Jesús de Nazaret contra el imperio: por eso lo mataron

Por Juan José Tamayo*

Semana Santa

El cristianismo celebra estos días la Semana Santa, que conmemora los acontecimientos finales de la vida de Jesús de Nazaret: su entrada en Jerusalén, condena a muerte, crucifixión y resurrección.

Existe una tendencia a proyectar el individualismo occidental actual sobre la figura histórica Jesús de Nazaret, a quien con frecuencia se le presenta como una persona ajena al mundo de las relaciones sociales, políticas y económicas de su tiempo. La imagen que de él suelen ofrecer las iglesias o, al menos no pocos de sus dirigentes, es la de una persona apolítica o, mejor, despolitizada, la de un maestro religioso cuya predicación y estilo de vida resultaban inocuas para los poderes públicos de su tiempo.

Tal imagen tiende a aplicarse también a su muerte, que, a juicio de no pocos intérpretes, no fue consecuencia del enfrentamiento con los poderes políticos, religiosos y económicos, ni de su opción por las personas y los colectivos más vulnerables de su tiempo, sino que fue un acto de “auto-entrega” y de expiación para reconciliar a la humanidad pecadora con Dios. La imaginería religiosa de las procesiones de Semana Santa va tristemente en esa dirección y ha quedado grabada en el imaginario no solo de los cristianos, sino de la ciudadanía.

Sin embargo, esta imagen de Jesús y de su muerte está muy lejos, a mi juicio, del Jesús histórico y de los sucesos trágicos de aquellos días. Los momentos finales de la vida del Nazareno tuvieron una especial significación política revolucionaria y antiimperialista, como la tuvo su vida, su predicación y su praxis liberadora, que desembocaron en su procesamiento, condena y ejecución.

La muerte de Jesús de Nazaret no fue voluntad de Dios, sino consecuencia de su existencia libre y de su forma liberadora de actuar, de su actitud transgresora y de su conflicto permanente con las autoridades religiosas y políticas, en fin, de su enfrentamiento con el Imperio romano y sus representantes en la Palestina de su tiempo. Tampoco el pueblo judío tuvo responsabilidad alguna en su condena y posterior ejecución. El propio Benedicto XVI lo afirma en su libro Desde la Entrada de Jerusalén hasta la Resurrección (Ediciones Encuentro, Madrid, 2011)

Quien dictó la sentencia condenatoria contra Jesús y dio la orden de ejecutarla fue Poncio Pilato, máxima autoridad judicial del Imperio romano en la provincia de Judea. Es verdad que algunos relatos evangélicos lo presentan como una persona insegura que parecía no atreverse a tomar decisiones y cargan las responsabilidad de la condena sobre los judíos. La supuesta neutralidad de Pilato se pone de manifiesto en el gesto de “lavarse las manos” y en las palabras explicativas de dicho gesto, que recoge el evangelio de Mateo: “No me hago cargo de esta muerte. Allá vosotros” (Mt 27,4).

Pero esta actitud exculpatoria de Pilato por parte de algunos relatos de la pasión se debía, según Paul Winter, investigador judío del proceso de Jesús, a que se dirigían más a no judíos que a judíos, especialmente a los romanos, que detentaban el poder político. Con ello quizá pretendieran vencer la oposición del Imperio hacia el cristianismo y hacer ver la posibilidad de encuentro con las instituciones imperiales. Esta tendencia antijudía fue radicalizándose en la historia del cristianismo hasta acusar a los judíos de “deicidas”, que constituye una de las bases del antisemitismo.

Tal imagen de Pilato es desmentida por los historiadores. Pilato no era persona dubitativa, todo lo contrario: fue un gobernante duro e inmisericorde, inflexible y obstinado, violento y cruel, represivo y depravado, arbitrario e insolente. Filón de Alejandría, filósofo judío helenístico contemporáneo de Jesús, le considera un auténtico tirano, que no respetaba la ley en los procesos judiciales. Flavio Josefo, historiador judeo-romano, recuerda la cruenta represión de Pilato contra los judíos que se oponían a la utilización del tesoro sagrado para la construcción de un acueducto que portara el agua a Jerusalén. Según el biblista alemán Jürgen Roloff, con la condena a muerte de Jesús, Pilato aprovechó la oportunidad de calmar, con un acto intimidatorio, la tensión que reinaba en Jerusalén durante la Pascua.

Parece muy dudoso que las autoridades judías emitiesen contra Jesús una sentencia de condena, pues, según Simon Légasse, autor de uno de los estudios más sólidos sobre el tema, «el relato que la menciona (Mc 14,14; par Mt 26,66), es […] una excrecencia de origen cristiano elaborada a partir de una sentencia informal en la residencia de Anás, que no tenía personalmente ningún poder judicial».

