Sobre los apellidos de la democracia

Enrique Gomáriz Moraga

Enrique Gomariz

Siempre se ha dicho que, cuando se elige apellidar la democracia, en realidad se esta evidenciando una concepción distinta de la noción sustantiva de democracia. Y es curioso observar que hasta en círculos que se plantean una concepción convergente, también los que se inscriben en el pensamiento socialdemócrata, coexisten diferentes apellidos de democracia, como si ello no tuviera mayor importancia. Sin despreciar la pluralidad de criterios, importa reconocer cuales son las diferencias de fondo que reflejan los distintos apellidos al uso.

En esta oportunidad, no voy a relatar toda la serie de apellidos que ha recibido la democracia desde el siglo pasado, tanto en la ciencia política, como en la política práctica, sino que me voy a referir a los debates que se han sucedido al respecto desde las últimas décadas del pasado siglo.

La democracia electoral fue el concepto que inició los debates entre los años ochenta y noventa del siglo XX, ligado a los planteamientos del neoliberalismo económico y los procesos de ajuste y privatización. Importa subrayar que se trata de una acepción específica de democracia electoral, que en el pasado se había ligado a la democracia representativa, como alternativa a la democracia plebiscitaria. Es decir, no aludo aquí al concepto histórico de democracia lectoral, sino al uso que tuvo en el inicio de los años noventa, casi siempre realizado por sus críticos. La idea de una democracia electoral refería a un modelo que se centraba casi exclusivamente en la realización de elecciones, tratando de reducir al mínimo la participación de la ciudadanía entre unos y otros comicios. Este modelo convenía al planteamiento del consenso de Washington y a la implementación de sus programas de ajuste, puesto que daba libertad a los gobiernos para llevarlos a cabo sin mayores interferencias.

La democracia participativa fue la respuesta frontal al modelo de democracia electoral en el transcurso de los años noventa. Se planteó como en las antípodas del modelo anterior, pero también como alternativa a la crisis que afectaba a la democracia representativa. Es decir, no solo sugería una participación ciudadana continua entre unas elecciones y otras, sino que también se proponía como alternativa a los mecanismos deteriorados de la representación, y su sustitución por los fundamentos de la participación. En el plano teórico, ello significaba un cambio fundamental en la arquitectura institucional de la democracia. Las elecciones para obtener una representación ciudadana eran sustituidas por mecanismos de participación directa, que conformaban consejos nacionales que complementaban los parlamentos legislativos. Se planteaba una articulación de los espacios asamblearios y las instancias representativas. Pronto se manifestó que eso era más fácil de poner en práctica en espacios reducidos y a nivel local. Se produjeron experiencias en diversos países, pero quizás fueron los presupuestos participativos locales de Brasil los más conocidos.

No es necesario realizar una descripción pormenorizada del proceso, pero lo cierto es que veinte años después se hizo evidente que el paso de las experiencias locales a los sistemas políticos nacionales se demostró mas difícil de lo que se pensaba. Incluso fue evidente que los regímenes políticos que se ofrecían como ejemplo de democracias participativas eran precisamente los de carácter populista, que tendían a torsionar el funcionamiento de la democracia. De hecho, ya en el primer decenio del siglo XXI las propuestas mas radicales fueron dando paso a otras más conciliadoras que planteaban la combinación de la democracia participativa y la representativa.

Por otra parte, el ejemplo de los regímenes populistas mostraba un fenómeno no muy previsto: podía darse una ciudadanía activa vicaria de un determinado proyecto político que se expresara como un activismo político no democrático, como sucede en Venezuela o Nicaragua. Así pues, se desmoronaba uno de los pilares del presupuesto teórico de los años noventa: se demostraba que la condición de actividad en los asuntos públicos no garantiza un cabal compromiso con el fortalecimiento de la democracia. También han aparecido otras sorpresas: si durante los noventa el espacio privilegiado de experiencias participativas fue Brasil, es difícil comprender el posterior apoyo masivo a un personaje como Bolsonaro.

En la actualidad, se habla de democracia participativa de una manera muy difusa. Ya no se pretende una arquitectura institucional participativa, que sustituya la representativa, sino en la introducción de algunos mecanismos de participación directa en la arquitectura del modelo representativo. Se alude más bien al enfoque participativo y con frecuencia se utiliza la idea de democracia participativa como contraseña cultural de actitud progresista.

La democracia representativa se ha entendido por siglos como el modelo que refiere a un sistema político democrático en países formados por millones de habitantes. Es difícil imaginar a varios millones de personas votando a mano alzada en un ágora para elegir su gobierno. Por eso la elección libre y competitiva de representantes de todo un país para formar un parlamento que represente la soberanía popular resulta muy difícil de sustituir. Sin embargo, se ha comprobado que el funcionamiento de ese modelo es mejor cuando son firmes las relaciones de confianza entre ciudadanía e instituciones representativas (y entre la ciudadanía misma). Justo lo que comenzó a debilitarse desde los años ochenta. Por eso, ante los deterioros de la democracia representativa, en vez de buscar como restaurarlos, se optó por el atajo de la democracia directa participativa. Es fácil de entender que cuando no hay confianza entre unas personas y otras, se abandone el fundamento de la representación para acudir al mecanismo mas seguro de la participación directa. Pero eso es difícil de transformar como sistema político democrático.

