Gustavo Elizondo Fallas
Luego de escuchar las desacertadas declaraciones de un líder sindical “de cuyo nombre no quiero acordarme”, quien manifestó ante los diputados que la educación no era esencial y que un niño no moría por la falta de instrucción, se me vinieron a la mente tres sencillas historias de mi pueblo, que demuestran como, para algunas mujeres de esta patria bendita, la educación sí valía oro.
Doña Ángela Monge, mujer nacida con el siglo XX, no tuvo la oportunidad de asistir a la escuela, como hermana mayor le tocó dedicarse desde muy niña al cuido de sus hermanos menores en la entonces lejana tierra del valle de El General; cuando regresó a Santa María, casó con un humilde labriego, que sobrevivía de los jornales mal pagados de los finqueros de entonces. Doña Ángela reservaba siempre unos cinquitos de esta exigua economía familiar para comprarle el uniforme y los útiles escolares a los párvulos que ya estaban en edad escolar; el primer día de clases, según me contaba mi papá, llegaba la recordada señora a la escuela con sus retoños y le decía _don Luis Carlos, aquí le traigo estos muchachos para que me ayude a hacerlos hombres de bien pero sobre todo, que aprendan a leer y escribir, para que no pasen la tristeza de esta madre, por no entender las letras_ Me contaba luego uno de sus hijos, que doña Ángela se sentaba con ellos mientras hacían la tarea y aunque no entendiera lo que escribían, se quedaba acompañándoles hasta que terminaban sus deberes escolares.
Doña Chepita Ureña, una gran madre que aparte de sus tres hijos, le tocó hacerse cargo de otros tres de vientres ajenos, se casó con don Rafael, quien por circunstancias de la vida, era analfabeto. En algún momento surgió la posibilidad de un mejor trabajo, pero se requería mínimo saber leer y escribir; doña Chepita no lo dudó, buscó sus cuadernos de escuela que aún conservaba y con más cariño que didáctica, empezó a darle clases a su esposo, de tal manera que don Rafael logró conocer sus primeras letras y tuvo la oportunidad de esa mejor oportunidad laboral.
La última historia está contenida en las memorias de don Efraín Chacón, el patriarca de San Gerardo de Dota; cuando junto a su hermano Federico se trasladó a Providencia de Dota y luego ribera arriba hasta lo que luego sería San Gerardo, sus esposas, hermanas también, Caridad y Claudina, a falta de una escuela cerca, se convirtieron en las maestras de sus hijos e hijas mayores; cuando por fin llegó un maestro a las orillas del Savegre, donde estas familias se establecieron, se sorprendió que los muchachos ya sabían leer y escribir con total dominio de las letras, de sobra decir que Cary y Nina, la única educación que habían recibido era la primaria en la Escuela de San Marcos, pero tenían mucho más vocación que algunos que durante la huelga pasada nos demostraron que para ellos están primero sus prebendas y muy por debajo de sus prioridades, los niños.
Estas grandes mujeres, todas ellas hoy en el regazo del Señor, si entendieron que la educación significa para el niño la diferencia entre la luz y la oscuridad, entre la prosperidad y la pobreza, entre la felicidad y la frustración; duerman tranquilas en el sueño de los justos, ustedes si merecen que nos paremos un momento en el camino de la vida y las recordemos con respeto, habrá otros que no merecen, ni siquiera que recordemos sus nombres.