Pandemia y quiebra de la democracia

Raúl Zibechi

Pandemia y quiebra de la democracia

La calidad de la democracia en América Latina, salvo excepciones, siempre estuvo cuestionada. Los Estados-nación creados con las independencias mantuvieron el colonialismo interno y lo que Aníbal Quijano denominó “colonialidad del poder”. Que puede resumirse en que las repúblicas criollas dieron continuidad a las opresiones sobre pueblos y personas no blancas.

Ese sector, minoritario en la mayoría de las nuevas naciones, se reservó la propiedad de las mejores tierras, los cargos de poder en aparatos estatales destinados a conservar los privilegios, en alianza con la Iglesia y las fuerzas armadas. Las oligarquías que sucedieron a la dominación española y portuguesa, agravaron incluso la situación de los pueblos originarios y negros, pero también de la amplia camada de mestizos.

A grandes rasgos, los blancos conforman las elites, los mestizos la clase media y los indígenas y negros los sectores populares. La estructura social del continente superpone clase social con color de piel, con la relativa excepción de Argentina y Uruguay.

En los países andinos, el monopolio de la representación parlamentaria perteneció hasta poco tiempo atrás a la casta blanca, así como el aparato de justicia, los grandes medios de comunicación y las burocracias estatales. En uno de los países más “democráticos” del continente, Uruguay, la minoría negra (10%) está casi ausente entre las profesiones mejor pagadas, entre los parlamentarios y jueces, pero sobrerrepresentada entre las empleadas domésticas, los obreros de la construcción y en las periferias urbanas.

Las democracias fueron apenas un ejercicio electoral que no consiguió democratizar las sociedades, menos aún en países de mayorías negras como Brasil, donde la esclavitud se terminó recién a fines del siglo XIX, dando paso a un apartheid que continúa hasta hoy.

Las libertades democráticas fueron conseguidas gracias a la presión de las clases trabajadoras organizadas en sindicatos y partidos de izquierda, pero fueron brutalmente suprimidas y menoscabadas por golpes de Estado y masacres en todos los países, sin excepción.

En estos momentos vivimos un agudo retroceso de las democracias, similar al que sufrimos en las décadas de 1960 y 1970, aunque con características diferentes.

Los golpes de Estado tradicionales no son ya la norma. El último de estos golpes, el de Bolivia en 2019, es el más similar a los de viejo estilo. Pero en la mayoría de los países asistimos a una regresión democrática por la vía electoral y por la llegada al poder de personajes de la ultraderecha, digamos, de manera legal pero ilegítima.

Hay cuatro procesos que están erosionando las frágiles democracias regionales. El primero es la militarización y el aumento de la represión. El Foro Social Brasileño de Seguridad Pública señala que en abril pasado se registró un 53% de aumento en abusos policiales y militares, en comparación con el mismo mes de 2019, con 381 muertos en un mes. La institución asegura que una de las causas de esta violencia es la militarización de la policía con la lógica de “la eliminación de los enemigos de la sociedad” (https://bit.ly/3f8wZNe).

En Argentina, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), cercano al gobierno de Alberto Fernández, asegura que desde el inicio de la cuarentena, “en distintos lugares del país las policías provinciales y las fuerzas federales reiteraron prácticas violentas, algunas graves como torturas y ejecuciones. También ocurrieron muertes de detenidos en comisarías y la desaparición de una persona que fue hallada asesinada” (https://bit.ly/2D6w0A1).

La Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI) denuncia “golpizas, torturas, asesinatos, violaciones y hasta desaparición forzada” desde la instalación de la cuarentena en marzo. “El incremento de las detenciones, se traduce en un aumento de las denuncias por imposición de tormentos en comisarías y también se refleja en una mayor cantidad de personas muertas en dependencias policiales”, con 23 casos de muertes en lugares de detención, de los cuales 8 corresponden a comisarías y 15 a cárceles de todo el país (https://bit.ly/2Pcl8D7).

En Colombia la ola de violencia contra líderes sociales y ex combatientes de las FARC desmovilizados viene creciendo de forma exponencial. Indepaz presentó un informe en el que asegura que durante el confinamiento por la pandemia se han registrado 82 homicidios. Desde que se firmo la paz, en noviembre de 2016, son 971 los indígenas, campesinos, afro, sindicalistas, mujeres y ambientalistas asesinados (https://bit.ly/339BuEN).

La segunda cuestión es que en los gobiernos empiezan a ocupar cargos relevantes personas de la ultraderecha o vinculadas a las dictaduras. En la cuarta reestructuración de su gabinete, el presidente Sebastián Piñera entregó el gobierno a la derecha pinochetista. El Ministerio de Interior recayó en un exalcalde de la dictadura de Pinochet, Víctor Pérez, que en su primera alocución amenazó con “mano dura” contra los manifestantes y el pueblo mapuche (https://bit.ly/3gkqsAy).

La situación de Brasil es la más elocuente. En el Gobierno de Bolsonaro hay 2.897 militares, un número superior al que los uniformados tuvieron en cargos oficiales durante toda la dictadura militar (https://bit.ly/3cwnoPi).

El tercer tema es el crecimiento de la desigualdad durante la pandemia, en el continente más desigual del mundo. En Brasil hay 49 millones de personas en la informalidad y 50 millones bajo la línea de pobreza, en un país de 210 millones de habitantes. De los 12 millones de desempleados, sólo 500.000 reciben seguro de desempleo.

Estas tres tendencias son estructurales: no dependen de quién o quienes ocupen los gobiernos, aunque deben establecerse matices.

Por último, la división de las izquierdas agudiza la crisis de las democracias. Este vacío lo están aprovechando las clases dominantes, las iglesias evangélicas y los aparatos represivos para imponer una dominación sin límites sobre los sectores populares.

Raun Zibechi es periodista

https://bit.ly/3amxSkF

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