Camilo Rodríguez Chaverri
Los tamales son una alfombra que nos lleva a la niñez. Huelo la masa y estoy de nuevo en Cervantes, en la casa de mis abuelos, donde Tita, mi abuela, era la reina de todo lo creado para ser convertido en magia de sabores sobre la mesa. El tío José iba a Siquirres, a traer hojas de plátano. El Tío Édgar las soasaba, lo que según el viejo diccionario, manchado de colores y travesuras de mi infancia, significa “asar a medias”. La Tía Cari, Lele y mi mamá preparaban todos los ingredientes bajo la batuta de la mamá grande, porque no sólo García Márquez tuvo una. Yo todavía la tengo, y así como crió a más de una veintena de güilas, lanza órdenes para un lado y para el otro desde mis años de pantalón corto, y desde entonces los tamales llevan su firma en olores, proporciones, santos y achiote.
Iba al mercado de Cartago a comprar todo después de tocarlo, tantearlo, olerlo… Examinaba cada ingrediente que salió de la tierra como un fruto que inventó Dios para cada Navidad, para cada nacimiento nuevo de su chiquito en un portal de miseria, entre una mula y un buey, con la mirra, el incienso y el oro de los reyes que llegaron guiados por la estrella. La Navidad era mágica también por los tamales, cuyos ingredientes llegaban a la casa de mis abuelos gracias a la gentileza de Curro, un muchacho que le cargaba los sacos a Tita, ante la diminutez de este que era y sigue siendo su nieto mayor.
Había una ceremonia especial para hacer tamales. Y, como todas las mujeres que hacen tamales en Costa Rica, mi abuela juraba y rejuraba que tamales como los suyos, no había. Mi abuelo, que siempre le dijo que sí, le alababa los tamales con una alegría única y una devoción casi religiosa por su esposa. “Cómase un tamalito de los de mi señora”, le decía a sus amigos.
Después, me ha tocado ver la procesión de ingredientes y de gentes para hacer tamales en la casa de mi otra abuela, Maya. Escuchaba de lejos las risas, los chistes, las historias que acompañan el proceso misterioso y lúdico de hacer tamales. Dos días de habladas y mucho trabajo en equipo. Cuando termina, mi abuelita Maya se viene con un tamal rajón de aroma, buscapleitos, un tamal más fresco que la noche, y con el orgullo de que “tamales como estos, qué va, en ninguna parte”. Y yo pienso que sí, que así pasa con mis dos abuelas, porque hasta la casa, con todos sus rincones, se esmera en que los tamales sean un envoltorio de secretos y sorpresas. Cada quien tiene su receta infalible, única, insobornable, irrepetible. Pasa en mi familia y en todas las familias de mi país.
Los tamales son una comida, un mapa de cuentos, una síntesis, un resumen del ser costarricense, y del nicaragüense, para no ir más lejos. Hacerlos es una fiesta en una familia, en una casa, en un barrio y en el recuerdo de cada quien, pues sirve para revolcar la memoria y poner patas arriba los más bellos momentos de cuando teníamos el alma henchida de luz y de asombro, allá en la niñez.
– Periodista y escritor