1856

Pablo Rodríguez O.

Juan Santamaría

Cuesta hoy imaginar en la desarmada Costa Rica los arrestos bélicos que 1856 comprime. Victorias en 14 minutos (Santa Rosa) o tras largas horas bajo el sol (Rivas); una derrota naval (San Juan del Sur, en noviembre); una estratégica acción de comandos en el Río Juan, al finalizar el año.

El ejército costarricense vence a los filibusteros en Santa Rosa el 20 de marzo; el 11 de abril, en Rivas. El cólera obliga al ejército a retirarse. Ya entrado 1856 la guerra es centroamericana: soldados de Guatemala, El Salvador y Honduras se hacen fuertes dentro de Nicaragua. El Presidente Mora, pasada la epidemia, vuelve a la carga. El bergantín costarricense Once de abril al mando de un peruano de 21 años se enfrenta a un barco filibustero en la bahía de San Juan del Sur. Varias horas se baten sin cesar. Balas incendiarias terminan por hacer estallar el bergantín que se hunde con decenas de hombres a bordo una noche de noviembre de 1856.

Pero 1856 finaliza bien. Comandos de veteranos de Santa Rosa y Rivas celebran la Navidad en el Río San Juan a bordo de buques conquistados a los filibusteros.

La pelea es contra William Walker, sureño norteamericano que restauró la esclavitud en Nicaragua. Llegó a ruego de los liberales para luchar contra los conservadores. El esclavista terminó haciéndose con el poder. Los filibusteros braman: Five or nothing (las cinco repúblicas de Centroamérica o ninguna). Es la guerra. Los centroamericanos vencerían finalmente a Walker el 1 de mayo de 1857.

Volvamos a 1856. Se inicia apenas marzo. El Obispo exhorta a las tropas. De cinco mil a siete mil hombres –de ellos, mil a mil quinientos soldados profesionales- con armas modernas y divisa roja forman un ejército significativo en un país de poco más de cien mil habitantes. Campesinos, artesanos, hijos de cafetaleros y comerciantes y un joven mulato alajuelense que escarmentaría a los invasores. Las mujeres atienden empresas abandonadas y lidian con la prole; soportan la peste del cólera, los duelos, la resentida economía nacional.

Pensemos que en cifras actuales cerca de un cuarto de millón de costarricenses estarían dejando sus casas rumbo a su modesta Ilíada, a la muerte y al cólera.

El 20 de marzo de 1856 el ejército tiene su primera prueba. Desaloja de la casona de la Hacienda Santa Rosa a centenares de mercenarios norteamericanos, franceses y alemanes, comandados por un fantasmón húngaro enviado por Walker a ocupar Guanacaste. Cuando avista a los costarricenses el centinela filibustero grita: “¡Vienen los grasientos!” (the greasers are coming). Las balas no dan tregua. Los grasientos cargan a la bayoneta (no hay tiempo para recargar); veintitantos mueren. Los filibusteros huyen derrotados.

Walker es hijo bien amado de los esclavistas del sur de los Estados Unidos, tolerado un día sí un día no por las autoridades federales. La diplomacia norteamericana protesta porque Mora llama a la guerra sin cuartel contra los mercenarios; olvidaba que pocos meses antes Walker había fusilado al Ministro de Relaciones Exteriores de Nicaragua –su cadáver amarrado a la cola de un caballo lo arrastraron por la ciudad- y había tomado como rehenes a las familias conservadoras de Granada.

Los costarricenses ocupan Rivas, San Juan del Sur y la Virgen, en abril de 1856. Walker contraataca sorpresivamente y en Rivas está a punto de tomar prisioneros a Mora y al Estado Mayor costarricense. El ejército se repone de la sorpresa. Hay que incendiar la casa de huéspedes (el mesón) en que Walker se acuartela. Intentándolo, caen el cartago Pacheco Bertora y el nicaragüense Joaquín Rosales; lo consigue Juan Santamaría, hijo de madre soltera, albañil, el mozo más humilde. Junto a los Santamaría y los Rosales en Rivas pelean futuros gobernantes –allí está los presidentes liberales, Tomás Guardia y Próspero Fernández- y allí está el General Cañas, jovial general salvadoreño que gana el cariño de propios y adversarios, acaso el mejor de los soldados.