Actualmente, se pone más énfasis en estudiar como resolver los problemas del sistema político representativo que en tratar de sustituirlo. De hecho, ya resulta evidente que una cosa es promover la participación de la ciudadanía en el sistema político y otra cosa el modelo de democracia participativa que se planteó como arquitectura institucional en los años noventa. Y existe mucho más consenso sobre lo primero que sobre lo segundo.

La democracia ciudadana ha sido la construcción conceptual surgida de los estudios sobre la democracia en América Latina emprendidos por la CEPAL y el PNUD a comienzos de este siglo. Parte igualmente del rechazo al modelo de democracia electoral planteado por los sectores conservadores, pero supera el concepto de democracia participativa de los años noventa y se sustenta sobre la base firme del fundamento de la representación. La cuestión de como promocionar la participación de la ciudadanía en el sistema político se orienta en otra dirección: la creación de ciudadanía democrática. A la vista de la alta proporción de ciudadanía indiferente en los países de la región, se plantea que la clave reside en crear ciudadanía consciente de sus derechos y defensora de la democracia. Así, la creación de instrumentos de participación directa se entiende como complemento de los mecanismos representativos y nunca como su sustitución o como elementos que obstaculicen su desempeño. Y en ese contexto, es la creación de ciudadanía la clave del incremento de la participación ciudadana en un sistema político representativo con mecanismos de participación directa complementarios. Como se dijo, una democracia sin demócratas convencidos es como una enorme estatua con pies de barro.

La democracia integral, también llamada total, general, transversal etc., refiere a un debate que se reinició con los procesos de transición a la democracia en varios países de la región, pero que se prolonga hasta nuestros días. Se formula en torno a la pregunta de ¿Qué responsabilidad tiene un sistema político democrático respecto del avance en el bienestar socioeconómico de la población? Es decir, además de que la democracia signifique el espacio en que se procesan las decisiones colectivas de la ciudadanía, esa democracia tiene responsabilidad sobre el avance del desarrollo. Este planteamiento guarda relación con una concepción que no es nueva sobre la democracia: desde principios del siglo XIX, diversos movimientos políticos, en especial los de matriz anarquista, consideraron que la democracia debe establecerse en todos los aspectos de la vida social, sobre todo en el campo de la economía. Por tanto, si no existía democracia salarial, sindical, productiva, no podía hablarse de la existencia de democracia. Como hoy muestran los historiadores, ese planteamiento del anarcosindicalismo español fue uno de los factores que presionaron sobremanera a la segunda República de ese país.

En los estudios antes mencionados sobre la democracia latinoamericana se busca una solución ponderada a esta esta temática. Aunque el procedimiento democrático debe presidir todos los órdenes de la vida humana, cuando se habla de la democracia de un país y del nivel de calidad que ostenta, se acepta la autonomía relativa que tiene el sistema político respecto de los otros aspectos de la vida social. Por tanto, aunque exista algún ámbito del desarrollo de un país (por ejemplo, la sanidad en Cuba), si no hay un sistema político democrático, existe consenso acerca de que no existe democracia en esa nación. En otras palabras, la democracia política resulta en realidad una redundancia, porque sin un sistema político que permita producir unos poderes públicos mediante procedimientos democráticos no existe democracia. Desde luego, la calidad de la democracia también refiere a su competencia funcional para resolver los problemas socioeconómicos de la gente. Incluso puede afirmarse que un mal desempeño en el avance hacia el desarrollo puede poner en serias dificultades a las democracias latinoamericanas, máxime teniendo en cuenta la apreciable proporción de población indiferente y de baja cultura política. Pero ello no debe producir confusiones: el núcleo central de la democracia refiere a la existencia de un sistema político que permita constituir los poderes públicos y procesar las decisiones colectivas mediante procedimientos democráticos.

Un estudio recomendable sobre lo que puede pedirse a un sistema político democrático es el del reconocido profesor Adam Przeworsi, “Que esperar de la democracia. Límites y posibilidades del autogobierno” (Siglo XXI, 2010), donde se examinan los limitantes que tiene una democracia, entendiendo por ella fundamentalmente su sistema político en los términos antes enunciados.

Como se advirtió desde el comienzo, esta revisión de los apellidos de la democracia no realiza un buceo en busca de todos los que han surgido históricamente, en especial en la ciencia política, sino únicamente a los que han jalonado los últimos cuarenta años y que todavía muestran las divergencias que embargan. Mi juicio es que la democracia no debería necesitar apellidos, sobre todo en espacios socialdemócratas. Pero si acaso fuera necesario para precisar sentidos, es la democracia ciudadana el que me parece mas adecuado. Poner el acento en la creación de ciudadanía democrática y, por tanto, en la elevación de su cultura política, es la clave del fortalecimiento de la democracia y de la participación de la gente en el sistema político. Como se ha insistido, la calidad de la democracia no depende sólo de la calidad de sus instituciones, sino primordialmente de la calidad de la ciudadanía.

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