George Hong Jiang
En su reciente libro sobre el rol de la tecnología en el capitalismo estatal chino, la socióloga Ya-Wen Lei explora cómo el gigante asiático reformuló su economía y su sociedad en las últimas décadas. El análisis meticuloso de Lei muestra el modo en que la combinación de mercantilización y autoritarismo ha generado un peculiar capitalismo tecnodesarrollista.
Hace 20 años, dentro y fuera de China la gente se preguntaba si el país finalmente capitularía frente a los modelos capitalistas y democráticos dominantes. Políticos estadounidenses como Bill Clinton ansiaban la futura integración de China a la globalización. Cuando esto ocurriera, millones de personas comunes se enriquecerían y se transformarían en una clase media mediante el rápido crecimiento del comercio internacional y el desarrollo de industrias nacionales intensivas en trabajo. No obstante, pronto se demostró que esta idea era errónea. De manera simultánea, China emuló a Estados Unidos en las industrias de alta tecnología pero también se volvió un Estado autoritario sin parangón, que controla a sus ciudadanos mediante tecnología intelectual y herramientas de alta tecnología. ¿Cómo logró esto y cuáles son los efectos? La socióloga Ya-Wen Lei intenta desentrañar estas cuestiones en su libro The Gilded Cage: Technology, Development, and State Capitalism in China [La jaula dorada. Tecnología, desarrollo y capitalismo de Estado en China].
Al momento de elegir el título de su libro, la autora se inspiró en la «economía de la jaula de pájaros» de Chen Yun. Con su participación en la construcción de la economía planificada a comienzos de la década de 1950 y su apoyo a las reformas económicas en los años 80, Chen Yun fue uno de los principales arquitectos de los sistemas económicos de la China comunista. Al tiempo que era partidario de dar más espacio a las economías privadas, creía firmemente en la eficacia de las regulaciones gubernamentales. El control estatal es la jaula, y a las economías privadas, como a pájaros cautivos, solo se les permite volar dentro de ella. Chen Yun era especialmente cauteloso respecto de las reformas liberales, tales como la desregulación de las finanzas y la descentralización fiscal, y se oponía claramente a la privatización. Tras su muerte en 1995, Deng Xiaoping y sus discípulos, entre ellos Jiang Zemin y Hu Jintao, llevaron adelante audazmente la desregulación hasta fines de la década de 2000. Pero el ideal de la «economía de jaula» de Chen Yun no es abandonado jamás por los comunistas que temen perder control sobre la sociedad.
La crisis financiera de 2008 inició el gran giro en las políticas macroeconómicas chinas. Para estimular una economía alicaída, el gobierno reaccionó con rapidez e invirtió un enorme capital en unas pocas industrias estratégicas claves, entre ellas la bioindustria y la fabricación de aviones y de productos electrónicos. Chen Ling y Barry Naughton (2016) creen que esta acción señaló el punto de inflexión en la orientación económica china. El presupuesto estatal se volcó a estas industrias y las unidades burocráticas responsables de la supervisión y la regulación adoptaron políticas intervencionistas. La tendencia se afianzó aún más luego de que Xi Jinping, quien cree que la combinación entre la economía de libre mercado y los principios políticos leninistas es el mejor plan para China, llegara a la Presidencia en 2012.
La ambición por desarrollar las industrias de alta tecnología marcha en tándem con el singular sistema político chino. El crecimiento económico contribuyó a sostener la legitimidad política del Partido Comunista Chino (PCCh) desde la década de 1980. Luego de que el socialismo se viera desprestigiado por la Revolución Cultural (1966-1976) y sus desastrosas consecuencias económicas, el crecimiento económico fue identificado como la fuente de legitimidad política más importante. El desempeño económico se ha convertido en el indicador para la promoción burocrática, lo que ha fusionado la política y la economía chinas. Este mecanismo de organización política les facilita a los dirigentes dar impulso a cualquier cambio deseado y en esto se basa precisamente el giro de China hacia el desarrollo tecnológico. Desde la década de 2010, los nuevos líderes quieren emular el desarrollo de alta calidad occidental en lugar de proveer a Occidente de productos de baja calidad, baratos e intensivos en trabajo.
