Rebecca Solnit
Resulta fácil poner en conexión los puntos, porque están muy juntos, y porque son las heridas de entrada y salida infligidas a la sociedad norteamericana por una subcultura cuyo sacramento son las armas. A la vez que endurece las restricciones al aborto, el estado de Tejas las ha ido aligerando en lo que toca a las armas. Estas armas son símbolos de una peculiar versión de la masculinidad hecha de libertad ilimitada, de poder, de dominación, de una identidad de soldado en la que cada pistolero es el comandante y cualquiera, un objetivo potencial, en la que el miedo impulsa la beligerancia, y los derechos del propietario de armas se extienden tanto que nadie tiene derecho a estar a salvo de él. Ahora mismo forman parte de un culto de guerra supremacista blanco.
Cualquier lugar en el que se empuñen sus armas es zona de guerra, por lo que esto puede sumarse como otra forma en la que Estados Unidos está en las garras de una guerra que apenas merece ser llamada civil. Se supone que el resto de nosotros se acomoda a más y más armas de guerra de alta potencia nunca pensadas para uso civil, pero utilizadas una y otra vez contra civiles en tiroteos masivos por todo el país, entre ellos el sucedido a principios de esta semana, cuando 19 alumnos de cuarto grado y dos profesores de Uvalde, en Tejas, fueron asesinados por alguien cuyo 18º cumpleaños le autorizaba a comprar la semiautomática y los cientos de cartuchos de munición a los que recurrió.
En el momento en que se añadió una segunda enmienda a la Constitución, el tiempo de recarga de los fusiles era aproximadamente de un minuto y todos ellos eran armas de un solo disparo. En cambio, el asesino de Las Vegas en 2017 lanzó una rociada de más de mil balas desde la ventana de su hotel para matar a 60 personas en un periodo de 10 minutos. El adolescente de Búfalo que mató a 10 compradores negros y a un guardia de seguridad armado no era una “milicia bien regulada” [del texto de la Segunda Enmienda], como tampoco lo era el antisemita que mató a 11 personas en la sinagoga de Pittsburgh, ni el homófobo que mató a 49 e hirió a 53 en una discoteca de Orlando, ni el carnicero antiinmigración de El Paso que mató a 23 personas e hirió a otras 23, o el asesino de niños que acabó con 26 vidas en Newtown (Connecticut), 20 de ellas niños de seis y siete años.
Para acomodarse al culto a las armas y toda esta serie de matanzas, profesores y niños practican simulacros escolares que les recuerdan una y otra vez que los pueden asesinar. Para acomodarlos, las escuelas gastan cientos de millones de dólares en seguridad, refuerzos en los edificios, entrenamientos y simulacros, y el gobierno federal gasta millones más en funcionarios de recintos escolares. Para acomodarlos, los municipios de todo el país se gastan una fortuna en policía y en equipamiento, en una suerte de carrera armamentista que ha justificado asimismo la militarización de la policía. Sirve de poco, y en Uvalde la policía, fuertemente armada y blindada, parece haber protegido esencialmente al tirador, llevando a cabo el control de la multitud de padres mientras sus hijos morían, en lugar de lanzarse, tal como les habían entrenado y habían ensayado, como se les había pagado y equipado para hacerlo. Todo esto es una especie de impuesto sobre el resto de nosotros, en dinero y en bienestar, para que los pistoleros puedan blandir sus armas.
Una de las cosas más inquietantes de la derecha estadounidense es que se trata de una secta manipulada por empresas e intereses creados que sacan un enorme partido de sus obsesiones. En ningún aspecto es más cierto que en el de las armas. Hace menos de dos décadas, la Asociación Nacional del Rifle y los fabricantes de armas decidieron pasar de la promoción de la cultura y el equipamiento de la caza y la vida rural a la venta de armas de guerra de alta potencia y de las armaduras y trajes que las acompañan, convirtiendo a los hombres blancos conservadores en comandos aficionados que juegan a la guerra allá donde quieran y en zona de guerra a los Estados Unidos. El miedo y el odio aumentan los beneficios, por lo que ambas cosechas las cultivan con avidez el sector de las armas, los medios informativos de derechas, y diversos expertos y demagogos, además de los líderes de las milicias y los neonazis.