Hay muchas bajas. La madrugada del 12 de abril de 1856 Walker deja la plaza. El cólera se apodera de los soldados costarricenses, que se ven obligados regresar a San José, contaminando entonces a todo el país.

Es la primera derrota del afán expansionista de la sociedad norteamericana (acaso la segunda, porque los filibusteros ya habían mordido el polvo en Santa Rosa, el jueves santo de 1856).

Los números son controvertidos entre quienes saben. Entre 200 y 500 costarricenses perecen en Rivas. Y, en números actuales, cerca de 350.000 costarricenses hubieran muerto de cólera.

Un dramaturgo vería como destellos las batallas de 1856, las campanas en San José al conocerse del triunfo de Santa Rosa, la oposición a Mora acaso ya pensando en ultimarlo, las carretas cargadas con los muertos.

Pasa el cólera. Mora decide continuar la guerra. Juega con habilidad las cartas inglesa y francesa. Es conciliador. Su diplomacia es realista. Pragmático, después del triunfo final llegaría a entenderse con los diplomáticos norteamericanos y con el Presidente Buchanan.

Ay, las tragedias no terminan bien. Altos cafetaleros darían un golpe de estado y en 1860 fusilarían a Mora, también cafetalero, y al General Cañas. Quisieron echar sus restos a los tiburones. Cosas de la política, de los negocios y de la guerra.

Cuando en 1856 hierve Centroamérica, en los Estados Unidos se ve venir la guerra que enfrentaría a partir de 1861 a los estados esclavistas del sur con los del norte. Por así decirlo -algunos han escrito- en Santa Rosa y Rivas se pelearon las primeras batallas de la guerra de secesión norteamericana.

Los triunfos de Santa Rosa y Rivas entusiasman a los gobiernos centroamericanos. Walker no es invencible. Patriotas nicaragüenses se alzan en armas. En la batalla de San Jacinto se enfrentan nicaragüenses y filibusteros. Triunfan los nicaragüenses. Uno de los jefes filibusteros muere de una certera pedrada.

San José es un pueblo dormido entre montañas. Los filibusteros se creen protegidos por las selvas que separan el San Juan del Valle Central. Una vanguardia de valientes al mando de Máximo Blanco se descuelga por las laderas de la cordillera. Como puede se desliza entre las selvas y por sorpresa, con arrojo y pocas bajas, en menos de quince días arranca a los filibusteros sus vapores y plazas fuertes. Salvo un vapor, a finales de 1856 Mora controla militarmente la vía del tránsito.

Inglaterra y los Estados Unidos son rivales. Inglaterra apoya a Costa Rica; los Estados Unidos a Nicaragua. Se disputan los terrenos por los que discurriría un siempre proyectado canal interoceánico. Mientras se consigue el dinero para construir el mítico canal hombres de negocios del norte organizan barcos que salen de la costa atlántica de los Estados Unidos. Los pasajeros descienden en San Juan del Norte (Greytown, para los ingleses); remontan en pequeños vapores el Río San Juan, atraviesan el lago en vapores más grandes y en diligencias se dirigen a San Juan del Sur, donde toman barcos rumbo a California. Esa es la vía del tránsito.

Centroamérica (una de las regiones menos centrales del mundo, dirá Cabrera Infante) parece central porque es la mejor vía de comunicación entre las costas atlántica y pacífica de los Estados Unidos. Por la vía del tránsito Walker recibe constantemente hombres y armas. El Presidente Mora desde el primer momento sabe que tiene que cortar la vía del tránsito y aislar al filibustero. Inicia la campaña tomando Rivas en abril de 1856. El cólera lo desaloja. Va a una segunda campaña a finales de 1856. Los comandos despejan el terreno.

Solo una mezcla completa con cualquier raza fuerte del norte podría devolver el vigor a este pueblo degenerado, escriben viajeros europeos. No contaron con Mora. No contaron con Cañas ni con la pedrada certera en San Jacinto. La guerra es sin cuartel. Suave como una criolla Granada descansa junto al lago. Es incendiada por orden de Walker en 1856. “Aquí fue Granada”: tales las palabras que dejan grabadas los filibusteros entre las ruinas de la ciudad.

