Luis Paulino Vargas Solís
Gracias a YouTube, y a algunos agudos e inteligentes comentaristas gringos que me he encontrado ahí, se me ha hecho frecuente escuchar siquiera parte de las disertaciones del presidente estadounidense.
Si, en efecto, tiene un cierto aire infantil, el propio de un mocoso caprichoso y ocurrente. Solo que, evidentemente, no es un niño. Más aún: es un hombre extremadamente poderoso, que usa su enorme poder sin escrúpulos y es capaz de causar mucho daño.
Pero hay algo más en sus disertaciones: son como al modo de un flujo de palabras lanzadas al azar, en tropel desordenado; un algo deshilachado, carente de ninguna forma reconocible. El hombre divaga, va y viene, especula, miente, salta de una cosa a otra, dice incoherencias o se suelta cosas realmente terribles. Solo un elemento permanece como al modo de hilo conductor: la egolatría. Una egolatría fantasiosa y delirante, hipertrofiada, absolutamente desmesurada.
Una de las cosas que han quedado bien claras durante los 8 meses en que ha ejercido como presidente, es que Trump es enemigo acérrimo de la ciencia y enemigo de la educación con base científica.
Ha macheteado los presupuestos para la educación pública; ha hostigado y cortado recursos a las grandes universidades estadounidenses que, desde hace mucho, son centros científicos punteros a nivel mundial y ha desfinanciado muchos programas de investigación y diversas agencias científicas. O sea: está subvirtiendo las bases fundamentales que han sostenido el poderío económico y tecnológico de Estados Unidos, pero también su poderío militar.
Pero, además, ha abrazado con dogmático ardor las tesis negacionistas y anti-ciencia, sobre todo en los campos de la medicina y el clima. Y, de hecho, no ha tenido empacho en repetir tesis que no tienen ningún fundamento serio, que no encuentran, en ningún lado, evidencia creíble ni verificable que las apoye.
Las ideas de Trump –si es que pudiéramos llamarlas ideas –poseen la virtud mágica de la autovalidación. O sea: una opinión de Trump se sustancia como verdad tan solo porque Trump la pronunció. Es una especie de solipsismo: el mundo, la realidad, la vida, son lo que Trump dice que son.
Creo que en su reciente disertación ante la Asamblea General de la ONU quedó reflejado todo lo que aquí digo. Lo vimos divagar aleatoriamente como también lo vimos dar vueltas, como león enjaulado, en su solipsismo, como cuando mandó al resto del mundo al infierno por no hacer lo que él está haciendo en Estados Unidos (“your countries are going to hell”) o como cuando quiso dejar sentada su “verdad” a contracorriente de los consensos científicos mejor y más sólidamente fundamentados.
Es obvio que el peso relativo de Estados Unidos en la economía mundial, hoy está lejos del que tuvo al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Es igualmente innegable que ha dejado de ser la única superpotencia en un mundo unipolar, como se percibía tras el derrumbe de la Unión Soviética hace 35 años.
Pero Trump adiciona algo más: una aceleradísima pérdida del liderazgo ideológico y cultural. Lo cual no es poca cosa, puesto que son aspectos en que Estados Unidos ha gozado de una sólida hegemonía desde hace muchas décadas.
– Economista jubilado