar de la creciente tensión entre Moscú y Londres, las relaciones con las autoridades norteamericanas eran cordiales, y la idea de vender Alaska surgió casi de forma simultánea por parte de ambos lados. El barón Eduard de Stoeckl, enviado por Rusia a Washington, entabló las negociaciones en nombre del zar junto con el secretario de Estado norteamericano William Seward.
Mientras las autoridades se ponían de acuerdo, la opinión pública de ambos países se oponía a la transacción.
“¿Cómo vamos a entregarles tierras en cuyo desarrollo hemos invertido tanto tiempo y esfuerzo, donde se abrieron minas de oro y líneas telegráficas?”, escribían los periódicos rusos. “¿Para qué necesita América ese cofre de hielo y 50 000 esquimales salvajes que beben aceite de pescado para desayunar?”, se escandalizaba la prensa norteamericana con el apoyo del senado y el congreso.
Pero, con todo, el 30 de marzo de 1867, se firmó en Washington el contrato de venta de 1,5 millones de hectáreas de posesiones rusas a Estados Unidos por 7.200.000 dólares, una suma de dinero puramente simbólica. No se vende tan barato ni siquiera las tierras yermas de Siberia. Pero la situación era crítica: incluso podían quedarse sin percibir esa cantidad.
La transferencia oficial de las tierras se celebró en Novoarjánguelsk. Tropas estadounidenses y rusas se apostaron junto a un mástil del que empezaron a arriar la bandera de Rusia después de una salva de cañones. Pero la bandera se enredó en la parte superior del mástil. Un marinero que se encaramó a la bandera la arrojó y por casualidad cayó directamente sobre las bayonetas rusas. ¡Una mala señal! Después de esto los norteamericanos empezaron a requisar los edificios de la ciudad, que fue rebautizada con el nombre de Sitka. Varios centenares de rusos, decididos a no aceptar la ciudadanía norteamericana, fueron obligados a evacuar a bordo de barcos mercantes y no pudieron volver a sus casas hasta pasado un año.
No tardó mucho en llegar la fiebre del oro de Klondike al “cofre de hielo”: este frenesí de inmigración en pos de prospecciones auríferas aportó a Estados Unidos cientos de millones de dólares.
El frío y tormentoso Pacífico Norte hizo que Alaska fuera uno de los últimos lugares del mundo en ser topografiado por los europeos.
El almirante español Bartolomé de Fonte es considerado, para muchos, el primero en haber viajado desde Europa hasta aguas de Alaska en 1640, pero el primer documento escrito de la zona es de Vitus Bering, un navegante danés que viajaba para el zar de Rusia.
En 1728 las exploraciones de Bering demostraron que América y Asia eran dos continentes separados.
Trece años después, Bering se convirtió en el primer europeo en pisar Alaska, cerca de Cordova. Bering y buena parte de su tripulación murieron de escorbuto durante ese viaje, pero su teniente de navío volvió a Europa con pieles e historias sobre las fabulosas colonias de focas y nutrias, desencadenando la primera fiebre por Alaska.
Las islas Aleutianas fueron rápidamente colonizadas, con asentamientos en Unalaska y la isla de Kodiak. Se desató el caos; los cazadores rusos se robaban y asesinaban mutuamente por las pieles, y los aleutas, que vivían cerca de las tierras de caza, fueron prácticamente aniquilados a base de masacres, enfermedades y trabajos forzados. En la década de 1790 Rusia había organizado la Russian-American Company para regular el comercio de pieles y frenar la violenta competencia.