Sin embargo, queda por responder una pregunta clave: ¿por qué los burócratas chinos, a quienes les interesa fundamentalmente la estabilidad social y el monopolio político, están dispuestos a reemplazar el trabajo humano por robots, lo que tiende a reducir el empleo a corto plazo? La autora rastrea, además, el proceso de robotización en empresas que antes dependían de la mano de obra barata, entre ellas Foxconn. Mientras que los beneficios de la robotización podrían ser evidentes para empresarios que aspiran a reducir costos a cualquier precio, la potencial inestabilidad podría ocasionar problemas a los burócratas comunistas. La respuesta está en la posibilidad de que las mejoras tecnológicas conduzcan a un crecimiento de la economía capaz de incorporar a más trabajadores de los que pueda expulsar. No obstante, esto resulta en un dilema: si la tasa de crecimiento se desacelera, el apetito por la mecanización y la robotización podría provocar tensiones sociales.
En vistas de la oportunidad de superar a Occidente en el desarrollo de las industrias de alta tecnología, el PCCh está más que dispuesto a fortalecer el control sobre las esferas públicas y la sociedad civil y a incrementar la inversión en el sector para lograrlo. En palabras de la autora, «el Estado chino cree firmemente en la tecnología intelectual y el poder instrumental y emplea ambos para mejorar el gobierno y la economía» (p. 9). Es muy posible que, con la ayuda de un régimen autoritario y de su voluntad de desarrollar capacidad tecnológica, el futuro sombrío que Max Weber predijo alguna vez –la «jaula de hierro de la burocracia», en la que la racionalidad instrumental despersonalizada y osificada dominará cada esfera de la sociedad – llegue más rápido a China que a Occidente.
Karl Marx sostenía que el poder productivo, incluidas las condiciones tecnológicas, determina las relaciones de producción. Esta idea se justifica en China. La mezcla entre economías mercantilizadas y un régimen autoritario atravesada por instrumentos de alta tecnología facilita el surgimiento de un capitalismo tecnodesarrollista, como propone la autora en el capítulo 9. Por un lado, las grandes empresas tecnológicas chinas han incubado uno de los mayores mercados del mundo. Por el otro, la creciente demanda de reformas institucionales (si no políticas) de los profesionales tecnológicos (capítulo 8) lleva a los burócratas a estar más preocupados por su influencia social. Por ejemplo, Jack Ma, el dueño de Alibaba, atacó el sistema financiero estatal y fue castigado de inmediato por las autoridades. China está desarrollando una nueva variante del capitalismo: el crecimiento económico es impulsado principalmente por industrias de alta tecnología que son promovidas por el capital privado y estatal, ambos bajo el control del gobierno, con el propósito unificado de rejuvenecer a la nación china.
La autora incluye una excelente variedad de material relevante en el libro, que abarca bibliografía académica y entrevistas personales con empresarios privados y profesionales de la tecnología de la información. Lei, también audazmente, aplica el término «racionalidad instrumental» en relación con la realidad socioeconómica de China. Al hacerlo, identifica la naturaleza ambivalente del desarrollo tecnológico chino, por el cual la sociedad disfruta de una mayor productividad pero se vuelve más rígida y ocluida debido a una tecnoburocracia omnipotente. Sin embargo, el libro podría haberse mejorado si Lei hubiese tomado en consideración la estructura político-económica de China al explicar la motivación para desarrollar industrias de alta tecnología. Si bien la autora se concentra en la era posterior a la década de 2000, el surgimiento del capitalismo tecnodesarrollista está profundamente arraigado en la lógica persistente del PCCh desde fines de los años 70. En otras palabras, el capitalismo tecnodesarrollista no es efecto de la contingencia sino un resultado dependiente de la trayectoria, el producto directo del sistema político chino. A pesar de no analizar exhaustivamente las dimensiones históricas, Lei presenta una buena guía para el desarrollo integral de China, no solo en las dos últimas décadas sino para las décadas venideras.
Nota: la versión original de este artículo en inglés se publicó en LSE Review of Books, el 26/03/2024 y está disponible aquí. Traducción: María Alejandra Cucchi.
Fuente: nuso.org