J. Guillermo Sánchez León, Universidad de Salamanca
El primer gran libro de astronomía que se conserva fue escrito alrededor del año 150 por Claudio Ptolomeo, quien se cree que trabajaba en la legendaria Biblioteca de Alejandría. Aunque vivió en época romana, utilizaba para sus escritos el griego, lengua habitual en las clases cultas.
Su título original es Mathematike Syntaxis, pero es más conocido por su nombre árabe medieval Almagesto. En esta obra, cuya influencia perduraría 1 400 años, Ptolomeo expone su modelo geocéntrico y un método para calcular las posiciones de los planetas, el Sol y la Luna, así como predecir los eclipses. Aunque el modelo partía de supuestos erróneos, sus resultados eran correctos. ¿Con cuántas teorías actuales no acabará ocurriendo lo mismo?
Este tratado, que también incluye un catálogo con la posición de 1 022 estrellas, recoge el saber astronómico de la Antigüedad. No es posible saber qué contribuciones eran originales de Ptolomeo y cuáles de astrónomos anteriores.
Seguramente, el texto original estaba escrito en rollos de papiro, de los que se sacarían copias también en papiro. Algunas de ellas llegarían a Turquía y se copiarían en pergamino. Así, en vez de rollos empiezan a escribirse códices, muy parecidos a los actuales libros.
Después del siglo III, el Imperio romano entró en decadencia y con ello la difusión de libros disminuyó. A finales del s. IV, había en Roma veintiocho bibliotecas públicas que, según el historiador Amiano Marcelino (325-400), “a manera de sepulcro, permanecen siempre cerradas”. Con la caída del imperio de Occidente en el s. V, llegó la desconexión con el Imperio Romano de Oriente, más conocido como Bizancio, cuya capital era Constantinopla (ahora Estambul).
La destrucción de la biblioteca
Invadido por grupos que genéricamente conocemos como bárbaros, el imperio entró en una edad oscura, al menos en lo que se refiere a temas científicos. Muchos libros clásicos desaparecieron de Europa Occidental.
En el año 640, cuando el Imperio bizantino sufrió la arrolladora irrupción de los musulmanes –hostiles en un principio a la cultura grecoromana– y Egipto dejó de pertenecer a Bizancio, la Biblioteca de Alejandría fue definitivamente destruida.
De esta época, solo tenemos constancia de la conservación de algunos ejemplares del Almagesto en Bizancio.
En el s. VII se hacen con el califato los omeyas, que un siglo después son desplazados por los abasidas y la capital árabe pasa de Damasco a Bagdad. Su fundador es el califa Al-Mansur (714-775), que tenía especial interés por los libros.
Su sucesor es el legendario Harun al-Rashid (786-809), al que Sherezade entretiene con cuentos en Las mil y una noches. Durante su reinado, crea la Casa de la Sabiduría, un entorno cultural que incluirá bibliotecas bien dotadas.
El esplendor lo alcanzó con el califa al-Ma’mún (786-833), que hace traer de Bizancio y traducir los grandes textos clásicos. Entre ellos, Sintaxis Matemática, traducido del griego al árabe con el título Al-Majisti (El más grande), de donde deriva Almagesto. En el siglo IX se hicieron cuatro o cinco traducciones al árabe diferentes, de las cuales solo dos han sobrevivido en su totalidad.
Traslado a Al-Andalus
Miembros de la dinastía omeya que sobrevivieron a la invasión abasida se establecieron en al-Andalus, llevando consigo copias del Almagesto. Algunas acabarían en Toledo, primero bajo dominio árabe y más adelante (a partir de 1060) bajo dominio cristiano.
La fama de Toledo como ciudad de saber llegó al traductor lombardo Gerardo de Cremona (1114-1187), que se desplazó allí en c. 1150 y dedicó el resto de su vida (30 años) a la traducción de textos árabes al latín, siendo su empeño fundamental conseguir una excelente traducción del Almagesto. Realizó al menos dos versiones que circularon ampliamente en Europa.
Distribución en Europa
En Bizancio se habían conservado algunas versiones en griego, pero estaba prácticamente desconectado de los países del antiguo Imperio romano de Occidente. Cuenta la historiadora Violet Moller, en su libro La ruta del conocimiento, que Enrico Aristipo, principal consejero del rey de Sicilia Guillermo I, llevó a Sicilia una copia en griego desde Constantinopla. Un estudiante desconocido, con la ayuda de un grecoparlante, lo tradujo al latín, finalizándola en 1160, aunque apenas se distribuyó.
La versión que se había difundido por Europa era la de Gerardo de Cremona. Se ha comprobado que muy pocas universidades europeas disponían de una copia manuscrita. La razón es que su comprensión era difícil y estaba al alcance de pocos.
La llegada de la imprenta a finales siglo XV favoreció su distribución. Aquí puede acceder a una de las copias impresas disponibles en la Biblioteca General Histórica de la Universidad de Salamanca.
Aplicaciones prácticas del Almagesto
Su uso más extendido tenía que ver con las enseñanzas astrológicas descritas en el Tetrabiblos o Cuadripartito, el otro gran libro de Ptolomeo. Normalmente se trataba de predecir la posición de los planetas, el Sol y la Luna en los signos zodiacales.
También era importante predecir los eclipses de Sol y de Luna y para el cálculo de efemérides, a las que estaban asociadas determinadas fiestas. Para ello, los pocos que comprendían el Almagesto elaboraron tablas con reglas de uso (cánones) que permitían estos cálculos de forma sencilla.
Las primeras se hicieron en el mundo árabe. Conocidas como zij, requerían del desarrollo de la trigonometría y mejores medidas astronómicas. Destacan las Tablas toledanas (c. 1069), elaboradas en Al-Andalus con la participación de Azarquiel, el mejor astrónomo de la época.
Pero las de mayor éxito en Europa (hasta Copérnico) fueron las Tablas alfonsíes (1263-1272), derivadas de las toledanas, realizadas por iniciativa de Alfonso X.
Después, el salmantino judío Abraham Zacut (1452-1514), a partir de las Tablas alfonsíes, consiguió reducir enormemente los cálculos en su obra Ha-Ḥibbur ha-gadol (La gran composición). Sin embargo, su origen judío no favoreció su difusión en Occidente.
La influencia del Almagesto se extendió durante 1 400 años y llegó a áreas que su autor no pudo imaginar. Por ejemplo, algunas de las tablas derivadas del modelo ptolemaico se utilizaron en los inicios de la navegación transoceánica para calcular las rutas de los barcos. Es una suerte que se conservase, pero… ¿cuántas grandes obras escritas de la Antigüedad habremos perdido?
J. Guillermo Sánchez León, Instituto Universitario de Física Fundamental y Matemáticas (IUFFyM), Universidad de Salamanca
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.