Walker se había proclamado Presidente de Sonora. Había invadido México en 1853 con una horda de filibusteros. Saldría de allí en harapos y se entregaría en San Diego a un oficial del ejército de los Estados Unidos. Médico, abogado, periodista, incendiario, se hizo proclamar Presidente, esta vez de Nicaragua, en julio de 1856, luego de elecciones amañadas. Es reconocido por el Ejecutivo de su país. Terminaría vencido el primero de mayo de 1857. Fue salvado (esta vez) del paredón de fusilamiento. Se rindió ante el jefe de un buque de guerra norteamericano. Todavía haría dos intentonas de subyugar Centroamérica. Moriría fusilado en Honduras en 1860.

El gobierno federal de los Estados Unidos se comportó de forma titubeante. Los apoyos, y muy fuertes, eran apoyos de los estados, y no solamente de los sureños. Si de verdad se hubiera comprometido con Walker el gobierno federal acaso éste hubiera finalmente triunfado. Un autor norteamericano tiene una explicación plausible: California, Texas, Nuevo México estaban casi despoblados. Anexarse Nicaragua, o México en su totalidad, hubiera significado administrar las vidas de muchísimos indígenas y mestizos, que hubieran sido ciudadanos americanos de piel oscura…

No pocos aseguran que de no haber estallado la guerra de secesión en Estados Unidos, o de no haberla ganado Lincoln, nuevas hordas de filibusteros hubieran desembarcado en estos países.

Qué países. El realismo mágico está en nuestros archivos. La historia de Cañas, la historia de Mora. La de Juan. 1856, ¡qué tragedia! Una celebración de los pocos años de Juan Santamaría. Su madre en la cocina, en Alajuela, arrepentida de haberle permitido partir con el ejército. La novia Mercedes viendo llover. Al otro lado, los gringos. Algunos son valientes. Empiezan a caer. Arden los filibusteros en Rivas. Cae Juan. La muerte todo lo contamina. Hediondos, desconcertados, los sobrevivientes del cólera pasan frente a la casa de la madre de Juan Santamaría. ¡1856!

Quedan muchas lecciones. Retengo la de la unidad nacional y el realismo diplomático.

Los gobiernos centroamericanos no son revolucionarios avant la lettre. Fueron a la guerra en defensa de la independencia y del catolicismo, leemos en sus proclamas. Hay un enfrentamiento cultural entre la América Hispana y la Anglosajona. Hay descarnado racismo contra los grasientos y zaguates (greasers y mongrels).

Un estudioso publicó la canción “Antes de salir el ejército para la campaña”, compuesta en San José por un guatemalteco: “Nuestra raza desprecian altivos/ Aborrecen el nombre español”. Hoy habría que matizar. Parafraseando a López Velarde, nuestra suave patria es española, ciertamente, pero mejor sería decir que castellana, andaluza, judía y morisca, rayada de chorotega, de brunca y de negro.

El esfuerzo bélico no fue estrechamente nacional. El Presidente Carrillo, cuenta un historiador, dio asilo a principios de los cuarenta al salvadoreño José María Cañas y a la familia guatemalteca de Luis y Felipe Molina. Felipe, y a su muerte, su hermano Luis, conducen con acierto en Washington la representación diplomática, labor muy delicada insinuándose entre la aún poderosa Inglaterra y la potencia naciente. Lorenzo Montúfar y Nazario Toledo, guatemaltecos, son ministros de relaciones exteriores del Presidente Mora. Antonio Valle Riestra, el joven peruano que comanda el bergantín Once de abril, sufre extensas quemaduras en la única batalla naval de nuestra historia.

Aunque acartonado, Walker no escribe mal. Su diario todavía es potable. Escribe en tercera persona: «Walker ordenó fusilar», «Walker venció a los grasientos…». No oculta (¡exalta!) su desprecio por los mestizos. Invoca a su providencia puritana. En cuanto puede atribuye sus derrotas a ingleses, yankees, franceses, a blancos asesores de Mora. Juega, atribulado, a atribuirnos salvajes instintos.

Cafetaleros y comerciantes soportan el esfuerzo económico de la guerra. Cuántos de abajo ponen sus huesos. Hay cargadores indígenas en el ejército. Me satisface leer que el cabildo abierto de una aldea perdida, San Ramón, encabezado por Ramón Rodríguez, no pudiendo colaborar con dinero, envía cargamentos de totoposte (duras y nutritivas roscas de maíz) para alimentar a los soldados. El centro del mundo está en todas partes. Hasta en una aldea orgullosa que envía su totoposte al frente de batalla.

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