Rodrigo Chaves y la función de los partidos en la formación del Gobierno

Enrique Gomáriz Moraga

Enrique Gomariz

En el curso de la pasada campaña emergió la idea, aparecida en diversos medios, de que el planteamiento del candidato Chaves podía calificarse de trumpista. He insistido en que esa me parecía una comparación unilateral. Es cierto que, también en Costa Rica, se ha producido un contexto de rebelión de la gente común contra las élites y que ha sido el país profundo el que otorgó la victoria a un candidato de fuera de la clase política, dispuesto a enfrentarse con el estatus quo. Pero esas condiciones propicias semejantes, necesitan también de otros rasgos para poder identificar al actual presidente electo con Donald Trump.

Para decirlo en pocas palabras: no creo que pueda considerarse a Trump como un tecnócrata, entendido en macroeconomía, que abandonara el discurso antisistema usado durante la campaña al día siguiente de su triunfo electoral. Por otra parte, parece creíble la declaración de intenciones del presidente Chaves de que ha llegado al gobierno para servir al país y no a sí mismo y su familia, como fue el propósito del empresario Trump. Parece, pues, conveniente abandonar la brocha gorda para realizar análisis con cierto rigor.

No obstante, la cuestión de fondo es que los planteamientos de presidente electo en torno al funcionamiento del sistema político, aunque no sean trumpistas y estén hechos con toda buena voluntad, entrañan serios riesgos para el desempeño de la democracia. Y no se trata sólo de cambios puntuales en la normativa o la institucionalidad vigentes, sino respecto de los fundamentos conceptuales en que se basa el sistema democrático. Y puede que tales planteamientos también tengan que ver con una cuestión de conocimiento. No sería excesivo afirmar que Rodrigo Chaves sabe mucho más de economía que de sociología política (y no hablo de la ciencia política institucionalista, sino del enfoque que también contempla la relación entre gobernantes y gobernados, así como de la cultura cívica y política de la ciudadanía).

Al llevar este asunto a la coyuntura actual, cobra particular relevancia la cuestión de la función de los partidos en la formación del gobierno. Hace algunos años realicé una investigación para la Fundación Ebert sobre la crisis de los partidos políticos en el siglo XXI, donde pasaba revista al deterioro de algunas de las funciones tradicionales de los partidos políticos. Como se sabe, el campo donde ese deterioro ha sido mayor refiere a la función de intermediación comunicativa, sobre todo desde el aparecimiento de las tecnologías C2 y las redes sociales. Pero también se ha relativizado su papel como actores políticos. La conclusión que se obtenía era simple: los partidos ya no están solos como agentes fundamentales del sistema político. Sin embargo, la desvalorización era menor respecto de una función clásica de los partidos, suministrar cuadros directivos y técnicos a la administración gubernamental. Más bien, se hacía la observación crítica de que, al perder relevancia en otros campos, se habían convertido en máquinas electorales y de provisión de personal gubernamental.

En todo caso, esa función de los partidos políticos refiere a un elemento clave en el funcionamiento del sistema democrático: el mantenimiento orgánico del llamado compromiso programático que debe existir en la médula del sistema político. En Costa Rica, como en otros países de la región de régimen presidencialista, la legislación electoral exige a los partidos que acuden a las elecciones la presentación de un programa de gobierno. Y ello no sólo refiere a la definición de su perfil programático, sino que luego constituye la base sobre la que se configurará el Plan Nacional de Desarrollo del gobierno entrante. Así, el programa de gobierno del candidato elegido se proyecta como matriz fundamental de la acción de gobierno, después de las elecciones. En pocas palabras, se establece así un proceso normativo e institucional que busca garantizar a la ciudadanía que las promesas electorales no se las lleva el viento tras los comicios.

