Mauricio Ramírez
La indignación ha sido históricamente una fuerza poderosa que ha impulsado cambios sociales y políticos significativos en diversas sociedades. Sin embargo, en la política contemporánea, parece haber surgido un problema preocupante: el fracaso de la indignación como motor de transformación y su relación con la crisis de la democracia, haciendo que dicho estado de insatisfacción pierda efectividad en el devenir de los acontecimientos políticos contemporáneos.La indignación política, una vez considerada una fuerza transformadora capaz de movilizar a las masas en pos del cambio, parece haber perdido su impacto en la sociedad actual. Esta declinación puede atribuirse a varios factores:
- Sobresaturación informativa: En la era de la información o infocracia y las redes sociales, el flujo constante de noticias, opiniones y eventos dramáticos ha resultado en una sobresaturación que atenúa la capacidad de la sociedad para mantener la indignación ante cada nueva situación. Hay una especie de indolencia frente a la barbarie política, económica y ambiental. En el mejor de los casos, esa indignación solo llega a durar unas cuantas horas, pero al final pasa y todo sigue como si nada.
- Manipulación de la indignación: La politización de la indignación ha llevado a que ciertos actores políticos utilicen la emoción como herramienta para sus fines particulares, lo que socava su legitimidad y la percepción de la genuinidad detrás de las movilizaciones. Aquí la democracia empieza a pagar las consecuencias.
- Desencanto y desconfianza: La decepción generalizada hacia las instituciones democráticas ha generado un sentimiento de desconfianza en las vías tradicionales para canalizar la indignación, lo que a su vez disminuye su efectividad, aumenta la pérdida de certezas y toda esperanza de un futuro mejor, que en lugar de ser un factor movilizador y motor de cambio, hoy es motivo de depresión y graves problemas de salud mental entre la población que no comprende bien las relaciones objetivas que existen entre la estructura social y económica en la que vivimos y sus condiciones de vida inmediatas. En otras palabras, la persona subyugada no es consciente de ello.
Efectivamente, como dice el filósofo Byung Chul-Han, hoy es imposible la revolución porque somos seres depresivos y no revolucionarios: “el capitalismo del ‘me gusta’, el narcisismo creciente y el imperio del ‘smartphone’ sofocan cualquier tipo de levantamiento” y yo le agrego, que sumerge a la persona en una profunda soledad o auto exilio existencial, hasta reducirla a la derrota moral, situación que impide cualquier tipo de resistencia o alternativa política real de transformación social.