Jesús Ordoño Fernández, IMDEA MATERIALES
La exploración del planeta rojo tendrá que hacer frente a numerosos retos, desde los efectos de la microgravedad hasta hongos espaciales, pasando por la radiación, una de las más peligrosas.
Esta última proviene principalmente de dos fuentes: del Sol (y sus tormentas solares) y del espacio exterior, galaxias lejanas, estrellas y supernovas. Las tormentas solares son muy difíciles de predecir y liberan enormes cantidades de radiación en muy poco tiempo, principalmente en forma de protones. En la superficie de nuestro planeta, producen preciosas auroras en el cielo. Pero en el espacio exterior pueden ser realmente letales.
Por ejemplo, en agosto de 1972, entre las misiones 16 y 17 de Apolo, una serie de estas tormentas muy potentes causó problemas y fallos en satélites y sistemas de comunicación en la Tierra. Por suerte, ningún astronauta estaba en el espacio en ese momento, porque posiblemente no habría sobrevivido.
Por su parte, la radiación espacial es una amenaza que está presente de manera constante. También se compone principalmente de protones, pero además contiene elementos pesados como el helio o el hierro, mucho más peligrosos y energéticos. Estos son capaces de desintegrar los átomos del material con el que chocan, ya sea las paredes metálicas de una nave, un satélite o una persona. En el proceso generan a su vez una cascada de partículas subatómicas o radiación secundaria muy dañina. Es lo que se conoce como rayos cósmicos.
Gracias a la atmósfera protectora y al campo magnético, en la Tierra estamos resguardados de esta agresión. Sin embargo, en un futuro viaje a Marte, los astronautas estarán expuestos a una cantidad 700 veces superior a la que llega a nuestro planeta. Un solo día en el espacio equivale a la radiación recibida en la superficie terrestre durante todo un año. Los efectos que esto tendría sobre el ser humano son inciertos y difíciles de evaluar.
Podría causar graves daños en multitud de tejidos dependiendo de la dosis recibida. Entre otras cosas, podría provocarle cataratas, dermatitis, esterilidad, afectaciones en la memoria y el sistema nervioso, problemas cardiovasculares, incluso mutaciones permanentes en su ADN y cáncer.
Por eso, es necesaria más investigación para proteger a los cosmonautas, como la llevada a cabo en el GSI Helmholtz Centre for Heavy Ion Research, en Alemania, el único en Europa capaz de simular rayos cósmicos.
En busca de materiales inmunes a la radiación
En general, la mejor protección consiste en resguardarse tras gruesas paredes o pantallas protectoras, como un muro de hormigón o los delantales de plomo que llevan los radiólogos.
El problema es el elevado peso que supondría fabricar naves espaciales de estos materiales. En su lugar, se suele utilizar el aluminio, mucho más ligero. Sin embargo, aunque escudarse tras un panel de este metal pueda proteger de buena parte de la radiación de baja energía, como la mayoría de protones, los elementos más pesados y energéticos lo atravesarían, dañando la estructura y alcanzando a los astronautas del interior de la nave.
Así pues, de cara a una futura misión a Marte es necesario desarrollar materiales mucho más eficientes. Entre ellos, debido a su pequeño tamaño y bajo número atómico, los que poseen un alto contenido de hidrógeno son posibles opciones.
El agua, por ejemplo, se podría almacenar de manera estratégica en las paredes de la nave para crear una especie de escudo. Por desgracia, este es un bien extremadamente escaso en el espacio y utilizarlo como elemento de construcción seria todo un desperdicio.
El polietileno, el mismo plástico que podemos encontrar en
las botellas de agua o bolsas de la compra, o el kevlar, la fibra sintética que se utiliza en los chalecos antibalas, son otros candiatos prometedores. Por su alto contenido de hidrógeno, consiguen reducir hasta un 30 % la dosis de radiación recibida.
Imitar soluciones de la naturaleza
En la Tierra hay muchos organismos que son resistentes a la radiación, especialmente ciertos hongos radiotróficos que han crecido en Chernóbil, como el Cladosporium sphaerospermum. Algunos investigadores sugieren que podríamos utilizarlos como un escudo viviente para los viajeros espaciales.
Los experimentos realizados en la Estación Espacial Internacional revelaron que solamente 1.7 milímetros de este hongo son suficientes para reducir cerca de un 1 % de radiación. Además, es un organismo que aprovecha la radiación para crecer, en un proceso llamado radiosíntesis, de manera que su función protectora podría aumentar a medida que la misión en el espacio avanza.
Otros organismos recurren a la melanina, una molécula que en los humanos da color a la piel, los ojos y el pelo, y que además ofrece un escudo contra los rayos del sol. Al ser flexible y ligera, se baraja su empleo como biomaterial para su aplicación sobre la piel de los astronautas como una crema solar o, incluso, sobre la estructura de la nave.
Burbujas magnéticas protectoras
En la misma línea, algunos científicos están explorando la posibilidad de generar campos magnéticos similares al que protege la Tierra. Proyectos como el SR2S del CERN o el CREWHat de la NASA trabajan en un diseño de bobinas magnéticas superconductoras capaces de generar un campo magnético alrededor de la nave espacial para desviar hasta un 50 % de los rayos cósmicos dañinos.
Además, tenemos fármacos para tratar la exposición a la radiación, no solo para los astronautas, sino para posibles accidentes en la Tierra, por ejemplo, en centrales nucleares, instalaciones médicas o de investigación, o en otras situaciones de emergencia radiológica o nuclear. Algunos ejemplos son el yodo estable, citocinas o quelantes y productos para eliminar sustancias radiactivas.
Así, en un futuro viaje a Marte, la seguridad contra las partículas cósmicas dañinas vendrá de una combinación de diferentes soluciones, algunas basadas en tecnología que ya tenemos y otras, quizá, de ideas innovadoras en las que aún no hemos pensado.
Jesús Ordoño Fernández, Investigador postdoctoral, Ingeniería de Tejidos y Biomateriales, IMDEA MATERIALES
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.