El fin del neoliberalismo en Estados Unidos

Un evento de trascendencia mundial que pasó inadvertido en Costa Rica

Manuel D. Arias M.

Manuel D. Arias M.

Desde hace muchos años, incluso antes de la crisis económica del 2008, muchas voces calificadas, incluso en los países capitalistas más “avanzados”, habían denunciado los graves déficits democráticos, de justicia social y de desarrollo sostenible, que provocaba el modelo neoliberal vigente; no obstante, luego de la debacle producida por la pandemia por el COVIT-19 y después de un grave cisma que puso en riesgo a los mismos cimientos del sistema republicano, el pasado miércoles 28 de abril de 2021, el presidente de los Estados Unidos de América, el demócrata Joseph Robinette Biden Jr., en una alocución ante la Cámara de Representantes y el Senado, puso el primer clavo en el ataúd de un sistema de libertinaje de mercado, depredación de los recursos naturales y exclusión social, que había conducido a una de las épocas de mayor inequidad, pobreza y falta de esperanza en todo el planeta.

En la sesión conjunta del Congreso, celebrada en un edificio del Capitolio, aún en obras, con heridas visibles, tras los nefastos eventos del intento de ruptura del orden constitucional que instigó su antecesor, Donald Trump, en enero pasado, el presidente Biden enumeró una serie de medidas que, en definitiva, pretenden conducir a que Estados Unidos modifique su visión sobre el papel del Estado en la sociedad y en la economía, de la mano de unas políticas claramente consecuentes con lo que, en Europa o América Latina, es compatible con una visión progresista de centro izquierda.

Finalmente, y luego de años de pensar que la solución mágica para todo estaba exclusivamente en las empresas privadas, Estados Unidos ha dejado de lado el dogma neoliberal de que el Estado es la fuente de todos los problemas, para acoger una posición en la que el Estado debe compensar las injusticias sociales, crear empleo, generar desarrollo y promover las grandes transformaciones que demanda la realidad del siglo XXI, como la lucha contra el cambio climático, la transición hacia una matriz energética renovable, la superación del racismo sistémico y la construcción de una institucionalidad solidaria y del bienestar que apoye a quienes más lo necesitan, especialmente en ámbitos como la educación y la salud.

Ya economistas de la talla de Paul Krugman o Joseph Stieglitz lo habían argumentado: la barra libre para los ricos en los mercados bursátiles y la creciente desigualdad entre quienes más tienen y quienes menos tienen, era una bomba de relojería que podría derribar los fundamentos de la democracia burguesa, liberal y representativa. Por este motivo, la gran intervención estatal que Biden ha propuesto implica aumentar los impuestos para las mayores fortunas y para las empresas transnacionales, que se habían acostumbrado a realizar complicados ejercicios de ingeniería fiscal para no pagar lo que les corresponde en procura del bien común.

Crear empleo público para construir carreteras, aeropuertos, infraestructuras de agua potable y generación de energías verdes; ampliar programas educativos y de cuidado infantil; proveer ayudas a los desempleados y a las familias en riesgo social; así como universalizar el acceso a la salud pública, forman parte de un ambicioso paquete de medidas que, sin embargo, tendrá que enfrentar la feroz resistencia de un Partido Republicano escorado hacia la extrema derecha y que aún no supera el nefasto liderazgo de Trump.

Los aires progresistas, sin embargo, no sólo soplan desde la Casa Blanca, ya que los organismos financieros internacionales, otrora fortín de la ortodoxia neoliberal y ultra capitalista, ahora tímidamente promueven políticas que, paradójicamente, tienen al Estado como motor del cambio y ya no exigen a rajatabla esa disciplina fiscal que ahogó a tantos y tantos países, por décadas, lo que dejó a millones de personas en la pobreza y sin oportunidades reales de movilidad social, debido a la desatención de los mecanismos públicos que la hacían posible, como la salud, la educación y la cultura.

No es momento de grandilocuencias incongruentes con la realidad, lo que el gobierno federal de Estados Unidos promueve aún está muy lejos de lo que, durante la segunda mitad del siglo pasado, se conocía como Socialdemocracia y que, especialmente en países de Europa, se tradujo en instituciones fuertes para garantizar la solidaridad y el bienestar de las mayorías. No obstante, que la superpotencia capitalista por excelencia, haya dado un golpe de timón hacia la izquierda, representa un momento histórico de normes repercusiones para el futuro de la humanidad. En este sentido, el proyecto de Biden sólo tiene un antecedente de similar envergadura, que fue el “New Deal” de Franklin Delano Roosevelt, con el que, por medio de la intervención del Estado y la inversión pública, Estados Unidos pudo superar la gran depresión de los años 30.

Estados Unidos, de este modo, está muy lejos de dejar de ser una potencia imperialista, belicista e hipócrita en la defensa de los derechos humanos; sin embargo, este paso implicará, necesariamente, que los países que siempre han tenido un espejo en la superpotencia del norte, ya no encontrarán tanto apoyo para sus proyectos anti-democráticos y ultra capitalistas.

Biden no es, por desgracia, Bernie Sanders; pero, aún así, hay que reconocerle el mérito de que, en tan sólo 100 días de gobierno, ha llegado más a la izquierda de lo que el Partido Demócrata se había atrevido desde la época de Robert Kennedy o George McGovern, durante las décadas de los 60 y los 70.

De superar la resistencia de los republicanos, Biden podrá ser recordado como el presidente que refundó el capitalismo estadounidense y que creó, en ese país, un verdadero Estado social y democrático de derecho, solidario y del bienestar. En este sentido, hay símbolos de un enorme peso semántico en el discurso del miércoles, como que las dos figuras detrás del mandatario, la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, y la vicepresidenta, Kamala Harris, fueran dos mujeres, por primera vez en la historia estadounidense. Del mismo modo, otro aspecto esperanzador, en el mensaje del inquilino del 1600 de la Avenida Pennsylvania de Washington DC, es la reiteración de sus compromisos con la equiparación de derechos para las minorías étnicas, su promesa de atender al problema de la inmigración desde una perspectiva más humana, su voluntad de controlar las armas de fuego y su apuesta de reintegrar a su país a los organismos multilaterales.

Ahora bien, este golpe de timón tendrá, con toda seguridad, repercusiones globales, especialmente, como ya se indicó, en los países más dependientes de Estados Unidos. Por consiguiente, se abre un período de esperanza para América Latina, en lo que concierne a abandonar el credo más radical del neoliberalismo.

Sin embargo, en el caso de Costa Rica, la poca trascendencia que este hecho histórico ha tenido en los medios de comunicación locales, siempre al servicio de la oligarquía, es evidencia de que será difícil que los sectores más reaccionarios, alineados en el pasado con el fascismo de Donald Trump, abran un período de reflexión, que conduzca a nuevos posicionamientos ideológicos, en los que haya un reconocimiento explícito de que la vía neoliberal ha fracasado y que, en el futuro, será necesario impulsar políticas progresistas que promuevan una mejor y más justa distribución de la riqueza, un sistema fiscal más progresivo, un modelo de desarrollo ambiental y socialmente sostenible, y que garantice la subsistencia y el reforzamiento de las instituciones del Estado social y democrático de derecho, solidario y del bienestar, que le dieron estabilidad al país por décadas y que fueron el sustento de la estabilidad democrática que hoy convierte a esta pequeña Nación de América Central en la democracia más longeva del espacio latinoamericano.

Comunicador Social

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