Los británicos llegaron cuando el capitán James Cook empezó a buscar el Paso del Noroeste. En su tercer y último viaje, Cook navegó desde la isla de Vancouver hasta el centro-sur de Alaska en 1778, echando anclas en la actual ensenada de Cook, antes de continuar hasta las Aleutianas, el mar de Bering y el océano Ártico. Los franceses enviaron a Jean-François de Galaup, conde de La Pérouse, que en 1786 llegó hasta la bahía de Lituya, que hoy forma parte del Parque Nacional de la Bahía de los Glaciares. Las terribles mareas de la larga y estrecha bahía pillaron a la partida de exploración con la guardia baja, provocando la muerte de 21 marineros, lo que disuadió a los franceses de colonizar la zona.
Tras agotar las colonias de pieles de las Aleutianas, Aleksandr Baranov, que dirigía la Russian-American Company, trasladó su capital territorial de Kodiak a Sitka, donde construyó una espectacular ciudad, llamada “la París americana de Alaska”. Pero el control de Alaska por parte de los rusos siguió siendo limitado (en su momento álgido solo 800 rusos tenían allí su residencia permanente).
En la década de 1860 los rusos estaban desbordados: su participación en las guerras napoleónicas europeas, el descenso de la industria de las pieles y la gran distancia entre Sitka y el corazón de Rusia estaban vaciando las arcas nacionales. El país hizo varias propuestas a EE UU para que le comprara Alaska, pero no lo consiguió hasta 1867, cuando el secretario de estado, William H. Seward, firmó un tratado para comprar el estado por 7,2 millones de US$, menos de 5 centavos por hectárea.
Pero los estadounidenses estaba en contra de la compra de “la hielera de Seward” o “Walrussia” y, en el Senado, la batalla para ratificar el tratado duró seis meses. El 18 de octubre de 1867, en Sitka, se realizó el traspaso oficial de Alaska a EE UU, aunque siguió siendo un territorio sin ley ni organización durante los siguientes 20 años.
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Esta gran tierra, aislada e inaccesible para la mayoría, fue aún un tiempo un misterio oscuro y helado para el gran público, pero al final se descubrieron sus riquezas. Primero fueron las ballenas y luego los espectaculares remontes de salmones; la primeras envasadoras se construyeron en 1878 en la isla del Príncipe de Gales.
Lo que verdaderamente puso a Alaska en el punto de mira fue el oro. La promesa de riqueza rápida y aventuras fue el mayor atractivo que haya tenido nunca. El oro se descubrió en el estrecho de Gastineau en la década de 1880 y de la noche a la mañana se crearon los núcleos de Juneau y Douglas. En 1896 se produjo una de las fiebres del oro más animadas en la región de Klondike del Yukon canadiense, al otro lado de la frontera.
A menudo llamada “la última gran aventura”, la fiebre del oro de Klondike llegó en un momento en que el país y buena parte del mundo vivía una grave recesión económica.
Cuando los titulares del Seattle Post-Intelligencer gritaron “¡Oro! ¡Oro! ¡Oro! ¡Oro!” el 17 de julio de 1897, miles de personas abandonaron sus trabajos y vendieron sus casas para pagar el viaje a la nueva ciudad de Skagway. Desde este poblado de tiendas de campaña, cerca de 30 000 prospectores se enfrentaron al empinado Chilkoot Trail hasta el lago Bennett, donde construyeron toscas balsas para recorrer el resto del camino hasta los campos auríferos. Prácticamente todos volvieron a casa por la misma ruta, arruinados y desilusionados.
El número de mineros que se hicieron ricos fue pequeño, pero las historias y leyendas que surgieron no tuvieron fin. La estampida del Klondike duró únicamente de 1896 a principios de 1900 y fue la época más animada de Alaska y la que le dio la fama de última frontera del país.
A los tres años de la estampida de Klondike la población de Alaska duplicó su número hasta los 63 592 habitantes, con más de 30 000 no nativos. Nome, otra ciudad del oro, era la más grande de todo el territorio, con 12 000 habitantes y, también debido al oro, la capital se trasladó de Sitka a Juneau. Políticamente, este fue también el inicio de la construcción del estado de Alaska: se hicieron carreteras, se crearon entes gubernamentales, se abrieron industrias auxiliares y, en 1906, se envió a un delegado sin derecho a voto al Congreso. Aún así seguía siendo un estado de paso, con una proporción de cinco hombres por mujer y muy poca gente decidida a quedarse a vivir para siempre.
