Enrique Gomáriz Moraga
En el pasado cambio de año el Centro de Desarrollo de la OCDE producía el documento sobre el panorama económico latinoamericano de 2019 (The Latin American Economic Outlook 2019) que hacia un apretado diagnóstico de las vulnerabilidades de la región y planteaba la necesidad de adoptar una nueva visión sobre la región. Lamentablemente, esa nueva visión se proponía inmediatamente antes de que estallara la pandemia por COVID-19, así que muy rápidamente ha quedado vieja. Hoy, América Latina enfrenta un escenario completamente distinto, con su economía entrando en la UCI como consecuencia de la necesidad de haber pasado varios meses casi totalmente inactiva por la urgente cuarentena de buena parte de su población.Sin embargo, el informe de la OCDE para 2019 tiene la virtud de mostrar la azarosa marcha de la economía latinoamericana, antes de que llegara la peste. De forma sucinta, el estudio mostraba lo que llamaba “las trampas estructurales”, que bien podían entenderse como las principales vulnerabilidades de la economía regional. Partía del fenómeno que entendía como un aldabonazo sociopolítico: “La oleada de protestas populares que sacudió América Latina a fines de 2019 fue un punto de inflexión no sólo en la política de los países involucrados, sino también en lo referido a la comprensión del desarrollo a largo plazo de la región”.
Por eso, definía como primera vulnerabilidad la crisis institucional. Al tiempo que crecían las aspiraciones de bienestar en la población tiene lugar un aumento de la desconfianza en las instituciones públicas, algo que tenía una consecuencia financiera inmediata, el debilitamiento de la “moral tributaria”. En 2018 solo un cuarto de la población tenía confianza en sus instituciones y la mitad de esa población encontraba alguna justificación para no pagar impuestos.
La segunda trampa se refiere a la vulnerabilidad social. El informe ponía el acento en el verdadero efecto del crecimiento económico durante la década anterior: la expansión de lo que denomina “una clase media vulnerable”; es decir, de una apreciable proporción que salió por encima de la pobreza (el estudio estima en torno al 40%), pero que lo hizo mediante empleos informales y sin cobertura de protección social. Una población con alto riesgo de volver a caer en la pobreza, en cuanto tuviera lugar una coyuntura negativa. Importa subrayar la divergencia entre el aumento de los ingresos directos y el raquítico avance de los sistemas de protección social en la región.
La tercera vulnerabilidad es de carácter propiamente productivo: la disminución relativa de la productividad de las economías latinoamericanas. Y hay que subrayar que no se trata solo de una baja productividad, sino de su progresiva reducción en comparación con otras regiones. Amplios bolsones de baja productividad que siguen produciendo con bajo valor agregado. Así, si en 1960 la productividad promedio en América Latina era de un 78% de la correspondiente a la Unión Europea, en la actualidad esa cifra ha descendido al 40%. Cifras semejantes pueden apreciarse en la comparación con América del Norte.
El informe señala una vulnerabilidad agregada, la que se refiere al impacto ambiental. Una economía basada en la explotación intensiva de los recursos naturales, en buena medida no renovables, como sucede en muchos países de la región, resulta insostenible no sólo en términos ambientales sino directamente económicos.
Ciertamente, resulta más fácil identificar las principales vulnerabilidades que proponer soluciones para superarlas, y eso se nota en el informe de la OCDE. La dificultad estriba, entre otras causas, en que para afrontar los problemas socioeconómicos, tras la conclusión del boom del comercio de las materias primas, se necesitan estrategias que combinen los planos económicos y sociopolíticos. El informe alude a la necesidad de establecer planes nacionales basados en un incremento de la deliberación democrática. Pero eso significa en buena medida proponer el esfuerzo de nadar contra la corriente. Por eso el informe insiste en varias ocasiones en que se trata de una estrategia a largo plazo.
Y no había acabado de proponerlo, cuando llegó la pandemia que detuvo en seco la economía regional.
Pocos meses después, a fines de junio, un informe de CEPAL sobre los efectos de la COVID-19 nos da una idea del revolcón productivo. El Informe Especial “Sectores y empresas frente al COVID-19: emergencia y reactivación” señala que cerca de tres millones de empresas en la región podrían cerrar antes de fines de este año, perdiéndose en torno a nueve millones de empleos. Por cierto, el 90% de esas empresas clausuradas serían MINIPYMES, que son las que mayor cantidad de empleo proporcionan. No obstante, el informe advierte que la destrucción de empresas afectaría a los distintos sectores, incluyendo aquellos con mayor dinamismo tecnológico. La conclusión es que ello significa un “cambio estructural regresivo” que implica una “reprimarización” de la producción. Los organismos internacionales estiman que el PIB regional se contraerá entre un 5% y un 12% este año 2020.
Ante este panorama, los gobiernos latinoamericanos han enfrentado el riesgo del desconfinamiento para sacar a sus economías de la parálisis. Ello ha incrementado la reproducción del contagio y hay países, como Brasil y México, que su manejo se ha hecho incontrolable, saturando por completo su sistema de salud, lo que implica una cantidad dramática de fallecimientos: entre 30 mil (México) y 70 mil (Brasil). Pero estos países, que se han protegido poco sanitariamente, no presentan un impacto menor que aquellos que han impuesto medidas preventivas consistentes. Todas las economías latinoamericanas se encuentran actualmente en la UCI.
Así que ya no sólo hay que pensar en estrategias a largo plazo, sino sobre todo en acciones de emergencia a muy corto plazo. Lo urgente es sacar al enfermo económico de la UCI, para luego poder pensar en la recuperación a mediano y largo plazo. A este respecto, no hay mucho que inventar: se necesita de 1) una ayuda financiera de emergencia de parte del Estado, para evitar la crisis de caja de las empresas, sobre todo de las MINIPYMES, mediante diversos mecanismos, que proteja ante la destrucción del empleo, y 2) condiciones de producción que sostengan en lo posible la obtención de utilidades para que las empresas no quiebren y el capital invierta en vez de fugarse. Al tiempo, el Estado necesita implementar acciones de emergencia social, para evitar la hambruna y prevenir de estallidos sociales. No está claro todavía como todo eso evitará un aumento directo de la morosidad de hipotecas y créditos. Algo que provocaría una crisis financiera en caso de que la recuperación de las empresas y los ingresos de particulares presenten una larga duración.
En este contexto, los organismos internacionales y los bancos regionales tendrán un enorme papel. Entre otras razones, porque la situación de las cuentas públicas en la región oscila entre una condición mala y otra menos mala. Los gastos públicos que ha ocasionado la crisis sanitaria y los que está ocasionado el apoyo a la recuperación económica están arrancando apreciables pedazos de la torta fiscal. Y varios países tienen alguna flexibilidad financiera, pero otros -entre los que se encuentra Costa Rica- carecen de ella. Claro, para sanear las cuentas no hay otro método que reducir los gastos e incrementar los ingresos. Y para esto último el instrumento mas claro es el aumento de impuestos, algo que va en contra de las condiciones de recuperación de las empresas, especialmente de las MINIPYMES. Para continuar con el símil sanitario, habrá que ver que países y sectores pueden acceder a los respiradores financieros que provean los organismos internacionales o más bien si no presenciaremos también un triaje comparativo, desechando aquellos que no tengan buen pronóstico de sobrevivencia. Luego será cuestión de observar el cuadro después de la salida de la UCI, para comenzar la efectiva recuperación, no se sabe si en medio de un retroceso estructural generalizado o ante una reactivación muy desigual.