María Elena Núñez
El gobernante de aquel reino llegó al poder entre aplausos y gritos de esperanza. Muchos lo veían como un salvador. Pero quienes miraban más allá de las luces notaban una sombra que lo seguía: la sombra del desprecio hacia las mujeres valientes, hacia aquellas que levantaban su voz sin miedo.
Desde su trono dorado, aquel hombre solía señalar a las mujeres que no se arrodillaban ante su poder. Las llamaba con nombres crueles, las ridiculizaba, las atacaba desde sus redes y con sus ejércitos invisibles de troles, que repetían lo que él quería que la gente creyera.
Cada palabra suya caía como piedra sobre las mujeres que pensaban diferente. Poco a poco, las hacía parecer pequeñas, insignificantes. Su intención no era gobernar con sabiduría, sino con control: que nadie lo cuestionara, y mucho menos una mujer.
Con el paso del tiempo, su ambición creció. No le bastaba con silenciarlas; quería borrar sus derechos, sus conquistas, su libertad de decidir. Soñaba con un reino donde las mujeres no eligieran sobre sus vidas, ni sobre sus cuerpos, ni sobre su futuro. Quería que dependieran de su voluntad, como si su poder pudiera sustituir la conciencia y la dignidad de todas ellas.
Decía defender valores, pero sus acciones traicionaban sus discursos. Se rodeaba de religiosos que le aplaudían y justificaban sus abusos, mientras él fortalecía a otros hombres que, como él, despreciaban a las mujeres. El machismo se volvió una bandera, y las mismas mujeres del pueblo comenzaron a repetir lo que él decía, sin notar que ese eco las oprimía también a ellas.
El reino entero comenzó a cambiar. Las niñas crecían oyendo que no debían “meterse en política”, que hablar fuerte era grosería, que su voz no tenía el mismo peso. Y el espejo de la justicia, ya casi hecho añicos, reflejaba una sociedad que normalizaba lo inaceptable.
Pero no todos dormían.
Un grupo de mujeres empezó a recoger los pedazos del espejo roto. Eran maestras, campesinas, madres, jóvenes y ancianas. Cada una, con su valentía, fue reconstruyendo la verdad. Les costó lágrimas, insultos, y el rechazo de muchos, pero siguieron.
Y cuando al fin lograron juntar los fragmentos, el reflejo que apareció no fue el del gobernante, sino el de ellas mismas: mujeres firmes, sabias, con cicatrices y esperanza. Comprendieron que ningún poder puede con la fuerza de una conciencia despierta.
Desde entonces, en aquel reino se enseña a las niñas que la dignidad no se negocia, y que ningún trono, por brillante que parezca, puede apagar la luz de una mujer que sabe quién es.
Y así, entre sombras y desafíos, siempre habrá una mujer que brilla en la oscuridad.
– Abogada