Geografía cantinera de mi viejo San José

Jorge Enrique Guier

Geografía cantinera de mi viejo San José

Asesorado por mis recuerdos y por Carlitos —empedernido bebedor y personaje agónico de novela tica en un mundo que para él fue mejor y que ahora aflora a través de viejas cantinas—, dejemos la fantasía hacer un viaje por aquellos antiguos lugares que conocí —¡de niño no bebedor!—, y que ahora son ya sólo un recuerdo, un recuerdo bello —aunque los lugarejos en su mayoría fueron sórdidos—. Esos recuerdos quedan palpitando en el alma, nos forman y nos hacen, mientras llega —pronto tal vez—, el tiempo en que ni ya los recordaremos ni esos recuerdos significarán mucho, para entrar en ese sueño eterno de la nada que redime y que sublima en la forma de la pura materia inanimada donde ya ni el recuerdo obra.

De esos lugarejos quedan prendidos en el alma nombres extraños, pero en español, nombres de rancia prosapia hispánica: cantinas de verdad, y no eufemismos afrancesados para recrear bobos en el escándalo embriagante de la vulgar rockola, ahora elegante discotheque.

Por regla general, la cantina tenía piso de grandes tablones mal acomodados y crujientes, blanqueados con estropajos llenos de agua, jabonosa sacada de un viejo y sucio balde. En la puerta, para armar la privacidad del lugar, se plantaba una armazón de madera parada en dos patas. Allí se pintaba con Sapolín el emblema de la cantina para hacer resaltar su nombre. Una guapa negra extasiada viendo unos monos jugar en las palmeras, por ejemplo, decoraba La Africana.

Adentro del lugar, un gran mostrador de madera, muy semejante al moledero de las casas de nuestras abuelas, las cuales los limpiaban con pedacillos de vidrio o pedazos de teja, lo que les daba formas cóncavas muy especiales, para que los vasos de casco se pararan en equilibrios desafiantes de las leyes de la gravedad.

Más allá del mostrador había urnas de vidrio llenas de tosteles —cuñas de queque rosadas, bizcochos como perladas ruedecillas, encanelados y enlustrados de Cartago, confites de limón, uva y fresa. Frascos contenían galletas Pochet, bizcotelas de picos y recubiertas de azúcar y unas negras de dulce quemado. Algunas veces bollos de pan francés y español se aperezaban a la par de grandes tucos de queso blanco.

Paseando por la sentimental geografía cantinera de San José, veo todavía en el alma a La Africana, a La Uvita, a La Viña del Morazán, a la otra Viña, cerca del Río Torres, cuyo dueño Don José, de inmensa y respetable barriga, acomodada en grandes y solemnes pliegues sobre la faja del pantalón, nos daba pedacillos de salchichón y picadillo de papa con chorizo, cuando nos escapábamos de la casa.

La Nave, que yendo al Liceo a pie desde mi casa calmaba los antojos de adolescente con unos arreglados que todavía me hacen agua la boca; Chelles -que perdura todavía enmascarado en modernidad- fue de un señor Chase, responsable del nombre de la cantina, pues na dic aquí pronunciaba bien su nombre; por otro lado de San José, por el Hospital, estaba La Barcelona, famosa por sus bocas espléndidas de chucheca. Por ahí, hace más tiempo, había otra, sordidona y mal acomodada, que ostentaba el flamante, soberbio y altisonante nombre de El Trueno. El dueño tenía apellido muy importante ahora! También eran famosas el antiguo Ballestero -superviviente ahora-, El Pato Cojo y La Vieja Lira. El Dólar en la cuesta de Cinco Esquinas, donde doblaba el tranvía hacia Guadalupe-Mont- Parnasse de pintores y escultores famosos en Costa Rica-. La serenatera Esmeralda, estaba en la esquina donde ahora se encuentra, con una cara más vieja, El Garabito -que yo no conocí-, entre las botellas de licor y bocas de queso, en la ventana exhibía para la venta -según cuenta mi tío-, sanguijuelas muy efectivas para quitar la tos y los resfríos; La Asturiana -la de la esquina de mi casa-, llena de recuerdos amables todavía vive y, La Bicicleta, donde también se vendían queques con lustres rosados y celestes para cumpleaños.

La gente se tomaba su trago de a peseta, de un cuatro ya era proeza. Las bocas eran, por regla general, otro trago pero de cola Traube. El tomarse un trago contenía como presupuesto invariable la conversación, ahora privilegio de muy pocos y, por eso, distinguidos sobre una masa que no bebe y conversa sino que se emborracha en el escándalo del ruido desordenado y ensordecedor. De a parado en el mostrador, tras la mampara, frente al vaso de casco con el licor y la botella de cola se comunicaba la gente en la cantina. Se conversaba pausadamente, con tranquilidad. Nadie pensaba ni en el radio ni en la rockola -tal vez no existían-, sólo en la camaradería que alentaba el dulce calorcillo tropical del guaro de caña.

N. del E.: bonitos recuerdos de un San José de antaño. Incluso muchos la gran mayoría de los lugares mencionados ya desaparecieron. Vale por los recuerdos de tiempos ya idos.

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