Tal como escribió en The Guardian Ryan Busee, antiguo ejecutivo del sector de las armas hoy convertido en crítico de las mismas: «A medida que se demostraba políticamente eficaz el creciente vitriolo de la Asociación Nacional del Rifle (NRA), hubo quienes dentro del negocio de las armas se dieron cuenta de que este mensaje podría adoptarlo el sector de las armas de fuego para vender más armas. Todo lo que se requería para tener éxito era entregarse a una retórica aterradoramente peligrosa y un armamento cada vez más potente». Los políticos republicanos engulleron las donaciones del sector y aprobaron leyes que hicieron que se disparasen las ventas de armas, que se disparasen los beneficios y que las armas empezaran a aparecer de maneras nuevas. La rabia que llevó a las armas se alimentó de racismo, odio antiinmigración, misoginia, imágenes de guerra, fantasías neoconfederadas y versiones caricaturescamente viles de la masculinidad, y las armas lo volvieron peligroso todo. Lo perpetúa el gobierno de la minoría, porque al igual que la mayoría de los norteamericanos, quieren que se mantenga el derecho al aborto, quieren también que se limite el acceso a las armas.
La cultura de las armas me recuerda a la cultura de la violación, concretamente a esas convenciones que responsabilizan a las víctimas y no a los autores de limitar la violencia. Para las mujeres, esto significa que se nos dice que debemos reorganizar radicalmente nuestras vidas para evitar las agresiones sexuales, en vez de esperar que la sociedad proteja nuestros derechos y libertades. Se nos dice que limitemos adónde vamos, y cuándo que tengamos cuidado con la soledad, las multitudes, los bares, las bebidas, las drogas, las siestas, las fiestas, los espacios públicos, el transporte público, los extraños, las ciudades, los espacios naturales, que tomemos nuestra ropa e incluso nuestra apariencia como una provocación potencial, algo así como si lo fuéramos pidiendo. Que marchitemos nuestra libertad y confianza para dar cabida a una cultura de la violencia. Del mismo modo, ahora se supone que debemos adaptarnos a una cultura de las armas.
La idea de derechos ilimitados está destinada a aplicarse a un número limitado de nosotros. Las leyes de portación abierta [de armas], se señala a menudo, no permitirían a los negros deambular por el supermercado con enormes armas colgando y con la confianza que podrían mostrar a los demás de esta manera. A Philando Castile le dispararon a bocajarro sólo por decirle a un policía que tenía un arma en el coche en 2016, a Tamir Rice, de 12 años, le pegaron un tiro por sostener un rifle de juguete en Cleveland, en 2014. Y la avalancha de nuevas leyes sobre el aborto que se están aprobando, así como la probable anulación del caso Roe versus Wade significa que a quienes pueden quedarse embarazadas se les está negando hasta la jurisdicción sobre sus propios cuerpos, mientras que los propietarios de armas hacen valer sus derechos sobre los cuerpos de los demás.
En Oklahoma, cualquier persona que se quede embarazada tiene menos derechos que un racimo de unas cuantas células visibles sólo al microscopio. Se puede procesar a cualquier mujer embarazada como asesina si no completa la gestación de un bebé. También se enfrentan a un grotesco intrusismo: la investigación penal por un aborto espontáneo, tener que intentar demostrar a un sistema legal poco comprensivo que un embarazo es el resultado de una violación o un incesto, la impresión de que su embarazo está siendo supervisado y de que son sospechosas potenciales. Hay una espantosa simetría en esta expansión de la violencia patriarcal y en el debilitamiento de los derechos reproductivos.
Las armas simbolizan el poder de una minoría sobre la mayoría, y se han convertido en los iconos de un partido que se ha convertido en una secta que busca el poder de la minoría a través de la eliminación del derecho al voto y la persecución de las mujeres, los inmigrantes, los negros, las personas “queer”, las personas trans, todos los cuales han sufrido tiroteos masivos en estos últimos años. Se trata del mismo partido que trató de anular unas elecciones por medio de una violencia azuzada desde lo alto, por los líderes de la secta, entre ellos el ex presidente y varios expertos y demagogos. «Juicio por combate», jadeaba Rudy Giuliani mientras incitaba a la multitud a arrasar el Congreso. Si las armas son iconos es porque la violencia es un sacramento defendido como derecho y como identidad.
Las armas semiautomáticas son instrumentos de muerte, perpetrada por un culto a la muerte. Y así seguirá la carnicería hasta que la mayoría pueda prevalecer sobre la minoría en el poder que se beneficia de ella y la perpetra.
Rebecca Solnit es columnista de la edición norteamericana del diario londinense The Guardian, es conocida por sus extraordinarios libros de ensayos, el último de los cuales publicado en español se titula “Las rosas de Orwell” (Lumen, Barcelona, 2022).
Fuente: The Guardian
Traducción: Lucas Antón