Dios o la democracia: el momento de la verdad en Israel

Michael Marder

Jerusalen

El cónsul general saliente de Israel en Nueva York, Asaf Zamir, ha relacionado su partida con las protestas masivas que están produciéndose en el país y ha afirmado que “lo que estamos viendo en Israel es un despertar prometedor y nuestra última oportunidad de garantizar que nuestro país sea un lugar en el que queremos seguir viviendo”. Las protestas planeadas y espontáneas que se suceden desde principios de año son la reacción ante el intento del gobierno de coalición de Benjamin Netanyahu de llevar a cabo una revisión judicial que afectaría a una gran cantidad de procesos, “desde cómo se selecciona a los jueces hasta sobre qué leyes puede pronunciarse el Tribunal Supremo e incluso otorgar al Parlamento la potestad de anular esas decisiones”.

El riesgo que supone una reforma tan drástica no es solo que es una gran amenaza contra el principio democrático fundamental de la separación de poderes, sino también, más en general, que puede facilitar la desecularización encubierta del sistema judicial, dado el predominio actual —que previsiblemente va a continuar— de los partidos religiosos y ultraortodoxos en los gobiernos israelíes de coalición. Si unos gobiernos con un programa abiertamente religioso controlan el aparato político y el aparato judicial del país, entonces, además de la separación de poderes, también dejará de existir la separación entre la ley halájica y las autoridades seculares (lo que en Occidente se conoce como el principio de separación entre Iglesia y Estado). En este sentido, un claro presagio de lo que puede ocurrir en el futuro es la ley recién aprobada que recoge los edictos rabínicos en la legislación civil y prohíbe consumir pan en los hospitales israelíes durante la Pascua.

El mayor tema de preocupación de los últimos estudios sobre las tendencias demográficas en Israel es que la población árabe está creciendo más deprisa que la judía: “En 2020, por primera vez en muchas décadas, la población árabe que vive entre el mar Mediterráneo y el río Jordán aumentó ligeramente por encima de la población judía, según los análisis hechos por dos grupos de investigación vinculados al aparato de defensa de Israel”, y citados por el diario Haaretz. Las conclusiones se han presentado como un problema demográfico para la democracia israelí, que en algún momento tendrá que elegir entre ser un Estado democrático o un Estado judío.

Sin embargo, el verdadero problema no es ese, sino, como indican los sucesos recientes, la brecha demográfica entre los ciudadanos judíos seculares y los religiosos. Dado que la población jaredí del país (los ultraortodoxos) está creciendo al doble de velocidad que la población israelí en general, las coaliciones de extrema derecha tienen probabilidades de acabar siendo un elemento constante del panorama político de Israel. Los rápidos cambios demográficos indican que la democracia se está convirtiendo, con esa misma rapidez, en una no-democracia o en una “democracia antiliberal”, como se la ha denominado. El despertar al que alude el ex cónsul general Asaf Zamir es la constatación de que el peligro para la existencia de la democracia israelí no procede ni del exterior del país ni de la evolución demográfica de su población no judía, sino de los cambios producidos dentro de la propia ciudadanía judía de Israel.

Aunque el argumento de Zamir tiene peso, el momento de la verdad al que se enfrenta Israel es diferente y más profundo. Los árabes israelíes constituyen más de una quinta parte de la población del país pero, en gran medida, no están representados en sus estructuras políticas ni encajan en el concepto que tiene de sí mismo el Estado. Millones de palestinos apátridas viven en condiciones precarias y cada vez peores en los territorios ocupados por Israel desde 1967. No hay más que ver, por ejemplo, a qué situación se los redujo en marzo de 2023, cuando el ministro de Finanzas israelí, Bezalel Smotrich, declaró públicamente que “no existe el pueblo palestino”. La idealización nostálgica de Israel antes del golpe judicial que se avecina es incompatible con la experiencia de estos grupos, que evidentemente no lo consideran un lugar en el que “quieren seguir viviendo” ni que siga oprimiéndolos.

Los cientos de miles de israelíes que luchan por la democracia en Israel no pueden aspirar solo a volver al statu quo amenazado por la coalición gobernante de extrema derecha. Luchar por la democracia en Israel significa luchar por la igualdad política y económica entre los ciudadanos judíos y los árabes y respetar los derechos de los creyentes de todas las religiones y de los ateos. También significa poner fin a una ocupación que lleva décadas causando un tremendo sufrimiento al pueblo palestino apátrida. Una democracia pujante no puede seguir viviendo de la ocupación ni puede pasar por alto a su conveniencia las acciones violentas y las injusticias que se cometen a diario contra una población vecina. Un verdadero despertar debe arrojar luz sobre este lado negativo del statu quo israelí que ahora está alterando la extrema derecha.

Las protestas y huelgas generales que se extienden por Israel quieren decir que lo que durante mucho tiempo se ha considerado un problema es, de hecho, una oportunidad. Y no me estoy refiriendo, por muy importantes que sean, a unos ideales comunes de igualdad y coexistencia, sino a algo mucho más pragmático: unos intereses comunes. Es posible desarrollar y cultivar la solidaridad, todavía sin articular, entre los palestinos —que están aún más oprimidos con las políticas del gobierno actual—, los árabes israelíes y los judíos laicos, que consideran intolerables el clima ideológico y las condiciones políticas que se les imponen. En otras palabras, la lucha por que Israel sea verdaderamente democrático es inseparable de un proceso de paz enérgico e iniciado desde abajo, capaz de reconfigurar la forma del país y dar pie a la creación de un Estado palestino largamente esperado.

Michael Marder (Moscú, 1980) es filósofo y profesor de investigación Ikerbasque (Fundación Vasca para la Ciencia y la Universidad del País Vasco).

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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