En junio de 1942, seis meses después del ataque a Pearl Harbor, los japoneses iniciaron su campaña de las Aleutianas bombardeando Dutch Harbor durante dos días e invadiendo las islas de Attu y Kiska. Aparte de Guam, fue la única invasión extranjera de suelo estadounidense durante la II Guerra Mundial y suele llamarse “la Guerra Olvidada” porque la mayoría de los estadounidenses no tienen ni idea de lo que sucedió en Alaska. La batalla para recuperar la isla de Attu fue muy sangrienta. Tras 19 días y el desembarco de más de 15 000 tropas, EE UU recuperó su pedazo de tierra yerma, pero sufrió 3 929 bajas y 549 muertes. De los más de 2 300 japoneses de Attu, se rindieron menos de 30 y muchos se suicidaron.
Tras el ataque japonés sobre las Aleutianas en 1942, al Congreso le entró el pánico y corrió a proteger el resto de Alaska. Se establecieron enormes bases del Ejército de Tierra y de la Fuerzas Aéreas en Anchorage, Fairbanks, Sitka y Whittier, y se envió a ellas a miles de militares.
Pero el gran proyecto de expansión militar fue la famosa Alcan (también llamada Alaska Hwy). La carretera fue construida por el Ejército pero todos los residentes de Alaska se vieron beneficiados ya que les permitía acceder a los recursos naturales del estado y hacer uso de ellos.
En 1916 la legislatura territorial de Alaska presentó su primer proyecto de ley, rechazado por la industria envasadora de salmón con base en Seattle, que querían evitar el control local de los recursos de Alaska. Luego, la caída de la bolsa de 1929 y la II Guerra Mundial mantuvieron ocupado al Congreso con problemas más apremiantes. Pero el crecimiento que trajo la Alcan y, en menor grado, las nuevas bases militares, empujaron a Alaska a la cultura estadounidense y renovaron su empuje para conseguir la categoría de estado. Cuando el Senado aprobó el proyecto de ley para la creación del estado de Alaska el 30 de junio de 1958, Alaska ya se había integrado en la Unión y, el enero siguiente, el presidente Dwight Eisenhower declaró oficialmente Alaska como estado número 49.
Alaska entró en la década de 1960 de manera prometedora, pero entonces llegó el desastre: el peor terremoto de Norteamérica (9,2 en la escala de Richter) azotó el centro-sur de Alaska la mañana del Viernes Santo de 1964. Aunque solo murieron poco más de 100 personas y los daños se estimaron en 500 millones de US$, la devastación natural fue enorme. En Anchorage, los edificios de oficinas se hundieron 3 mt y las casas se deslizaron más de 365 mt, cayendo al Knik Arm. Una ola prácticamente borró del mapa la comunidad de Valdez. En Kodiak y Seward, casi 10 mt de costa cayeron al golfo de Alaska y Cordova perdió todo su puerto cuando el mar se alzó 4,8 mt.
El devastador terremoto de 1964 dejó el recién nacido estado en ruinas, pero enseguida apareció un regalo de la naturaleza que permitió que Alaska se recuperara con creces. En 1968, Atlantic Richfield descubrió enormes depósitos de petróleo bajo la bahía de Prudhoe, en el océano Ártico. El valor del petróleo se duplicó tras el embargo del petróleo árabe de 1973. Sin embargo, no podía explotarse hasta que hubiera un oleoducto que lo transportara hasta el puerto de Valdez. Y el oleoducto no podía construirse hasta que el Congreso, que aún administraba buena parte de las tierras, solucionara la intensa polémica que existía entre la industria, los ecologistas y los nativos de Alaska sobre la propiedad histórica de las tierras.