Cuando el presidente electo afirma eso de que, para elegir sus ministros, no les preguntará a qué partido han votado, está en su derecho. Pero en puridad democrática sí debería hacerles una pregunta sencilla: ¿conoce usted el programa de gobierno con el que me presenté a las elecciones? Porque eso constituye la base sobre la que el gobierno de Chaves debe actuar en las diversas áreas del desempeño gubernamental. En caso contrario, el presidente electo estaría engañando a las personas que lo eligieron y al conjunto del país. De igual forma, cuando el presidente electo asegura que constituirá su gobierno libre de ataduras y compromisos adquiridos, está diciendo una media verdad. Tiene un compromiso inapelable con su programa de gobierno y con la promesa de llevarlo a la práctica. No es aceptable que diga unas cosas en campaña, proponga un programa de gobierno, y luego se desdiga de lo comprometido al tratar de hacer tabla rasa.

En ese contexto, la función de los partidos políticos es múltiple. Ante todo, significa la encarnación en personas y mecanismos orgánicos de ese programa de gobierno presentado. Es la garantía de que la propuesta electoral no es incorpórea ni unipersonal. Por un lado, presupone que el programa de gobierno del candidato no sea producto de ocurrencias unilaterales, sino que sea el resultado de un proceso más colectivo encarnado en estructuras orgánicas. Además, el partido encarna una determinada propuesta ideológica, que debe ofrecer a los electores la referencia general de cuál será la orientación del gobierno. En el caso del programa de Rodrigo Chaves se asegura que se inscribe en “la socialdemocracia moderna”. Y no importa si es difícil precisar qué significa esa adscripción; lo importante es que muestra unas señas de identidad que la ciudadanía puede reconocer. La explicitación del perfil partidario otorga algo fundamental para el funcionamiento de la democracia: facilita la posibilidad de elegir.

El candidato Chaves insistió en su campaña que los partidos tradicionales se habían convertido en tramas políticas y familiares, faltos de democracia interna y proclives a la corrupción, que se reparten los puestos de gobierno a partir de favores mutuos. Y no le faltaba razón. Pero un partido sin esas lacras, compuesto por personas que comparten un conjunto de ideas políticas y programáticas, representa el espacio ideal para suministrar de jerarquías y cuadros la administración pública. Escoger altos cargos desde el propio partido político que ha ganado las elecciones, supone aprovechar un espacio de confianza y seguridad acerca del cumplimiento del programa de gobierno (siempre sobre la base del respeto a la autonomía de la administración que le otorga un régimen de servicio civil). Desde luego, ello no debe ser obstáculo para elegir a otras personas que no son del partido, si se demuestra que tienen mayor competencia. Pero la fórmula contraria, de buscar ante todo excelencia fuera de la comunidad de ideas partidaria, aunque parezca una buena solución tecnocrática, puede ser fuente de inestabilidad programática y política y representa una torsión peligrosa del sistema de partidos y su función.

El saneamiento de los partidos es necesario. Pero ello debe conducir a una reforma del sistema de partidos y no a su eliminación. No sólo porque los partidos son actores políticos fundamentales según la Constitución, sino porque, aunque ya no estén solos, representan la garantía de una serie de derechos fundamentales, entre los que se cuenta el derecho de asociación y, en el fondo, suponen la protección de la democracia pluralista.

De esta forma, lejos de tener a gala la falta de solidez partidaria, el presidente electo debería plantear al país una propuesta para sanear los partidos políticos y reconfigurar el sistema de partidos y representaciones políticas. Los partidos no son solo la encarnación orgánica y humana del compromiso programático, sino que representan la posibilidad de que una propuesta de gobierno se proyecte en el tiempo, dando estabilidad a todo el sistema político. Una de las falencias reconocidas del sistema democrático en Guatemala es que los partidos son flor de un día, impidiendo así que las políticas públicas tengan continuidad y suponiendo un factor de inestabilidad general para la democracia reconocido por los propios guatemaltecos.

En realidad, el nuevo presidente electo debería ser consciente de que tiene por delante un conjunto de reformas y acciones de orden sociopolítico, entre las que se encuentra robustecer en el país un sistema de partidos que fortalezca la democracia pluralista costarricense. Mas bien, debería aprovechar la oportunidad para consolidar el Partido Progreso Social Democrático como robusta organización política, que permita el mantenimiento de sus propuestas de gobierno más allá de los próximos cuatro años, que, como debería saber, van a pasar volando.

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