Editorial, 6 de agosto
La cifra inmediata de muertos superó los 70.000, pero con el tiempo se duplicó. Y con ellos, murieron también familias, culturas, memorias, sueños. Hiroshima no fue un simple objetivo militar: era una ciudad habitada por civiles, niños, ancianos, madres y padres. Tres días después, Nagasaki sufriría el mismo destino. La lección, sin embargo, aún parece no haber sido plenamente aprendida.
El silencio de los inocentes
Lo más devastador no fue solo la magnitud de la destrucción, sino la justificación con la que se hizo. Se dijo que la bomba acortó la guerra, que salvó vidas. Pero las vidas que se perdieron —reducidas a cifras abstractas en los libros de historia— eran humanas, como las nuestras. Y el uso de armas nucleares, lejos de representar un punto final, abrió un nuevo capítulo de miedo global: la era del terror atómico.
Hoy en día, existen en el mundo más de 12.000 armas nucleares, muchas de ellas con un poder destructivo muy superior al de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Las doctrinas de disuasión se sostienen sobre la amenaza de aniquilación mutua, como si fuera aceptable convivir con esa espada de Damocles pendiendo sobre todos nosotros.
La memoria como resistencia
Recordar Hiroshima no es un acto de sentimentalismo. Es una forma de resistencia moral ante la indiferencia, el cinismo y el olvido. Los hibakusha —los sobrevivientes— han dedicado sus vidas a contar lo que vieron, lo que vivieron, lo que aún los persigue. Escucharlos es un deber de toda la humanidad. Negarse a aprender de Hiroshima es prepararse para repetirla.
En un mundo que parece caminar cada vez más rápido hacia la polarización, la carrera armamentista y los discursos de odio, recordar Hiroshima es un llamado urgente a la sensatez. No se trata solo de mirar atrás con tristeza, sino de mirar hacia adelante con responsabilidad.
Nunca más
Decir “nunca más” no basta si no se actúa en consecuencia. La única forma de honrar verdaderamente a las víctimas de Hiroshima es luchar por un mundo libre de armas nucleares. Es exigir a los líderes que se sienten a dialogar, que firmen tratados de desarme, que prioricen la vida humana por encima de los intereses geopolíticos.
El 6 de agosto debe ser más que una efeméride. Debe ser un espejo en el que nos miremos con honestidad, una advertencia constante y una promesa renovada: que nunca más se repita, que nunca más se justifique, que nunca más se silencie.