La Alaska Native Claims Settlement Act de 1971 fue una ley sin precedentes que abrió el camino para que un consorcio de compañías petrolíferas construyera el oleoducto de 1.269 km. La ley dio 962,5 millones de US$ y 17.8 millones de hectáreas (así como derechos al subsuelo) a los nativos de Alaska. La mitad del dinero fue a parar directamente a las aldeas y la otra mitad sirvió para crear 12 corporaciones. Hoy existen 13 corporaciones de nativos de Alaska; gestionan la tierra, invierten en diversas empresas y dan dividendos a los pueblos nativos.
El oleoducto Trans-Alaska tardó tres años en ser construido, costó más de 8 000 millones de US$ (en dólares de 1977) y, en la época, fue el proyecto de construcción privada más caro de la historia.
El petróleo empezó a recorrerlo el 20 de junio de 1977 y durante una década Alaska tuvo una base económica que era la envidia del resto de estados y representaba el 90% de los ingresos del gobierno estatal. Con ese dinero, el estado creó la Alaska Permanent Fund, que pasó de los 700 000 US$ iniciales a los más de 4 400 millones de US$ actuales. Los residentes permanentes aún reciben cheques anuales sobre los dividendos, aunque con las últimas crisis presupuestarias el dinero de esos cheques se ha recortado.
En el período de crecimiento de mediados de la década de 1980 los alasqueños tuvieron los mayores ingresos per cápita del país. Los diputados de Juneau transformaron Anchorage en una ciudad espectacular, con estadios deportivos, bibliotecas y centros de artes escénicas, y construyeron escuelas de millones de dólares en casi todas las poblaciones rurales. De 1980 a 1986 el estado, con solo medio millón de residentes, tuvo unos ingresos de 26 000 millones de US$.
La abundancia de petróleo hizo que muchos alasqueños no vieran más allá del brillo del dólar. La realidad asestó un terrible golpe en 1989 cuando el Exxon Valdez, un petrolero de 300 mt de Exxon, chocó con el arrecife Bligh, a pocas horas de distancia del puerto de Valdez. El barco vertió casi 41 millones de litros de crudo en las ricas aguas del Prince William Sound. Los alasqueños, junto al resto del mundo, vieron con horror cómo el vertido, demasiado grande para ser contenido con barreras, se extendió 965 km desde el punto de impacto.
Los habitantes del estado se conmocionaron al ver que el petróleo aparecía por todas partes, desde los acantilados glaciales de los fiordos de Kenai hasta las colonias de aves del Parque Nacional de Katmai. El vertido acabó contaminando 2 570 km de costa y mató a unas 100 000-250 000 aves y 2 800 nutrias marinas, diezmando también las poblaciones de peces. Hoy, los caladeros se empiezan a recuperar, al igual que las poblaciones animales, aunque en muchas playas aún puede verse petróleo bajo la arena.
El petróleo, al igual que otros recursos del pasado, se está agotando. El caldero de oro de la bahía de Prudhoe empezó su declive en 1988 y hoy produce menos de la mitad de los dos millones de barriles al día que se extraían en su momento álgido, en 1987. El final de la Guerra Fría y la consecuente reducción de las fuerzas militares a principios de la década de 1990 también repercutieron en la economía. Los ingresos estatales, que habían sido la envidia del resto de gobernadores del país, se fueron a pique al bajar las regalías del petróleo. Con cerca del 90% del presupuesto estatal derivado de los ingresos del petróleo, Alaska vivió en números rojos desde principios de la década de 1990 hasta el 2004, con solo dos años de equilibrio presupuestario.
Basado en la respuesta para Quora «¿Se arrepiente Rusia de haber vendido Alaska a los Estadounidenses?» de Carlos Marcelo Shäferstein
Fuentes:
Alaska
Michener, James: “Alaska”. Dial Press Trade, 2002. ISBN-13: 978-0375761423