La doble moral israelí

Los cuerpos de tres adolescentes israelíes, secuestrados 18 días atrás, fueron encontrados sin vida el pasado lunes 30 de junio en la ciudad palestina de Haloul. La búsqueda de los jóvenes había desencadenado en un frenesí sin igual en la sociedad israelí que clamaba por su pronta aparición y la consiguiente venganza.

Captura del Instagram de un soldado israelí

Por Ezequiel Kopel

Los cuerpos de tres adolescentes israelíes, secuestrados 18 días atrás, fueron encontrados sin vida el pasado lunes 30 de junio en la ciudad palestina de Haloul. La búsqueda de los jóvenes había desencadenado en un frenesí sin igual en la sociedad israelí que clamaba por su pronta aparición y la consiguiente venganza. La reacción de las fuerzas de seguridad y de la dirigencia política israelíes ante la confirmación de las muertes no tardó en llegar: durante la madrugada del mismo lunes Israel bombardeó Gaza e ingresó a campos de refugiados palestinos en Cisjordania, provocando la muerte de, al menos, un joven de 16 años. Además, en la mañana del martes el cuerpo de un adolescente palestino residente en Jerusalén fue encontrado carbonizado luego de ser secuestrado en lo que se sospecha fue un acto de revancha organizado por extremistas judíos.

El primer ministro de Israel, Benjamín Nethanyahu, acusó durante toda la búsqueda a la cúpula de Hamás por planificar el secuestro pero hasta el día de la fecha el premier israelí no ha mostrado ninguna prueba contundente que incrimine a la conducción de esta organización y sólo ha presentado los nombres de dos de sus militantes, Marwan Qawasmeh y Amar Abu Aisha. Según el periodista israelí Shlomi Eldar, especialista en el manejo de poder dentro del movimiento Hamás, la culpa del secuestro sí recae, en cambio, en el clan Qawasmeh, de la ciudad de Hebrón, quienes simpatizan con el movimiento islámico pero asegura que los acusados han actuado independientemente de las órdenes de la conducción de la organización. El mencionado clan ha sufrido la muerte de quince integrantes desde el comienzo de la Segunda Intifada (nueve de ellos al cometer atentados suicidas contra Israel) y tiene un comprobado historial de acciones violentas posterior a cualquier esfuerzo de Hamás por intentar alcanzar una tregua con Israel, o cualquier otro acuerdo que lo obligue a moderarse. El clan Qawasmeh ya saboteó los ceses al fuego o tahadiyeh (periodo de calma) acordados en 2003 y 2004 por los líderes máximos de Hamás e Israel.

Durante la búsqueda de los secuestrados, Nethanyahu también apuntó al presidente palestino Mahmmoud Abbas como el responsable máximo del secuestro de los tres adolescentes debido a que éste formó un gobierno de unidad nacional con el movimiento Hamás. La acusación parece ser una suerte de «culpable por asociación». Lo único cierto hasta ahora es que el secuestro fue realizado en el Área C de Cisjordania, zona que Israel controla civil y militarmente y son los israelíes los que han fallado en proteger a sus colonos. Lo cual, a la vez, es una tarea imposible porque cuidar a una población extremista, implantada en el medio de una metrópoli y poblados árabes mientras se les permite armarse hasta los dientes, es una invitación al desastre, al igual que la propuesta del ministro de Defensa israelí, Moshe Ya’alon, quien instó a su gobierno a aumentar la construcción en los asentamientos y propuso la creación de una nueva gran colonia como respuesta al homicidio de los adolescentes.

