Jorge Urbina Ortega
La elección de Jair Bolsonaro, la segunda en el continente de una superestrella política de vocación autoritaria, nacionalista y excluyente, entusiasma a las derechas y les infunde confianza en el futuro.Apenas ratificada su victoria electoral, las redes sociales empezaron a arder en júbilo, expresiones de odio hacia las izquierdas y reiteraciones fóbicas. Solo faltó la apologética de la tortura, un tema querido al nuevo mandatario y que fue motivo de orgullo para sus seguidores, durante el proceso electoral.
Parece extraño que en esta lejana república centroamericana se celebre de esta manera la victoria de un hombre que representa exactamente lo contrario de la idea que nos hacemos los costarricenses de nosotros mismos.
Se aplaude la elección de alguien que fue soldado y que ha ensalzado las dictaduras militares del pasado, una persona que ha llegado al extremo de decir que los generales dejaron incompleto su trabajo de represión y muerte.
Por extraño que parezca, algunos celebran en Costa Rica el triunfo de un hombre que ha manifestado odio y desprecio hacia compatriotas suyos, por la única razón de que son negros.
Hay júbilo en esta tierra que presume de ser amiga del ambiente, por la victoria electoral de un candidato que promete fomentar la depredación ambiental.
Sorprende la alegría de otros costarricenses por el ascenso al poder de un misógino, uno que ha tenido gestos de hostigamiento y que ha usado extrema violencia verbal hacia las mujeres, un hombre que considera fortaleza procrear varones y debilidad haber engendrado a su hija.
En esta tierra donde poco a poco se abre camino una visión igualitaria e incluyente hacia la población LGTB, es difícilmente creíble la alegría que provocan las invectivas homófobas de un candidato que dijo preferir un hijo muerto a uno homosexual.
Sorprende también que las derechas religiosas, esas que reviven la militancia política fundada en los credos, no adviertan contradicción entre el Bolsonaro que se dice religioso y el que afirma poder desear la muerte de un hijo, si es homosexual. Las heridas de sus almas sanan al oír que ahora es Dios quien preside Brasil.
La versión económica de Bolsonaro también levanta aquí, simpatías entre las derechas liberales. Por fin alguien que se compromete a levantar las restricciones a la explotación comercial del pulmón amazónico, alguien que se atreve a acusar la ociosidad de los pobres y que promete recortarles los subsidios; el mismo que coquetea con la idea de privatizar la distribución de los combustibles y la industria aeronáutica brasileña. Esos son vistos por la derecha local como signos alentadores e inequívocos del fin del intervencionismo del estado en la vida económica.
El Presidente electo de Brasil despierta esperanza entre la legión local de quienes se quejan de la debilidad de las leyes y de la flojera de los tribunales. Bolsonaro es partidario de las solución expedita. Él propone remediar la inseguridad con la pistola que cada uno tenga para usarla con mayor libertad, que los policías puedan disparar a matar sin responsabilidad, que el ejército participe en la lucha contra la delincuencia y que se baje la edad de responsabilidad penal, para poder encarcelar a los adolescentes que delincan.
En estos tiempos signados por los temores, las derechas nacionales se congregan alrededor de quien les promete seguridad contra cada uno de sus fantasmas. Cada derecha tiene su propio motivo. Para esta es la garantía de prosperidad económica, para aquella la voluntad de hacer la guerra a la delincuencia; para muchos de sus militantes, es la afirmación excluyente de la propia sexualidad, para muchos otros es la protección frente al extranjero migrante, la garantía de sujeción de las mujeres o de las personas de otras razas y también el control social de los pobres.
Pero la seguridad última vendrá siempre de la creencia ciega en que todo lo que se haga, es guiado por Dios. “No soy el más capacitado, pero Dios capacita”, dijo el electo Bolsonaro en su segunda aparición pública.