Jesús fue condenado a muerte por Pilato, y las razones de la condena fueron políticas, no religiosas. No fue condenado por blasfemo, ya que el Imperio romano no entraba en las disquisiciones teológicas dentro del judaísmo. Fue condenado por poner en peligro el orden público imperial, por ser un sedicioso, un subversivo, como lo fue Juan Bautista y lo fueron muchos revolucionarios judíos que lucharon contra la ocupación romana de Palestina/Israel.

Lo confirma el historiador romano Tácito quien, cuando narra la persecución de los cristianos bajo Nerón, afirma que el nombre de «cristianos» «procede de Cristo, que, bajo el principado de Tiberio, había sido entregado al suplicio por el procurador Poncio Pilato».

El propio Hegel subraya el lado político de la muerte de Jesús de Nazaret y hace ver que la vergüenza, la deshonra y la bajeza a la que es sometida la persona muerta en la cruz se convierte en deshonra civil y en vergüenza universal. A su vez, considera que lo más bajo, lo que el Estado ha determinado como lo más deshonroso, se ha invertido y ha pasado a ser la honra suprema.

Otro dato incontestable sobre la responsabilidad de la autoridad romana en la muerte de Jesús y su motivación política es la forma de ejecución: la crucifixión, suplicio que Roma aplicaba a las personas sediciosas de sus colonias y a esclavos rebeldes. Parece demostrado que las crucifixiones llevadas a cabo en Palestina desde la época de los procuradores romanos hasta la Guerra Judía se produjeron por razones políticas.

Con su predicación sobre el Reino de Dios Jesús estaba juzgando y condenando el orden imperial romano. Con su negativa a reconocer la autoridad política de Herodes Antipas, gobernador en Galilea, y su desprecio hacia él estaba demostrando su antiimperialismo. En suma, Jesús de Nazaret fue condenado por alterar la Pax romana, por ser enemigo del Imperio y, según la lógica imperialista, enemigo de la Humanidad.

En la misma dirección hay que situar a Pablo de Tarso, de cuya orientación política se ha destacado su conservadurismo y su sometimiento a las autoridades del Imperio. Richard Horsley y su grupo de investigación desmienten tales planteamientos y subrayan su carácter contrahegemónico y antiimperial. Hacen un análisis de la ideología del Imperio, de su ideología explotadora y de la globalización económica romana, en cuyo ámbito hay que situar la actividad misionera de Pablo y de las comunidades fundadas por él.

Para ellos, el evangelio de Pablo es político y su teología es histórico-política crítica del Imperio romano, Lo que Pablo predica es el “evangelio de Cristo” como alternativa al “evangelio del César” y a quien anuncia es al “salvador del cielo” como alternativa al salvador imperial que ofrecía “paz y seguridad” por todo el mundo mediterráneo. A través de la creación de comunidades cristianas locales por la cuenca mediterránea, el apóstol Pablo pone en marcha una sociedad alternativa antiimperial.

Creo que, en continuidad con la resistencia de Jesús de Nazaret y de Pablo de Tarso hacia el Imperio romano, es necesario desarrollar hoy un cristianismo anti-neo-imperial. Para ello lo primero a constatar es que el neo-imperialismo resulta tan inicuo como el viejo imperialismo, pero más poderoso, ya que domina todos los ámbitos del quehacer humano: la economía y la política, la información y las armas, la política y la religión, la ciencia y la técnica, el poder judicial y el derecho penal, la educación y el ocio, las relaciones laborales y las domésticas, incluso la espiritualidad y la conciencia de la ciudadanía.

Pedro Casaldáliga, teólogo, profeta, místico y obispo del Mato Grosso (Brasil), fue uno de los más firmes defensores y activistas de un cristianismo antiimperial, con su propuesta de la utopía del Reino de Dios como alternativa al imperio, a cualquier imperio, pasado, presente y futuro. Así queda patente en este texto de su autoría:

“Cristianamente hablando, la consigna es muy clara (y muy exigente), y Jesús de Nazaret nos la ha dado: contra la política opresora de cualquier imperio, la política liberadora del Reino. Ese Reino del Dios vivo, que es de los pobres y de todos aquellos y aquellas que tienen hambre y sed de justicia. Contra la ‘agenda’ del imperio, la agenda del Reino”.

Me parece necesario hacer estos días memoria histórica -memoria subversiva, en expresión de Walter Benjamin- del crucificado de Nazaret, pero también, y con el mismo grado de denuncia e indignación, de todos los crucificados por el Imperio romano acusados de sedición, y de los condenados por los todos imperios que en el mundo han sido. La memoria de las víctimas no puede ser selectiva.

* Teólogo de la liberación y profesor emérito de la Universidad Carlos III de Madrid. Autor de los libros Por eso lo mataron, El horizonte ético de Jesús de Nazaret (Editorial Trotta) La Internacional del odio (Icaria). Artículo enviado a Other News por el autor

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