Manuel D. Arias Monge
Al intentar analizar el auge del populismo, especialmente el de extrema derecha fascista y excluyente, hay un factor que, desde cualquier punto de vista, salta a la vista: la vinculación de esta ideología radical con movimientos religiosos fundamentalistas y teorías de la conspiración que, en primera instancia, parecen inconcebibles para alguien con la más mínima educación.Sin embargo, menospreciar este fenómeno resulta claramente suicida, ya que, no sólo ha llevado al poder a personajes tan nefastos como Jair Bolsonaro o Donald Trump, sino porque se configura, de la mano de una alianza oportunista con la derecha neoliberal que promueve una fuga hacia adelante en la consolidación de un sistema capitalista de libertinaje de mercado, depredación de los recursos naturales y explotación del capital humano, en la principal amenaza contra las más básicas nociones que definen a la democracia burguesa, liberal y representativa y a las instituciones que, durante muchas décadas, fueron el pilar fundamental del Estado social y solidario del bienestar.
Pero. ¿Qué sucede? Desde una perspectiva crítica, respecto a la democracia netamente electoral, es obvio que hay amplios sectores de la población, otrora parte de la clase media y que han visto deteriorarse sus oportunidades de movilidad social y sus alternativas de progreso económico, que se sienten marginados, en los límites de unas instituciones políticas que no les representan y que no se ocupan de atender sus inquietudes, sus problemas, sus anhelos y sus esperanzas, por lo que han vuelto su mirada hacia soluciones fáciles, encarnadas por figuras paternales, de mano dura y puño de hierro, que representan un rescate de sus valores más básicos, vinculados con una añeja noción de familia, de patriarcado, de tradiciones, de religión, de nacionalismo y de etnocentrismo. Es la idea, siempre falaz, de que todo tiempo pasado fue mejor y que, por ende, es necesario devolver el reloj, a momentos históricos que eran más sencillos de entender y en los que no se acumulaban las necesidades que hoy les agobian.
Es precisamente aquí donde aparece esa credibilidad, que ralla en la candidez, en teorías de la conspiración que no tienen ni pies, ni cabeza. El avance en las tecnologías de la información y de las comunicaciones, que debería haber creado una nueva sociedad donde el conocimiento fuese el valor agregado más importante, se ha convertido, para muchas personas que utilizan dispositivos “inteligentes”, pero que no se imaginan cómo funcionan, en un galimatías de modernidad que les hace sentir incapaces de controlar su propio destino y que les lleva a percibirse como individuos consumidos por la vorágine de un mundo que cambió muchísimo, en muy poco tiempo.
Por supuesto, esta añoranza del orden “natural”del pasado y de un tiempo pretérito es, a todas luces, la señal más visible del fracaso de la educación en las sociedades modernas. Durante décadas y décadas, ahora desperdiciadas, se formó a la gente para fungir como mano de obra barata para el capitalismo global; no obstante, el conocimiento básico acerca del funcionamiento de la ciencia y relativo a la importancia del humanismo quedó por fuera de un currículum insuficiente que hoy manifiesta su más patente fracaso.
En este contexto, de precarización de un Estado empequeñecido por las políticas neoliberales, que ha sido sustituido, especialmente en las zonas populares, urbanas, rurales y costeras, por entidades religiosas con la misión ideológica de adoctrinar, heredada de la Guerra Fría y de la lucha contra la subversión marxista, ha convertido a muchas personas en lo que, el mismo Marx, denominó “lumpen”, individuos sin conciencia de clase que, alienados y enajenados por los hiperemisores sociales (iglesia, escuela, medios de comunicación), adhieren a los intereses de la oligarquía.
No puedo más que quitarme el sombrero ante la sagaz estrategia del fascismo, para refundarse y colocarse como actor político de primer orden. Durante toda la segunda mitad del siglo XX y la primera década del siglo XXI, los sectores políticos más reaccionarios, reconvertidos en iglesias y en otros movimientos populares de base, realizaron esa labor de homogeneización y de adoctrinamiento, en las propias narices de la democracia burguesa, sin que la izquierda o la derecha moderada se dieran cuenta.
Ahora, que es evidente que están preparados para asaltar el poder, tienen además en frente a una izquierda profundamente dividida, acomplejada por el fracaso del comunismo soviético y del socialismo bolivariano, con una socialdemocracia que se convirtió en neoliberal y se auto aniquiló, mientras que la derecha, — con excepciones muy valiosas, como la de la Democracia Cristiana alemana de Angela Merkel —, en su mayoría, les abre los brazos de par en par, ya que vislumbran que, juntos y haciendo caso omiso a sus valores éticos, pueden consolidar el triunfo final y definitivo del capitalismo., sobre la idea de volver realidad aquella máxima de Maquiavelo de que “el fin, justifica los medios”.
¿Cómo evitar este retroceso hacia la tiranía? Si aún no es tarde, lo principal sería que la izquierda política, conformada por todas y todos aquellos que no se acomplejan al posicionarse en esta ala del espectro ideológico, unan fuerzas, porque el combate apenas inicia. Quienes crean, por ejemplo, que con la victoria de Carlos Alvarado en 2018, se había conjurado la amenaza fascista, deberían abrir los ojos, porque el fascismo está y estará en las instituciones democráticas y podría alcanzar el poder en algún momento, para dar un golpe de gracia al modelo de Estado social y democrático de derecho, solidario y del bienestar, que tanto nos enorgullecía a las y a los costarricenses en el pasado.
Si la diferencia entre el actual presidente y Fabricio Alvarado no hubiese sido tan contundente, ¿no habría sido cuestionado todo el sistema electoral, como hicieron los seguidores de Trump en Estados Unidos? ¡Por supuesto que sí! La senda del golpe de Estado le encanta a la extrema derecha y, si en Costa Rica, hubiera tenido la mínima oportunidad de tener éxito una ruptura del orden constitucional, no hay duda que los seguidores de la extrema derecha se habrían adueñado de las calles, para imponer a su candidato, — quienes ellas y ellos creen elegido por el mismísimo Dios —, mediante el uso de la fuerza.
Por eso, para afrontar esta avalancha populista y ante la poca credibilidad de los sectores moderados del social cristianismo, la social democracia y el liberalismo, la única alternativa es la unidad de la izquierda, para tratar de formar a las personas y de crear conciencia de clase, de modo que entiendan que ningún líder mesiánico va a solucionar sus problemas, sino que los vendría a hacer mucho más graves, merced al eventual recorte de derechos y libertades.
Frente al odio, la exclusión y el miedo, hay que proponer con entusiasmo la solidaridad, la empatía y el respeto por la diversidad humana. Es hora de decidir…. ¿Estamos o no con la democracia?
– Comunicador Social