Dicho todo lo anterior, es necesario destacar que los tres jóvenes no fueron asesinados por hacer dedo en Tel Aviv o en Haifa: fueron muertos en Cisjordania, donde hacían dedo para trasladarse de una colonia a otra porque son vistos por los palestinos como colonos que ocupan su tierra ilegalmente desde hace más de 40 años. Hasta el día de hoy los israelíes no han comprendido que ocupar un pueblo tiene consecuencias, las cuales no son placenteras ni humanas, simplemente porque es imposible naturalizar una ocupación o los miles de presos que existen en cárceles israelíes, no sólo por actividades terroristas, sino tan sólo por su militancia política. Moverse por Cisjordania como patrón de estancia tiene sus consecuencias y muchas son terribles; no tienen justificación humana y son repudiables pero sí tienen una explicación histórica. Es tiempo de que la sociedad israelí admita que la ocupación tiene sus consecuencias. Es hora de dejar de ser una Nación que siempre apunta con el dedo a las demás mientras se lamenta por las tragedias ocurridas sin reconocer sus causas sino será imposible encontrar alguna solución al conflicto israelí. Y hay que decirlo, porque callar es mentir: los tres jóvenes asesinados estudiaban religión en los territorios palestinos colonizados; dos de ellos vivían en el territorio palestino ocupado de Tamon y estudiaban en la yeshiva del también territorio palestino ocupado Makor Chaim; el tercero estudiaba en Shavey Hevron, territorio palestino ocupado y con una de las yeshivas más extremistas que existen. También es necesario tener en cuenta que cuando se habla de niños y secuestros, Israel detiene ilegalmente a más de 700 niños palestinos por año, según fuentes de UNICEF, y ha asesinado a más de 1500 desde el comienzo de la Segunda Intifada.

La responsabilidad de estar en una situación de riesgo constante no fue, por supuesto, de los jóvenes: la culpa de poner en riesgo sus vidas, viviendo en el medio de Palestina, es del conjunto de la sociedad israelí, que ha votado mayoritariamente a un gobierno que otorga incentivos económicos por vivir en casas estilo country, con piscinas y aires acondicionados frente a poblaciones que carecen hasta de agua corriente; que transfiere nuevos inmigrantes hacia esas zonas sin explicarles dónde y rodeado de quiénes y en qué situación van a vivir; una sociedad que desde hace más de 14 años ha votado a gobiernos de derecha que prefieren colonizar y destruir antes que ocuparse de cosas más pertinentes como el real cuidado de sus ciudadanos. No es cierto que todo sea culpa del odio, que por supuesto existe en una región en conflicto, pero más de 40 años de ocupación ponen en jaque esa simplificadora explicación. A los israelíes les gusta repetir: «lo único que los árabes entienden es la fuerza». Este axioma pareciera ser al revés puesto que por medio de la fuerza Israel se retiró del Sinaí, del Líbano y, parcialmente, de Gaza. El Estado de Israel nunca retribuyó las conversaciones de paz: cuando una de ellas se firmó en Oslo, triplicó la población de colonos en los territorios ocupados; cuando Nethanyahu negoció recientemente con Abbas, aumentó la construcción en las colonias. Israel insiste públicamente en “querer la paz» pero una paz como construcción abstracta pues ¿qué tipo de paz alega? ¿Una paz donde quien la declama secuestra, detiene ilegalmente, asesina, destruye fábricas, ocupa tierras cultivables, limita la libre circulación, expropia el agua, no permite reunirse a familias enteras y confisca viviendas? Los hechos, entonces, indican que la única paz preferida por Israel es la de los cementerios.

Ya en 2001, en una extraordinaria crítica a las ocupaciones, el recientemente fallecido Juan Gelman reflexionaba con mucho dolor, el mismo que siente quien escribe -un ciudadano argentino-israelí que hace propias las sentidas palabras del poeta: “¿Qué tienen que ver con el judaísmo esas políticas de Israel? Los judíos siempre fuimos perseguidos, nunca perseguidores; discriminados, nunca discriminadores; marginalizados, nunca marginadores; sitiados, nunca sitiadores. Nada tiene que ver a estas alturas el Estado de Israel con la tradición judía, la más democrática del mundo, creada desde abajo en la diáspora y conservada a lo largo de los siglos. Sé que estas opiniones serán calificadas de antisemitas por quienes no quieren oír, ni ver, ni hablar, como los tres monos de la India. La táctica de confundir las críticas al Estado de Israel con el antisemitismo me recuerda la pretensión de la más reciente dictadura militar argentina, que llamó ´campaña antiargentina´ a toda denuncia de sus crímenes. Sólo me explico la tristeza particular que las políticas genocidas del Estado de Israel me causan porque soy verdaderamente judío. Porque una vez, de niño y con fiebre altísima, mi padre se sentó junto a mi cama para leerme en idish un cuento de Sholem Aleijem. Se llamaba ´Das messerl´ (El cuchillito) y hablaba de los dolores del ghetto.”

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Fuente: Agencia Paco Urondo

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